Julián se encontraba frente al espejo, sin decidirse aún por un nudo simple o uno Windsor para su corbata, cuando llamaron resueltamente a la puerta. Acto seguido, la voz de su casera llegó desde el otro lado:

    - ¿Sr. Barnard?

    - Sí, señora Brown.

    - El desayuno está listo.

    - Gracias. Enseguida bajo.

    Finalmente, se decidió por el nudo simple: aquel era un día muy importante, pero no quería pecar de exceso de etiqueta. La sencillez y la elegancia siempre iban cogidas de la mano, se dijo a sí mismo.

    Vertió un poco de agua en la jofaina y mojó el peine en ella, peinándose con sumo cuidado a continuación. Tras esto, se pasó la mano por las mejillas y el mentón, juzgando lo apurado de su afeitado de aquella mañana.

    Por fin, se dio por satisfecho, y tras una última mirada en el espejo, bajó al comedor.

    La cuadrada, y no demasiado espaciosa, estancia que era el comedor de la pensión “Melita House”, bullía de actividad: el desayuno era la hora punta de la jornada, cuando se congregaba el mayor número de huéspedes. Se trataba de una acogedora y decimonónica habitación, decorada al más puro estilo victoriano: paredes forradas con papel de flores, suelo alfombrado, candiles de llama tenue, y mobiliario regio y pasado de moda.

    La diminuta pero enérgica señora Brown, con su caminar nervioso de pequeños pasos, atendía sin perder el aliento las peticiones de sus comensales. Transportaba en sus manos sendos cuencos de gachas cuando Julián hizo su aparición, y sin detenerse un instante le prometió:

    - Enseguida estoy con usted.

    - No hay ninguna prisa -le aseguró Julián cortésmente, mientras tomaba asiento en un extremo de la mesa.

    Fiel a su palabra, la dueña de “Melita House” se materializó a su lado al momento siguiente.

    - ¿Lo de siempre, Sr. Barnard? ¿Huevos con tocino, salchicha, tomate y tostadas? También hay gachas y natillas recién hechas.

    - Suena sensacional, señora Brown… pero no, muchas gracias. Hoy sólo tomaré una taza de café.

    - ¿Hoy es el gran día, Julián? –le interpeló la dama que se encontraba sentada frente a él, al tiempo que la señora Brown se alejaba con expresión decepcionada.

    La señora Freedman - una anciana dama del Canadá, que recorría la Vieja Inglaterra junto con su sobrina nieta, la pequeña Violet- le había cobrado afecto a Julián. Por ello le tuteaba con cariño y estaba al tanto de su nuevo trabajo.

    - Así es, señora Freedman -asintió Julián.

    La anciana asintió a su vez, complacida. A su lado, Violet, que a pesar de sus trece años no aparentaba más de diez, y era extraordinariamente tímida; reunió el valor suficiente para desearle, en un susurro:

    - Qué tengas mucha suerte…

    - Gracias, Violet -le respondió Julián con amplia sonrisa.

    Violet enrojeció violentamente y, encogiéndose sobre sí misma, bajó la mirada. Aquel joven mayor, alto y apuesto, le inspiraba una gran admiración y no menos respeto.

    - No la necesita - objetó de pronto el señor Collins, desde el otro extremo de la mesa, cerrando el periódico: hasta entonces, había permanecido escondido tras el Times, leyendo y fumando su pipa-: Son ellos los que tienen suerte de tenerle a usted, Julián.

    Julián, con modestia,  inclinó levemente la cabeza en señal de gratitud, y tomó un largo sorbo de la taza de café que la señora Brown acababa de servirle. Estaba bien cargado, como a él le gustaba. Perfecto.

    No mucho después abandonaba “Melita House”, camino de Victoria Station. La cálida pensión se había convertido en su hogar los últimos meses, y sus afectuosos huéspedes en su nueva familia. Su habitación del último piso, de techo a dos aguas, era sencilla y austera, pero escrupulosamente limpia y muy luminosa. Exactamente lo que él necesitaba.

    Incluso a tan temprana hora, Victoria Station era un hervidero de gente. Se trataba de la estación de ferrocarril más concurrida después de la de Waterloo, y más que una estación semejaba una colonia de hormigas. Era la puerta de entrada de los cientos de londinenses que vivían en los suburbios, pero que trabajaban en la ciudad.

    Julián, sin embargo, se dirigió a la estación de metro: debía viajar hasta Holborn Station, en donde se congregaba el gremio de la abogacía. Justo al pie de la escalera que descendía hasta el Tubo, un muchacho vendía ejemplares del Times: Julián le compró uno antes de internarse bajo tierra.

    Al llegar al concurrido andén desplegó el periódico, mientras esperaba la llegada del tren subterráneo. Una noticia en la sección de Ciencia llamó inmediatamente su atención: 

 

    El científico francés especializado en Física Nuclear, François Dupain, honrará con su presencia al King’s College, donde tendrá lugar su conferencia…

 

    El vendaval que precedía siempre al convoy dobló las hojas del periódico, impidiendo a Julián continuar su lectura. Acto seguido, un estridente silbido anunciaba su llegada a la estación: Julián dobló el Times y lo guardó bajo el brazo. De pie y apretado entre una marea de viajeros, le fue imposible retomar el artículo. A pesar de su genuino interés, pronto lo olvidó.

    Una vez llegó a su destino, Julián emergió a la superficie. Allí, en la mismísima Holborn Street, se hallaba el bufete Evans & Baker, su nuevo trabajo.

    Se trataba de un vetusto edificio, muy estrecho, que parecía encajonado entre los otros. En su fachada de madera oscura podía leerse, en pintura dorada, el nombre del negocio. Julián sabía que el despacho de abogados Evans & Baker databa de finales del siglo pasado, y que si bien los actuales dueños no conservaban los apellidos de los originales, sí que descendían de ellos.

    Rebasó el umbral de la puerta y un tintineo de campanillas anunció su llegada. Una mujer de mediana edad, cabello gris y gafas con montura de carey, aparecía sentada frente a un escritorio atendiendo el teléfono. Julián supuso que debía ser la recepcionista del bufete. Esperó con paciente educación a que colgase el auricular.

    - Buenos días, señor, ¿en qué puedo ayudarle? - preguntó la señora al alzar la mirada. Tenía una dulce voz, acompañada de una maternal sonrisa.

    - Buenos días, soy Julián Barnard. El señor Matthews me espera – explicó él.

    - ¡Oh, usted es el nuevo letrado! - replicó la mujer, alegremente. Se puso en pie de un salto y le ofreció la mano: Julián se la estrechó gustosamente-. ¡Bienvenido! Soy la señora Bennett, Sígame, por favor, le llevaré hasta el despacho del señor Matthews.

    Solícito, Julián siguió a la buena señora hasta las escaleras. Subieron un piso, hasta la planta noble del edificio, y la señora Bennett llamó con los nudillos a una gran puerta de doble hoja. Tras recibir permiso para entrar, la mujer se asomó por el resquicio:

    - Señor Matthews, disculpe que le moleste, pero el señor Barnard ha llegado.

    - Maravilloso -fue la jovial y potente respuesta que escuchó este último-. Hágale pasar.

    La señora Bennett, sonriente, se lo indicó a Julián con un gesto. Él, despidiéndose de ella con otra sonrisa, entró en la estancia.

    El señor Matthews se levantó de su imponente escritorio para acercarse a Julián. Le palmeó la espalda a modo de saludo, y sin perder el tiempo le dijo:

    - Le presentaré ahora mismo a Wood, él le enseñará todo esto y le pondrá rápidamente al día.

    Julián fue conducido por su jefe nuevamente a las escaleras, por donde subieron hasta la cuarta y última planta. Como era de esperar, ésta carecía del esplendor y elegancia de la primera. Era diáfana y estaba repleta de cubículos de oficina. El señor Matthews serpenteó entre ellos hasta localizar el espacio de trabajo que buscaba.

    Allí, parapetado tras torres de portafolios repletos de documentos, se encontraba un joven rubio de expresión decidida. Tenía, aproximadamente, la misma edad que Julián y guardaba, curiosamente, cierto parecido físico con él.

    - Wood -tronó el señor Matthews con su potente vozarrón: el interpelado pegó un respingo, sobresaltado-. Le presentó a Julián Barnard, su nuevo compañero. Hoy se incorpora al bufete. Muéstrele su mesa, preséntele a la señorita Wright y póngale al día, ¿de acuerdo?

    - Sí, señor Matthews, por supuesto.

    - Le dejo en buenas manos -se despidió el señor Matthews de Julián, con otra fuerte palmada en la espalda.

    El jefe se marchó, dejándoles a solas. El joven Wood se puso en pie. Era de estatura media, pero de robusta constitución. Extendió su mano derecha y se presentó:

    - Soy Peter – Julián estrecho la mano que le tendía. Entonces, entrecerró los ojos y preguntó, extrañado: - Perdona, pero… ¿nos conocemos?

    - No, creo que no -negó Julián cortésmente.

    - Tu rostro me es muy familiar -insistió su nuevo colega-, como si te hubiera visto antes en alguna parte…

    Julián suspiró para sus adentros, mientras le invadía una sensación de déjà vu: había mantenido, incontables veces, conversaciones similares.

    - De niño, mi fotografía aparecía a menudo en los periódicos… -dejó caer con sencillez. El otro, en el acto, le reconoció:

    - ¡Eso es! ¡Los Cinco Famosos! -Julián asintió con la cabeza-. ¡Ayudasteis a la Policía a resolver importantes casos! Erais una pandilla de chicos detectives, ¿verdad?

    - Sólo éramos mi hermano, mi hermana, mi prima y su perro. Y creo que, como mucho, eramos famosos en el condado de Dorset -le corrigió Julián con media sonrisa-. No pretendíamos ser detectives ni nada parecido… Únicamente teníamos la mala costumbre de meternos en líos -concluyó con risueña nostalgia.

    Peter, que también sonreía al oírle, discrepó:

    - Creo que vérselas con contrabandistas, espías y toda suerte de peligrosos delincuentes y malhechores, es mucho más que “meterse en líos”. Créeme, sé de lo que hablo -los ojos de Peter brillaron con regocijo, al confesar-: yo mismo me metí también en muchos de esos “líos”, cuando era un niño.

     - ¿De veras? -preguntó Julián asombrado.

     - ¡Sí! -asintió su colega, ruborizándose de orgullo-: mi hermana Janet y yo creamos un Club Secreto junto con otros cinco amigos, dos chicas y tres chicos más: Los Siete Secretos. Nos reuníamos dentro del viejo cobertizo de mi padre, teníamos una contraseña secreta e insignias con nuestras iniciales,“S.S.”… Qué tiempos más maravillosos aquellos -terminó de recordar con un melancólico suspiro, aunque aún sonreía de oreja a oreja.

    Julián sintió un inmediato ramalazo de simpatía por el joven, y decidió en aquel mismo instante que se convertirían en buenos amigos.

    Peter, de pronto, volvió a poner los pies en la tierra y disgregó, con determinación:

    - Ven conmigo, te enseñaré todo esto.

     Así pues, Peter le mostró a Julián el que sería de ahora en adelante su lugar de trabajo: su mesa, el Archivo, la sala de reuniones… y por último, la pequeña sección de Secretaría.

    Mientras se acercaban al departamento, Peter le describía a su secretaria:

    - Te encantará la señorita Wright, es yankee… ¡pero un auténtico bombón! ¡La mujer más hermosa que he visto en toda mi vida! - una mirada de soslayo de Julián, le obligó a aclararse la garganta y a añadir, en un tono más correcto: - Es un placer tenerla con nosotros: es diligente, amable, y muy resolutiva.

    Llegaron hasta una pequeña habitación al fondo de la cuarta planta, que a Julián, en un primer vistazo alrededor, le había pasado desapercibida. El rápido y característico sonido de mecanografía se oía ya desde fuera.

    Efectivamente, su joven secretaria se encontraba sentada frente a una Olivetti. Sus delicados dedos pulsaban las teclas a gran velocidad y sus ojos no se despegaban, ni un sólo instante, de la hoja de papel. Era, tal y como había dicho abiertamente Peter, de asombrosa belleza: cabellos dorados cual rayos de sol, rojos labios cual carmín, y fina piel de marfil. Vestía de manera formal pero juvenil, y resultaba chocante su peinado pompadour, si bien le otorgaba una exquisita sensualidad.

    Peter carraspeó ligeramente y la joven levantó la mirada: tenía unos grandes ojos azul celeste.

    - Señorita Wright, este es el señor Barnard, el nuevo abogado… Julián, te presento a la señorita Wright.

    Para enorme sobresalto de Peter, y no menor desconcierto, la joven se tapó la boca con las manos, aunque ello no evitó el grito que escapó de sus labios. Por su parte, Julián la miraba boquiabierto y con los ojos redondeados como platos, mientras el corazón le cabalgaba furioso dentro del pecho.

    - ¡JULIÁN!

    - Dios mío… ¡Berta!

 

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