El juez golpeó con su mazo en el estrado y declaró:

    - Se levanta la sesión.

    De inmediato, la sala del juzgado se llenó del barullo que producían sus asistentes al abandonarla. El señor Donaldson, sin poder ocultar su satisfacción, apretó vigorosamente la mano de Julián entre las suyas, asegurando:

    - ¡Es usted un portento! ¡Jamás habría conseguido ganar este litigio sin su ayuda! ¡Gracias!

    Julián iba a responder que no se merecían, cuando reparó en que la señora Scott había roto a llorar en el hombro de su marido, que trataba en vano de consolarla.

    Los Scott habían interpuesto una demanda, por daños y perjuicios, contra la compañía del señor Donaldson… y habían perdido el proceso judicial. El abogado de oficio que les había sido adjudicado, dados sus escasos recursos económicos, había sido un débil adversario para Julián; con su implacable retórica y su profundo conocimiento de Leyes.

     Al presenciar la escena, Julián tuvo una extraña sensación… que reconoció como lástima. Comprendió que, en el fondo de su corazón, se compadecía del viejo matrimonio; y se cuestionó a sí mismo si había obrado correctamente al defender a su cliente. Como si, en cierta manera, hubiera ayudado a “los malos” a escapar de la Justicia...

    - Julián… ¿está usted bien?

    La voz del señor Donaldson le hizo pegar un pequeño respingo. Aunque su conciencia seguía inquieta, respondió con cortés naturalidad:

    - Sí, lo estoy… discúlpeme. Enhorabuena, señor Donaldson – le felicitó. Luego, con la excusa de que debía entregar la toga, se despidió de su cliente.

    En Oxford Julián había sido un estudiante de Derecho prometedor, y convertirse en abogado de oficio no había estado, sencillamente, entre sus opciones. El bufete de Evans & Baker había sido una oportunidad irrechazable, y todo parecía presagiar que allí le aguardaba una esplendorosa carrera. Entonces... ¿por qué, habiendo ganado aquel importante caso, la emoción que le abrumaba era demasiado parecida a la decepción?, se preguntó, mientras tendía a la muchacha del guardarropa la túnica negra de letrado.

     Poco después, con su abultado portafolios bajo el brazo, Julián dejaba atrás los Reales Tribunales de Justicia de Londres para regresar a Holborn Street.

    Frente a la entrada de Evans & Baker se encontró con su colega Peter Wood, hablando con una joven pareja: él tenía el cabello oscuro y desordenado; y ella claro, como el de Peter, y recogido en una espesa trenza.

    - ¡Julián! ¿Cómo ha ido? - le saludó Peter. A continuación, sin esperar su respuesta, le introdujo a la pareja desconocida:

    - Julián, ellos son Jack, mi mejor amigo y cuñado – Julián le estrechó la mano –; y Janet, mi hermana.

    - La cofundadora del club secreto – recordó Julián con amplia sonrisa, estrechando también la suya.

    Janet enrojeció al instante, y con voz desmayada increpó a su hermano:

    - ¡Oh, Peter! ¡Se lo has contado!

    - ¡Por supuesto que se lo he contado! - se defendió Peter con orgullo.

    Julián no pudo evitar reír para sus adentros, pero cambió elegantemente de tema:

    - ¿Habéis venido a Londres de visita? - se dirigió a Jack.

    - A cubrir la desaparición de un famoso científico francés, en realidad – le confesó éste, y añadió -: Soy periodista.

    Julián asintió con la cabeza, pesaroso, y simplemente dijo:

    - François Dupain.

    - ¿Le conocías? - se sorprendió Jack, a quien no pasó inadvertido su gesto de condolencia.

    - Sí… es decir, no personalmente, pero acudí a su conferencia en el King’s College.

    De repente, alguien le llamó por su nombre:

    - ¿Julián Barnard?

    Julián se giró en redondo: un hombre de mediana edad, con sombrero de fieltro y rostro curtido, le miraba con expresión impávida.

    - Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?

    - Soy el sargento Ashton, de Scotland Yard – fue la extraordinaria respuesta, al tiempo que le mostraba su placa policial -. Va a tener que acompañarme a la Central, para responder a unas preguntas.

    - ¿Acerca de qué?

    - Acerca, precisamente, de la pasada conferencia en el King’s College ofrecida por François Dupain – replicó, demostrando así que había escuchado sus últimas palabras -. Estamos interrogando a todos los asistentes a la misma.




    La sede de Scotland Yard, como era popularmente conocida la Policía Metropolitana de Londres, era un edificio de estilo gótico ubicado en Victoria Embankment; en la orilla norte del Támesis.

    A Julián, que solía hacer gala de una gran seguridad, le fue inevitable sentirse intimidado al recorrer el interior del cuartel general de los bobbies. El sargento Ashton le condujo hasta una sala de interrogatorios, cuya puerta estaba siendo abierta desde dentro en ese mismo momento.

    Salió otro agente de policía que, caballerosamente, sostuvo la puerta y cedió el paso a una mujer joven, de cabello dorado peinado al estilo pompadour.

    - ¡Julián! - exclamó Berta felizmente sorprendida.

    Julián, tan sorprendido como ella, no tuvo oportunidad de reaccionar: el sargento Ashton, con la mano en su espalda, le ordenó con firmeza que entrara en la sala.

    - Te esperaré fuera – le prometió Berta, justo antes de que la puerta se cerrase tras ellos.

    Julián se encontró entonces en una habitación cuadrada, diáfana a excepción de una sencilla mesa y dos sillas.

    - Tome asiento – le indicó el sargento.

    Julián obedeció al tiempo que Ashton seguía su ejemplo. Detrás del policía, en lugar de pared, había un gran espejo donde Julián se veía reflejado. Un cristal trucado, en realidad, supuso el joven; con el fin de presenciar el interrogatorio desde la sombra.

    Sobre la mesa había una pila de dossieres: el sargento Ashton buscó entre ellos hasta dar con uno concreto. Lo abrió y repasó rápidamente su contenido. Después, levantó la vista y dijo:

    - Bien, señor Barnard, es usted abogado.

    - Así es.

    - Una rama profesional muy distinta a la Física Nuclear… Dígame, señor Barnard: ¿cómo consiguió asistir a un acto tan exclusivo e importante a nivel internacional?

    - A través de mi tío, el profesor Quintín Barnard. Él también es una eminencia en el mundo científico.

    - Sí, he oído hablar de él – admitió el policía -. Sin embargo, no logro entender su interés, siendo como es letrado, en acudir a la conferencia del profesor Dupain…

    - Siempre he sentido gran fascinación por el avance científico, en especial el relativo a nuevas formas de obtención de Energía.

    - Me resulta llamativo que, siendo tan grande su interés por la Ciencia como dice, se decantara por la abogacía.

    - No tiene nada de particular… de niño quería dedicarme a pintar cuadros – esgrimió Julián con una sonrisa, recordando por un instante a los señores Thomas y Wilton, los falsos pintores que se habían hospedado en la Granja Kirrin aquella Navidad ya tan lejana.

    El sargento Ashton, desarmado por la afabilidad de Julián, se quedó sin réplica. Aclarándose la garganta, cambió de tercio:

    - ¿Sabe qué me fascina a mí, señor Barnard? Su dossier – golpeteó con su dedo índice los documentos que tenía delante -: está repleto de recortes de periódico referentes a destacados casos resueltos, declaraciones policiales firmadas con su nombre… e incluso una carta de recomendación de un tal Inspector Wilkins, de la comisaría de Bahía Kirrin, en el condado de Dorset.

    Julián, que desconocía la existencia de dicha carta, le miró perplejo. El sargento, entonces, le entregó el manuscrito para que comprobase por sí mismo su veracidad.

    “Necesitamos hombres como tú: inteligentes y resolutivos, sí… pero, sobre todo, tremendamente decentes. Dime, Julián, ¿estarías interesado en enrolarte en la Policía?”

    El recuerdo de aquella proposición, realizada siete años atrás, se abrió camino mientras leía las palabras de elogio que el Inspector Wilkins le había dedicado, de su puño y letra, y enviado a la mismísima sede de Scotland Yard.

    Julián, que en aquella ocasión había declinado semejante propuesta, notó cómo se le formaba un nudo en la garganta… Cuán conmovedor era que el viejo y noble Jefe de Policía del pueblo de Kirrin hubiese hecho tal cosa. Debió creer que, en última instancia, Julián cambiaría de opinión.

    Julián carraspeó, para deshacer el nudo de emoción que le impedía hablar, y le explicó al sargento:

    - Solía pasar las vacaciones en aquel pueblo costero que, por alguna razón, estaba plagado de todo tipo de malhechores… Mi hermano, mi prima y yo mismo éramos extremadamente curiosos, y nos gustaba investigar por nuestra cuenta y riesgo. De esta manera, ayudamos a la Policía en no pocas ocasiones.

    - Oh, sí… pandillas de niños que jugaban a ser detectives – comentó Ashton con cierto tono de mofa -. Estuvieron muy de moda en los años cuarenta y cincuenta.

    Julián le dirigió una mirada cargada de severidad, muy molesto por su condescendencia. Desde luego, sus aventuras habían sido algo bien distinto a un simple e inofensivo juego.

    - Bueno, señor Barnard, sólo un par de preguntas más y podrá marcharse – retomó el sargento su interrogatorio -. La primera: ¿conocía al profesor Dupain?

    - No. Nunca le había visto con anterioridad y tampoco traté con él a posteriori.

    - Bien. La segunda: ¿sabía usted que había recibido amenazas, que atentaban contra su seguridad y la de su familia, con el fin de obtener sus experimentos?

    Julián negó con la cabeza, consternado, pero apuntó:

    - Por desgracia, sé por propia experiencia que el trabajo de Alto Secreto lleva implícito ese tipo de riesgos. La vida de mi tío ha corrido gran peligro incontables veces.

    El sargento hizo un gesto respetuoso de asentimiento y cerró de un carpetazo el dossier, dando por finalizado el interrogatorio. A continuación acompañó a Julián hasta la salida del edificio. Antes de despedirse, el joven le preguntó:

    - ¿Saben quién estaba detrás de las amenazas al profesor Dupain?

    - Tenemos nuestras sospechas. Nos encontramos ya investigando en esa dirección. Pero, por descontado, se trata de información confidencial.

    - Lo comprendo – se apresuró a decir Julián -. No obstante, si me lo permitieran, estaría más que dispuesto a ayudarles en su investigación.

    El sargento Ashton le contempló con expresión divertida: claramente, no se tomaba en serio  a Julián; y así lo demostró al responder con entonación paternal: 

    - Hijo, me temo que el tiempo de jugar a los detectives ya pasó. Se trata de un asunto terriblemente serio y no menos peligroso. Déjalo en manos de los profesionales.




    Berta, fiel a su palabra, le esperaba tras el enverjado que encerraba la manzana de Scotland Yard. Había comenzado a nevar.

    - ¿Qué tal ha ido? - le preguntó nada más verle.

    Julián se encogió de hombros antes de responder con una sonrisa:

    - Bien… creo que he sido eliminado de su lista de sospechosos.

    Berta se rió y le siguió la broma:

    - Creo que yo también.

    - Deberíamos celebrar nuestra nueva libertad, entonces – propuso Julián sin dejar de sonreír y echando a andar hacia el Covent Garden. Miró a la joven de soslayo y añadió:

    - ¿Dónde te gustaría cenar?

    Los ojos de Berta se redondearon de asombro y regocijo, y se echó a reír de nuevo a modo de respuesta.

    Julián tardó apenas diez minutos en llegar a su objetivo: el conocido restaurante “Rules”, el más antiguo de todo Londres. Mucho más adecuado que el Savoy, se dijo con aprobación; pues se había sentido tentado de invitarla a cenar en el lujoso hotel, ante su propio desconcierto.

    El metre les recibió con amabilidad y les acomodó en un agradable rincón junto a la ventana. Después les ofreció sendas cartas de menú pero Julián rechazó la suya, alegando:

    - No es necesario, sé lo que voy a pedir. Gracias.

    El metre hizo un pequeña reverencia y se alejó hasta nuevo aviso. Berta le miró por encima de su carta y comentó con tono descuidado:

    - Debes venir mucho por aquí…

    - Lo cierto es que sí.

    - Oh – emitió Berta, denotando indiferente aceptación. Pero el cambio en su expresión reveló a Julián, divertido, lo que había malinterpretado. Así pues, le explicó:

    - Es mi restaurante favorito: de niños, nuestros padres solían traernos a comer aquí. Por eso vengo a menudo, por nostalgia. Sin embargo, es la primera vez que lo hago acompañado…

    Julián dejó la frase en el aire, si bien su significado iba implícito en ella.

    Las miradas de ambos se cruzaron. Los preciosos ojos de Berta le observaban con tal intensidad que Julián, notando la boca repentinamente seca, hubo de tragar saliva.

    - ¿Ya han decidido que van a tomar, señores?

    Julián se sobresaltó ligeramente: no había oído acercarse al metre. Pero se recompuso con rapidez:

    - Sí, la señorita tomará… - y con un ademán invitó a Berta a hablar:

    - De primero sopa de apio y manzana; y de segundo pastel de carne, por favor.

    - Yo tomaré ostras de primero y conejo de segundo.

    El metre anotó las comandas, les sirvió agua fría y marchó hacia la cocina. Los dos jóvenes guardaron silencio.

    Julián, siempre resolutivo, rompió la incomodidad del momento:

    - El señor Donaldson ha ganado el juicio contra los Scott.

    - ¿De veras? Me alegró mucho por ti, Julián. El señor Matthews estuvo muy acertado al confiarte ese caso.

    - Eres muy amable, Berta.

    De pronto, le embargó la misma extraña desazón que en el juzgado… y decidió que debía sincerarse con alguien:

    - Pero no me siento especialmente orgulloso de haber ganado... Más bien, todo lo contrario.

    - ¿Por qué dices eso? - se extrañó ella.

    - Los Scott son buenas personas que sólo reclamaban aquello que era justo, y no siento que se haya hecho justicia… tan sólo que alguien poderoso, con mi ayuda, se ha valido de los fallos del Sistema – se calló, pensativo, y Berta aguardó paciente. Entonces continuó:

    - Elegí estudiar Derecho porque, para mí, las normas lo son todo. Las malas acciones deben tener consecuencias, siempre.

    Súbitamente, con tanta claridad como si hubiese ocurrido ayer, Julián se vio a sí mismo con trece años, empujando a un aterrorizado Edgar Stick dentro de las mazmorras de la Isla de Kirrin: “¡Esta es la única manera de enseñar a gente como tú y tus padres que la maldad se paga!”

    - Pero, Julián – razonó Berta -, no es tu labor decidir si se ha hecho justicia, ni tan siquiera si tu cliente es culpable o inocente… Tu cometido es, única y exclusivamente, defenderle.

    - Lo sé... y ese es, precisamente, el problema – concluyó él con pesar.

    - Oh, Julián... – se compadeció ella, y alargó su mano derecha, como si quisiera acariciarle la mejilla... pero Julián nunca sabría si tal era su intención, pues fue interrumpida por la llegada de los platos.

    - Aquí tienen, señores. ¡Bon appetit!

    Los dos jóvenes, hambrientos, dejaron a un lado sus reflexiones y se entregaron al placer de la comida, que estaba exquisita.

    Durante la cena conversaron distendidamente acerca del bufete, de sus jefes y de sus compañeros; rememoraron anécdotas, tanto del trabajo como de su infancia, y rieron juntos. De postre pidieron una copa de vino dulce y ambos brindaron a la salud del otro.

    - ¿Sabes, Berta? - le confesó Julián -. Todavía hoy, después de meses, me sorprendo cuando te veo delante de tu máquina de escribir, con tus zapatos de tacón y tu recogido pompadour – terminó, riendo con cariño.

    - ¿No te gusta? - se preocupó ella, tocándose la cabeza.

    Julián aclaró:

    - Me encanta tu peinado, Berta. Sólo alguien con tu belleza podría lucirlo. Pero hace que me resulte aún más difícil verte como la pequeña Berta Wright.

    - Será, quizás, porque ya no lo soy – hizo notar ella con seriedad.

    - En mi corazón siempre lo serás.

    Esta vez, el silencio que quedó flotando no fue pesado, sino ligero y sedoso como una pluma. De repente Berta, sin apartar sus ojos de Julián, se llevó ambas manos al cabello… y desprendió las horquillas que lo mantenían recogido.

    Una cascada de rizos dorados se derramó sobre sus hombros y su espalda, como un marco perfecto para el hermoso cuadro que era su rostro. Semejaba una diva del Hollywood clásico, una suerte de Veronica Lake.

    - ¿Así mejor? - susurró.

    Julián, cogido completamente a traición, se había quedado mudo… cosa inaudita en él. Pensó que Berta era, sin ningún género de duda, la mujer más hermosa que había visto jamás. Se sintió subyugado, como un simple mortal que contempla a una venerable diosa.

    - Su cuenta, señor.

    El metre, por supuesto.

    Julián, no sin cierta torpeza, pagó el importe mientras un solícito camarero ayudaba a Berta a ponerse su abrigo. 

    Cuando salieron a la fría calle comprobaron que se había hecho de noche y que seguía nevando, suave pero implacablemente.

    - Te pediré un taxi – musitó Julián, todavía turbado, y le ofreció su brazo para que no resbalase en la nieve.

    En seguida vieron las luces de cruce de un black cab: Julián lo paró extendiendo su brazo libre. A continuación ayudó a Berta a subir al vehículo.

    Iba a cerrar la puerta tras ella cuando resolvió, por una vez en su vida, apartar su estricta moral y dejarse llevar: sin pedirle permiso, se inclinó y la besó en la mejilla, justo por encima de la delicada línea de su mandíbula. Después, conmocionado por su propia osadía, se irguió y dio un paso atrás.

    El rostro de Berta se había incendiado, incluidos sus labios, que se habían tornado de un rojo vivo, febril. Su azoramiento le hacía aún más hermosa, si cabe.

    Cuando finalmente el taxi partió con Berta en su interior, Julián se quedó con la mirada fija en aquel punto móvil que se alejaba, con sus pensamientos girando como un torbellino y su corazón palpitando fuerte dentro del pecho.


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