Los invitados, alborozados, se agolpaban en la cancela de “Villa Kirrin” para despedir a la pareja de recién casados. Junto a ésta se encontraba aparcado un fabuloso descapotable, nuevo y reluciente; el generoso regalo de bodas de los padres de Dick a su hijo.

    Dick, impaciente, tocó el claxón por segunda vez, reclamando así a su esposa. Justo entonces la multitud se apartó en dos mitades, cual Mar Rojo, para dejar pasar a Jo: ésta corría, despojada ya de su vestido de novia, con el ramo en ristre.

    - ¡Vamos, mujer! -exclamó Dick, sentado frente al volante. Él tampoco vestía ya su traje de gala.

    Los invitados rieron jocosos aquella imprecación mientras Jo se subía al coche. Una vez dentro, se arrodilló sobre su asiento e hizo ondear el ramo de flores, para que todas las jóvenes mujeres casaderas lo vieran.

    En efecto, estas últimas captaron la señal y se apiñaron en primera fila, entre gritos y risas de excitación, preparadas para luchar por aquel augurio de felicidad futura. Sólo una de ellas se mantuvo aparte, con expresión hosca… era Jorge, qué duda cabe.

    Sin embargo, Jo buscó a Jorge con la mirada y, cuando la encontró, una malévola sonrisa se dibujó en su cara. Jorge, frunciendo aún más el ceño, movió los labios sin emitir sonido alguno: “no te atrevas”; pero Jo, haciendo caso omiso a su amenaza, apuntó con cuidado y lanzó el ramo directo hacia una alarmada Jorge.

    Jorge hubo de parar el proyectil con las manos, para evitar que el ramo la golpeara, en medio de una explosión de risas y de exclamaciones consternadas. Roja de indignación, buscó a Ana y le tendió con rudeza el ramo. Su prima, en cambio, lo apretó felizmente contra su pecho.

    El coche, decorado con pequeños ramilletes de flores en las manijas de las puertas, la capota bajada, un cartel que rezaba “Recién Casados” colgado de la rueda de repuesto, y latas vacías atadas con cuerdas al parachoques trasero; rugió al arrancarlo. Acto seguido rodaba por la carretera de Kirrin, mientras los invitados les despedían entre vivas de júbilo y amplios ademanes.

    “Villa Kirrin” se perdió de vista y dejaron atrás también el pueblo y la Bahía, camino de Greyton: pasarían su Noche de Bodas en la casa de Molly, que ésta había dejado preparada para ellos.

    El firmamento se había cubierto con un manto de estrellas, privilegio de aquellos que no viven en la gran ciudad, y la luna brillaba llena sobre sus cabezas. Jo, con la mirada perdida en el cielo, apoyó su cabeza sobre el hombro de Dick, mientras él rodeaba sus delgados hombros con el brazo izquierdo, conduciendo sólo con la mano derecha.

    De repente, pequeñas gotas de agua comenzaron a caer. Dick fue a activar el mecanismo que devolvía la capota a su sitio, pero Jo se lo impidió:

    - ¡No, por favor! Deja que nos mojemos.

    - ¡Pero nos pondremos hechos una sopa!

    Dick, no obstante, le concedió aquel extravagante capricho… y muy pronto se encontraban ambos empapados. Jo levantó su rostro al cielo: ríos de lluvia corrieron por él, mientras reía de felicidad.

    - ¡Estás loca! ¿Lo sabías? -le dijo Dick, aunque él también reía.

    Cuando llegaron a su destino, la lluvia caía como una cortina de agua, los truenos retumbaban y los rayos iluminaban el cielo: una perfecta tormenta de verano.

    Dick aparcó justo delante de la casa, se bajó del coche y corrió a abrir el maletero. En una segunda carrera, con una maleta en cada mano, alcanzó la puerta y, tras abrirla, lanzó el equipaje dentro. Dio media vuelta y regresó a por Jo.

    Cuando su esposa se bajó del coche, Dick la levantó en volandas del suelo, pasando un brazo por su espalda y el otro por detrás de sus piernas; al tiempo que ella le echaba los brazos al cuello y se agarraba fuertemente a él. Y así, sin parar de reír, felices, rebasaron el umbral por primera vez como marido y mujer.

    Tras cerrar la puerta a sus espaldas, Dick encendió la luz… pero la casa permaneció a oscuras. Un par de subidas y bajadas más del interruptor le confirmó que no había electricidad.

    - ¡Vaya! Parece que la tormenta nos ha dejado sin luz…

    - No importa, ¡encenderemos velas! -resolvió Jo entusiasmada.

    Jo, entonces, le apremió para que la subiera al piso superior. Él acató sus órdenes, bromeando a costa del peso de la joven, que en realidad era más ligera que una pluma; lo que le valió un fuerte pellizco.

    Una vez en el dormitorio principal, ambos quedaron boquiabiertos: Molly había preparado una preciosa alcoba nupcial. Con sus escasos ahorros, había comprado una pequeña cama de matrimonio con dosel. Los cortinajes que colgaban de éste eran de delicado tul blanco, y debían haberle costado una fortuna. Sobre la colcha, que no tenía la más mínima arruga, reposaban mullidos cojines y sobre estos un ramo de lavandas; cuyo aroma impregnaba toda la estancia.

    - ¡Oh, Dick! ¡Es maravillosa! Qué buena ha sido Molly con nosotros… -dijo Jo, mientras acariciaba los lazos blancos que recogían las cortinas de tul en los postes de madera.

    - ¿Sería una locura encender la chimenea en pleno julio? -se preguntaba entretanto Dick, en voz alta-. Si no nos quitamos estas ropas mojadas y nos calentamos pronto, cogeremos una pulmonía.

    - No veo por qué no -replicó Jo alegremente-. Encárgate tú del fuego y yo buscaré las velas.

    Dicho y hecho, Dick se dio a la tarea de encender un pequeño fuego mientras Jo disponía cabos de vela por toda la habitación. Tras prender una mecha con el mismo fuego de la chimenea, la joven fue encendiéndolas una a una, y muy pronto el dormitorio se  iluminó con guiños de luz.

    Era una bella estampa: el fuego crepitando en el hogar, la tenue luz de las velas rompiendo la oscuridad y el lecho nupcial tan exquisitamente preparado.

    - Hemos hecho un buen trabajo -comentó Dick sonriendo, complacido-. Y ahora, vayamos a secarnos…

    Enmudeció de golpe porque sus ojos se habían posado en Jo, que se estaba desabrochando el primer botón de la blusa. Dick tragó saliva al tiempo que los latidos de su corazón se disparaban.

    Jo levantó la mirada y descubrió así que él la observaba, paralizado. Entonces, clavó sus ojos en los de él, y sin mediar palabra, fue desabrochando, muy lentamente, el resto de sus botones.

    Cuando la blusa cayó al suelo, revelando el sostén, la respiración de Dick se había convertido en un débil jadeo. Continuaba rígido, incapaz de hacer el menor movimiento; pero cuando Jo le atrajo hacía sí para besarle, reaccionó y, levantándola de nuevo en el aire, la llevó hasta la cama.

    Enfebrecidos, se desvistieron el uno al otro, sustituyendo sus ropas mojadas por el calor de su piel, maravillándose ambos de aquel primer contacto. Sus labios, que no se habían separado ni un sólo instante, recorrían ahora la piel del otro; mientras sus dedos, en caricias cada vez más osadas, exploraban sus cuerpos vírgenes.

    - Hazme tu mujer -susurró Jo en su oído.

    - Ya lo he hecho -objetó Dick en otro susurro, aunque sabía perfectamente a qué se refería ella.

    La tumbó sobre la inmaculada colcha, y la fragancia a lavanda golpeó con fuerza su olfato y su memoria: ya siempre, cada vez que percibiera aquel olor, se sentiría transportado a aquella noche única e irrepetible.

    Contempló, en un rapto de fascinación, el pequeño cuerpo de mujer que se le entregaba y gimió:

    - Dios mío… qué hermosa eres.

    Jo, por toda respuesta, lo atrajo hacía sí, hasta quedar completamente tendido sobre ella.

    - Si en algún momento te hago daño, de cualquier modo posible, debes pedirme que pare… ¿Comprendes? –susurró Dick besando sus párpados cerrados. Ella asintió con la cabeza. Ambos temblaban, de expectación y de deseo.

    Jo le clavó las uñas en la espalda, durante el primer momento de dolor, pero él apenas lo notó. Era tan grande la calidez, el placer, el amor que desbordaba todo su ser…  Sintió que era uno sólo con ella, un solo cuerpo, un solo espíritu. Por fin comprendía plenamente las palabras del reverendo. Y también comprendió que, ahora realmente sí, la había hecho su esposa.

    Perdida la razón por completo, gemía entre susurros palabras de amor en su oído, sin llegar a escuchar los suspiros con los que ella le correspondía.

    - No me pidas que pare, Jo, por favor... -le llegó a suplicar, aunque a la mañana siguiente no lo recordaría.

    La amó toda la noche, hasta que le dolió cada fibra de su cuerpo, porque no quería separarse de ella nunca más.




      Despertó cuando los primeros rayos del sol le lamieron la cara.

    Entrecerró los ojos, deslumbrado. Entonces, fue consciente de la tibieza de otro cuerpo entre sus brazos y bajó la mirada: acurrucada sobre su pecho, Jo dormía profundamente. De repente, el recuerdo de lo acontecido en la noche asaltó su mente: el corazón le dio un vuelco de la emoción. Inmensamente feliz, cerró los ojos de nuevo y volvió a caer dormido.

    La segunda vez que los abrió, el sol estaba alto en el cielo, los pájaros piaban y el característico sonido de la vida del campo llenaba el aire. Con cuidado de no despertarla, se desprendió de Jo.

    Descalzo, en camiseta interior y pantalones; bajó a la cocina. Allí descubrió, con regocijo, que Molly les había preparado otra sorpresa: una cesta con el desayuno.

    En ella había huevos de sus propias gallinas, tomates cogidos del pequeño huerto del jardín, pan hecho en el horno de leña, salchichas y tocino. Había, además, una gran variedad de bollos caseros, un tarro de mermelada y un lingote de mantequilla. A Dick, ferozmente hambriento, se le hizo la boca agua.

    Encendió los fogones, y puso a calentar la cafetera y una sartén untada con mantequilla. Mientras se freían las salchichas, cortó gruesas rebanadas de pan.

    - ¡Qué bien huele!

    La voz de Jo le hizo pegar un respingo. Dick se giró y se encontró con su joven esposa, que (para su asombro) se tapaba, única y exclusivamente, con su camisa. Le quedaba tan grande, que los faldones le llegaban hasta las rodillas; y las mangas tan largas, que le cubrían por completo las manos.

    Jo lanzó una exclamación de gozo al descubrir a su vez la cesta. Se arremangó y eligió uno de los bollos, dándole un gran mordisco. Dick, que le sonreía, le indicó que se sentara a la mesa.

    Poco después estaban devorando un delicioso desayuno, regado por sendas tazas de café bien cargadas.

    - ¡Me siento como el Conde de Montecristo! -anunció Dick, satisfecho, cuando decidió que no le cabía ni un bocado más. Y se dejó caer sobre el respaldo de su silla.

    - ¿Quién es ese conde? -preguntó Jo confusa.

    Dick se echó a reír e intentó explicarle:

    - Es una novela: en ella el protagonista se hace llamar el Conde de Montecristo, y se ve obligado a batirse en duelo con un hombre al que ha prometido no matar. Lo que quiere decir que deberá morir él… -y añadió, en voz más baja y ruborizándose-:  Por ello, la noche antes del duelo, le hace el amor a su amada… y a la mañana siguiente disfruta de un copioso festín.

    Jo le sonrió, cómplice.

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