En Kirrin repicaban campanas de boda.

    Aquel verano de 1962 estaba siendo el más caluroso de la última década, y aquella feliz mañana de domingo no era diferente: el sol, ardiente, brillaba alto en el cielo; el aire que se respiraba era caliente y estaba completamente en calma, y el azul mar de la bahía cegaba con sus destellos a quien osara posar la mirada sobre su superficie.

    Sin embargo, los invitados a aquella boda tan largamente esperada, no parecían acusar el calor de aquel día de julio; y esperaban estoicamente a la salida de la iglesia, para recibir a los recién casados.

    Tím, terriblemente excitado tanto por el calor como por el barullo, brincaba de aquí para allá, metiéndose entre las piernas de los invitados; a punto de hacerles caer en más de una ocasión. Su rosada lengua colgaba, cual larga era, entre sus dientes; su boca se abría en un enorme sonrisa, sus orejas estaban completamente alzadas, y su cola no paraba quieta ni un segundo.

    - ¡Oh, no! ¡He vuelto a perder a Tím! -se lamentó Jorge, poniéndose de puntillas sobre sus zapatos, en un esfuerzo inútil por distinguir al perro, que se había perdido de vista entre la  alborozada multitud.

    - Tranquila, ya aparecerá -le aseguró el joven que se encontraba a su lado. Y sonriendo comentó-: Las bodas tienen el curioso efecto de volver loco a todo el mundo … y el viejo Tím no es una excepción.

    Jorge estaba a punto de exponer su opinión, sobre lo ridícula que encontraba esta afirmación, cuando las campanas de la iglesia comenzaron a repicar con fuerza bíblica: las puertas del templo se estaban abriendo nuevamente.

    En el umbral apareció una hermosa joven vestida de blanco, cuyo cabello rubio estaba atado en un recogido sencillo pero elegante. Adornaba su cabeza una corona de flores blancas silvestres, las mismas que formaban el pequeño ramo que portaba. Iba cogida del brazo de un hombre joven, alto, fuerte y de expresión resuelta.

    Jorge que, como el resto de invitados, se había acercado y rodeado la larga alfombra roja que cubría la escalinata de piedra de la pequeña iglesia de Kirrin; vio como Ana y Julián, dama de honor y padrino respectivamente, bajaban cogidos del brazo las escaleras. Entonces, por fin, precedidos por el inconfundible sonido de la marcha nupcial, desde la fría penumbra de la iglesia, hizo su aparición la pareja de recién casados.

    Una salva de vítores y aplausos, seguida de una lluvia de arroz, les recibió: ambos, riendo felices, se cubrieron la cabeza por acto reflejo; él con la gorra de su uniforme, que llevaba en la mano; y ella con su ramo de novia, idéntico al de Ana, pero más grande. Después, aún entre risas, él se caló su gorra en la cabeza y atrajo hacia sí a la novia, besándola con pasión en el pórtico del templo, para suspiro de muchas mujeres y escándalo de otras tantas.

    Jorge, ahora con Ana a su derecha cogiéndola del brazo, a punto de estallar de alegría; y Julián a su izquierda, con una gran sonrisa en los labios, rodeándole los hombros con el brazo; pensó, igual que había pensado durante la ceremonia, lo increíblemente apuesto que estaba Dick el día de su boda.

    Hacía poco tiempo que había finalizado su servicio militar en la RAF, la Real Fuerza Aérea Británica, donde había servido como piloto de aviación a la corona inglesa; por lo que vestía dicho uniforme. Había elegido una corbata marrón, a tono con su traje, que resaltaba el verde tan cálido de sus ojos. El cabello castaño oscuro, que normalmente le caía rebelde sobre la frente, estaba ahora muy corto, tal y como se exigía en el ejército.

    Jo, por su parte, no estaba menos hermosa: su blanco vestido de novia, cosido a mano por su orgullosa madre adoptiva, hacía resaltar más que nunca su piel morena. Era un modelo liso, sin adornos, exceptuando tres pequeños botones en el escote y el ribeteado del cuello; hecho con telas sencillas; pero cosido con tal exquisito cuidado y cariño, que bien podría haber sido la creación de una modista de alta costura.

    Molly Lawrence había cepillado hasta cien veces el cabello de su hija, que no había consentido dejárselo crecer ni siquiera para tan inolvidable día; antes de colocar, con dulzura maternal, la tiara con el velo cosido. Entonces había  dejado caer la tela de organdí, cubriendo así su rostro lleno de pecas.

    Ahora, sin embargo, su rostro estaba al descubierto, tras haber sido el velo retirado por Dick, en el momento en que el reverendo, habiéndoles declarado marido y mujer, le permitió besar a la novia. Y mostraba la más completa y absoluta felicidad.

    De pronto, hubo un pequeño revuelo entre un grupo de invitados, que lanzaron gritos de desconcierto al tiempo que bajaban la mirada hasta sus pies. Al instante siguiente, Tím, que se había abierto camino entre ellos, subía como una centella por la alfombra roja, y se lanzaba sobre la pareja de novios.

    De pie sobre sus patas traseras, y apoyándose en sus pechos sobre las delanteras, lamió a Dick y a Jo por turno, mientras los dos jóvenes le acariciaban el lomo y  las orejas. Después, ni corta ni perezosa, Jo se hincó de rodillas sobre el suelo, para poder abrazarse así al cuello del perro, a quien adoraba.

    - ¡Oh, Dios del Cielo, arruinará el vestido! -se oyó exclamar a la pobre Molly, al borde del desmayo. Todo aquel que la escuchó, se echó a reír alegremente.





    El jardín de tía Fanny nunca antes había estado tan concurrido: como se suele decir, no habría cabido ya ni un alfiler. Jorge sospechaba que su madre, al ofrecer “Villa Kirrin” para la celebración del banquete de bodas, no había imaginado, ni por un momento, la abultada lista de invitados que los novios tenían en mente… ni tampoco todo el jaleo que serían los preparativos de dicha celebración.

    No obstante, la buena señora, fiel a su palabra, había mantenido en pie su ofrecimiento, y capeado el temporal de pequeños imprevistos, que siempre suelen ocurrir en estos lances, con la más dulce de sus sonrisas… Ojalá pudiera decirse lo mismo de tío Quintín.

    Este último, cuyo lugar de trabajo era un despacho dentro de la propia casa, había sido en sí mismo un quebradero de cabeza más para la pobre tía Fanny: constantemente irrumpía fuera de su despacho exigiendo a gritos silencio; y quejándose de esto, de lo otro y de lo de más allá. La semana previa al enlace, tío Quintín había estado, sencillamente, imposible.

    Ahora, el padre de Jorge aparecía sentado a la cabecera de una de las larguísimas mesas de madera, dispuestas a lo ancho del jardín. Sin embargo, ya no se mostraba ceñudo ni beligerante: por el contrario, su rostro estaba relajado y sonreía abiertamente, inevitablemente contagiado del ambiente feliz y distendido de aquella jornada.

    A su izquierda se encontraba tía Fanny, muy guapa con su sombrero y vestido nuevos; y a su derecha un hombre de edad aproximada a la suya, con la misma constitución y expresión resuelta tan característica de Julián, puesto que era, de hecho, su padre. Junto a él estaba su mujer, una señora de elegante belleza y que guardaba un gran parecido físico con Ana, salvo por el cabello, que era oscuro. El resto de comensales eran familiares por rama paterna de Jorge, incluida su abuela Agnes; que también era abuela de sus tres primos Julián, Dick y Ana.

    La mesa inmediatamente siguiente, igual de larga que la anterior, estaba encabezada por Molly Lawrence, la madre adoptiva de Jo; que no podía ocultar su emoción y orgullo ante semejante día. A su lado estaba su prima, Juana, quien fuera en el pasado cocinera en “Villa Kirrin”. Los demás convidados debían ser amigos y parientes de Jo, se dijo Jorge; que reconoció entre ellos, con grata sorpresa, a sus tíos Alfredo, el tragallamas, y Anita, la mujer de este.

    Desde la mesa más alejada a sus tíos Terrence y Mary, los padres de Dick, Jorge podía escuchar los gritos y risas de los amigos del novio. Algunos de ellos eran viejos amigos del colegio, como Pierre “Hollín” Lenoir y Toby Thomas, con los que Los Cinco habían llegado a vivir sendas aventuras. Otros, amigos de la Facultad de Medicina. Y, por último, un pequeño grupo de amigos muy especial: aquellos que Los Cinco habían conocido en sus andanzas, y con los que habían mantenido el contacto.

    Se encontraba entre ellos, por supuesto, el joven Tinker Hayling, hijo de un colega de tío Quintín, con el que habían vivido dentro de un faro de su propiedad, en un lugar de la costa llamado Rocas del Diablo. En su hombro derecho estaba sentada su extravagante mascota: un monito, “Mischief”; que mordisqueaba un mendrugo de pan que sostenía entre sus diminutas manos. Los invitados sentados alrededor de Tinker, observaban boquiabiertos al monito, olvidándose incluso de comer.

    Finalmente, había una cuarta mesa, muy corta en comparación con las otras; que no discurría paralela a las anteriores, sino que las presidía: la mesa que los recién casados compartían con Julián, Ana, el novio de esta, y la propia Jorge. Y Tím, claro.

    - … y dime, Tom, ¿en qué rama del Derecho te gustaría especializarte? -preguntaba en ese instante Julián al pretendiente de su hermana pequeña.

    El joven, que parecía apenas un muchacho, enrojeció repentinamente, y su rostro se tiñó del mismo color que su cabello.

    - Es John…  Me llamo John –le corrigió casi con temor.

    - Perdona, John –se  disculpó Julián, asintiendo con la cabeza. Y le repitió la pregunta: - ¿Ya has pensado en qué te gustaría especializarte… John?

    - En Derecho internacional humanitario -confesó John, bajando con timidez su mirada al plato de rosbif, puré de patata, guarnición de guisantes y zanahorias, y salsa de coñac; que tenía delante.

    - Vaya... Esa es una elección admirable, John -le alabó Julián con sinceridad-. Ambiciosa y loable a partes iguales.

    John levantó la vista y posó sus ojos marrones sobre Julián, sorprendido pero alagado. Le sonrió abiertamente al responder:

    - Gracias, señor.

    - Por Dios, John, no me llames así… ¡Sólo soy un poco mayor que tú! -se rió Julián, divertido.

    Los demás, a excepción de Ana, no habían podido evitar soltar una carcajada también, al escuchar a Julián ser llamado “señor”. Incluso Tím había dejado escapar un sonoro ladrido, y ahora abría, cual grande era, su boca; dejando colgar su lengua entre los dientes y jadeando: parecía enteramente como si él se sumase a las risas.

    John había vuelto a bajar la mirada a su plato, ruborizándose de nuevo. Pero esta vez Ana le había cogido la mano y la había apretado, para infundirle ánimo. El joven, entonces, la miró, sonriendo avergonzado, y ella le devolvió una enorme sonrisa.

    Al plato principal del banquete, le siguió el postre: un suculento plato de fresas, de un rojo intenso, con nata fresca, elaborada artesanalmente en la granja Kirrin,

    Por fin llegó el esperado momento de cortar la tarta de bodas: un pastel blanco de tres pisos, con las tradicionales y pequeñas figuras de los novios coronando su cima; que fue transportado hasta la mesa nupcial entre Molly y Juana. Esta última entregó a los recién casados la espada para cortar la tarta: ambos la empuñaron pero fue Jo fue quien cortó el primer trozo, con emoción infantil.

    - ¡Ya sabemos quién va a llevar los pantalones! -se oyó gritar a Toby Thomas, en medio de los aplausos y hurras de los invitados. Y el resto de amigos coreó la gracia con sus risas.

    Los invitados fueron haciendo cola para recibir su porción de tarta, que los novios se encargaban de cortar y ofrecer en un plato, junto con una sonrisa y las gracias por acompañarles en tan hermoso día.

    - Mi oferta sigue en pie -le dijo el Dr Warren a Dick, arqueando las cejas con intención, cuando le llegó su turno. Éste se rió y replicó:

    - Lo siento, señor, pero mi respuesta sigue siendo la misma.

    El Dr Warren, el querido doctor del pueblo de Kirrin y gran amigo de la familia, se dirigió a Julián, Ana y Jorge:

    - El joven Dr Barnard ha rechazado mi generosa oferta de retirarme y cederle mi consulta, y ha preferido aceptar una beca en el Great Ormond Street Hospital de Londres, como médico residente.

    - ¡Y qué suerte van a tener los niños a los que él cuide! -repuso Ana con lealtad, al tiempo que sonreía a su hermano.

    Más invitaron fueron pasando y recibiendo sus respectivos platos, y deseando a los recién casados toda suerte de felicidad. Muy pronto sólo quedaron los amigos del novio, que aprovecharon el momento para, felicitaciones aparte, dedicarle a Dick toda clase de burlas:

    - Todavía echo de menos tus ronquidos y gemidos por la noche -comentó “Hollín” Lenoir, que había sido su compañero de habitación en el internado-. ¡Espero que hayas comprado tapones para los oídos, Jo!

    - Oh, es que no tengo pensado dormir mucho esta noche, querido “Hollín” -le devolvió Jo la pulla con fingida candidez, provocando las carcajadas de los demás chicos.

    - ¡Touché, madame! -se rió a su vez “Hollín”, haciendo el gesto de quitarse un sombrero imaginario ante ella.

    Cuando Toby Thomas, con su cabello rubio alborotado, su cara sonrosada y su simpática sonrisa, aceptó su plato; le dijo a Dick:

    - En cuanto regreses de tu Luna de Miel, ¡tienes que visitarme en Billycock Hill y volar conmigo, Dick! ¡Tienes que probar el nuevo caza de escolta! ¡Lo ha traído la mismísima Piper Aircraft desde Estados Unidos y va suave como la seda! -le aseguró con gran entusiasmo.

    Toby había seguido los pasos de su idolatrado primo Jeff como piloto de aviación. Y había realizado, asimismo, su entrenamiento en la base militar de Billycock Hill, donde Los Cinco habían vivido una de sus memorables aventuras.  

    Dick, que amaba volar, hasta el punto de haberse planteado, muy seriamente, aplicar a un puesto médico dentro del Ejército del Aire, al terminar el servicio militar; replicó con auténtico pesar:

    - ¡Ojalá pudiera! Pero apenas regresemos del viaje, deberé incorporarme al hospital.

    - ¡Lástima, “Barney”! Otra vez será -comentó Toby, llamándole por el apodo que, cuando niño, le habían puesto sus compañeros en St. Christopher, y que era un juego de palabras con su apellido.

    Toby reparó entonces en Jorge, que observaba con ceñuda suspicacia la flor prendida en el ojal de su chaqueta, y le dijo:

    - Es bonita, ¿eh? ¿Te gustaría olerla?

    Toby, muy dado a las bromas tontas, le había ofrecido a Jorge, en una ocasión, oler una flor similar en su chaqueta: la muchacha se había inclinado para aspirar el aroma… y recibido un pequeño chorro de agua en la cara.

    Al oírle, Jorge frunció aún más el ceño y Toby declaró, con sonrisa burlona:

    - ¡Deberías fruncir el ceño más a menudo, mi querida Jorgina! ¡No sabes cómo te embellece! -y se apresuró a esquivar el puñetazo que ésta, furiosa, le lanzaba.

    Tras cortar la tarta, llegó la hora del Baile: los novios abrieron la improvisada pista en el jardín. Jo se defendía bastante bien, resplandeciendo de pura felicidad; mientras que Dick, muy sonriente pero algo torpe, se dejaba llevar por ella. Muy pronto los invitados se emparejaron y se sumaron a los recién casados.

    Al vals nupcial le siguió el swing, y a este el rock and roll: los jóvenes se volvieron locos. Al ritmo de canciones como “Rock and roll is here to stay”, el éxito de Danny & the Juniors, o “Hound dog”, bailaron y saltaron, ebrios de diversión.

    Más tarde, en honor a la novia, una de las invitadas comenzó a tocar al violín una pegadiza melodía celta: Los Cinco, con feliz asombro, identificaron a Skippy, la mujer de Bufflo; dos de los feriantes que habían conocido en Faynights.

    Los invitados, seducidos por la alegre pieza, empezaron a dar palmas, acompañando a la violinista. De pronto, para sorpresa de todos, Jo, descalzándose y recogiéndose las faldas de su vestido, se subió a una de las mesas; y con toda naturalidad se puso a danzar sobre las puntas de sus pies. Parecía más que nunca una hermosa gitana.

    Los amigos del novio, entonces, obligaron a Dick a quitarse él también los zapatos y la chaqueta, y entre todos ellos le auparon hasta la mesa.

    - ¡Es la boda más extraordinaria que he visto en toda mi vida! -comentó un instante después “Hollín” a Jorge, mientras miraban a los recién casados bailar descalzos a lo largo del blanco mantel de lino.

    Completaban tan bucólico cuadro: Alfredo, tragando llamas ante un atónito y embelesado público, que contenía la respiración; Bufflo haciendo chasquear su látigo y realizando complicadas florituras con él; y por supuesto, Skippy con su violín.

    Los tíos de Jorge, Terrence y Mary, asistían al evento con gran desconcierto, pero se esforzaban amablemente en ocultarlo.

    Dick, con Jo entre sus brazos, daba vueltas con las mejillas encendidas y la risa en los labios. Cuando mareado tuvo que parar, su pequeña esposa le echó los brazos al cuello y le besó con desbordante entusiasmo, haciéndole perder el equilibrio: ambos fueron a dar con sus huesos en la hierba.

    La fiesta continuó hasta bien entrada la tarde.




    En el horizonte, el astro rey iniciaba su majestuoso descenso.

    Jorge, con Tím pegado a sus talones, se acercó con paso melancólico hasta la valla del jardín. Y apoyando sus brazos en ella, contempló como, poco a poco, el mar se tragaba al sol anaranjado del atardecer. El cielo de tonos rojizos estaba salpicado por jirones de nubes.

    Tím, que para gran consternación de Jorge acusaba ya su perruna edad; abrió sus fauces en un enorme bostezo, se relamió el hocico, y se ovilló en la hierba a los pies de su dueña. Estaba extenuado tras un largo día de muchas y diversas emociones; demasiadas, pensó Jorge observándole con preocupación. La joven sospechaba que aquel exceso le pasaría factura al día siguiente.

    Oyó pasos a su espalda y miró por encima de su hombro: Julián y Ana se acercaban hasta ella. Su primo le rodeó los hombros con el brazo, como solía hacer; y Ana le cogió la mano y la apretó suavemente, en un gesto de complicidad.

    - “Los Cinco contemplan juntos el atardecer”, bonito título para un libro, ¿no os parece?

    Los otros tres se giraron sobre sí mismos al escuchar la alegre voz de Dick: éste -descalzo, sin chaqueta y con el nudo de la corbata aflojado- caminaba hacia ellos sonriendo de oreja a oreja. En sus manos portaba un plato con un nuevo trozo de tarta.

    Jorge, al ver aquello, arrugó la nariz con disgusto y preguntó:

    - ¿Ni siquiera el día de tu boda puedes parar de comer? ¡Debe de ser tu tercera porción, por lo menos!

    - La cuarta, en realidad – replicó Dick con la boca llena. Jorge puso los ojos en blanco mientras Julián y Ana se reían.

    - Ha sido un día maravilloso, Dick -dijo Ana entonces, con candor-. Deseo de corazón que Jo y tú seáis muy felices juntos -su hermano, en lugar de responder, la obsequió con un beso de gratitud.

    - Sí que lo ha sido -corroboró Julián las palabras de Ana-. Y ha sido estupendo volver a reunirnos con los viejos amigos, ¡me sorprende que hayas mantenido el contacto con tantos de ellos!

    - Sí, ¡con Jock, por ejemplo! -añadió Jorge, admirada.

    Habían conocido a Jock Robins el primer verano que les permitieron ir de acampada. De hecho, eran aún tan “pequeños” que sus padres les habían impuesto la condición de ir acompañados por un adulto: el profesor Luffy.

    Pero el entrañable maestro había sido un acompañante único: despistado como él solo, les había dejado a su aire, dedicándose a sus amados insectos. Esta libertad, por supuesto, había dado pie a una apasionante aventura.

    - Oh, bueno, es que el abrazo que nos dimos el uno al otro, de puro terror, cuando vimos aquel dichoso tren fantasma, nos unió mucho -explicó Dick con una divertida mueca, haciendo reír a sus compañeros.

    - ¿Y qué me decís de los dos “Harrys”? -comentó justo después Ana-. ¡Me maravilla que hayan venido a tu boda!

    - Fue gracias a tía Fanny: ella se puso en contacto con la señora Philpot -sonrió Dick-. Se acordaban de todos nosotros, claro, y los gemelos aceptaron encantados la invitación. ¡Qué pena que ya sea imposible confundirlos!

    Los gemelos Philpot, a quienes habían conocido en la Granja Finniston, eran en realidad unos mellizos, niño y niña, asombrosamente parecidos. Se llamaban Henry y Harriet, pero ambos se hacían llamar por su diminutivo: Harry. Como, además, querían parecerse en todo, Harriet se había cortado el pelo como su hermano y vestía como un muchacho, a fin de parecer gemelos idénticos.

    Terriblemente ariscos e independientes en un principio, Los Cinco habían terminado por ganarse su amistad, y habían encontrado juntos, todos ellos, el tesoro perdido del antiguo castillo de Finniston. Y gracias a aquel increíble hallazgo, la granja, en quiebra, había sido salvada.

    Pero los años habían pasado también para los dos “Harrys”, y estos se habían convertido en un robusto y apuesto muchacho, y una joven de agradable aspecto y fuerte carácter, respectivamente; que se parecían como hermanos que eran, pero nada más.

    - Me sorprende no haber visto a Berta, sin embargo... -comentó Julián entonces, con un tono casual. En su fuero interno, se había sentido profundamente decepcionado por la ausencia de la chica americana… y él mismo había sido el primer sorprendido por tamaña desilusión.

    Dick se encogió de hombros y respondió:

    - La invité, por descontado, pero se excusó alegando que no podía faltar al trabajo.

    En realidad, a Dick no le había sorprendido ni un ápice que Berta hubiera declinado la invitación: al fin y al cabo, la novia era Jo… y la última vez que ambas se habían visto, hacia ya siete años, Jo, en un arrebato de celos, había tironeado salvajemente del pelo a la primera.

    El sol se había ocultado por completo y las primeras estrellas empezaban a lucir en el cielo crepuscular. La fiesta había terminado: la música había cesado y las aldeanas del pueblo contratadas por tía Fanny procedían a recoger los restos del banquete.

    - Ojalá pudiéramos escaparnos los Cinco juntos, aquí y ahora, a vivir una gran aventura, por última vez…  -susurró de pronto Jorge, con la voz teñida de nostalgia.

    - ...montar en nuestras viejas bicicletas, llenar nuestras cestas de sándwiches de carne y cervezas de jengibre, cargar nuestras ajadas tiendas de campaña a la espalda… -continuó Ana, mirándoles con ojos brillantes.

    - ...y recorrer millas y millas, descubriendo Páramos Misteriosos, Costas de Naufragadores y Cerros de Contrabandistas -terminó Julián con una amplia sonrisa.

    Los tres, entonces, miraron intencionadamente a Dick, esperando su granito de arena a la ensoñación. Éste les devolvió la mirada, sobresaltándose ligeramente al descubrir tres pares de ojos puestos en él, y espetó:

    - ¿Estáis locos? Es mi Noche de Bodas, ¡no pienso irme a ninguna parte!

    Julián meneó la cabeza con desaprobación al tiempo que, inevitablemente, se le escapaba la risa; Ana, ruborizada, rompió a reír; y Jorge lanzó una exagerada exclamación de asco, que provocó un nuevo redoble de carcajadas por parte de todos. Tím, que había despertado repentinamente de su letargo, ladraba alegremente, aunque no comprendiera el motivo de sus risas.

    Rieron hasta que les dolieron los costados, deseando que aquel momento no terminase nunca.


                                 

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