Lo primero que percibió Jo fue el rítmico pitido de la actividad eléctrica de su corazón al

dibujarse en el monitor, que no reconoció.

    Mantuvo los ojos cerrados, sin atreverse a abrirlos. ¿Estaba muerta?, se preguntó.

    Por fin, entreabrió sus párpados y a través de la ranura ocular observó el lugar que la rodeaba. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Los recuerdos, como flashes fotográficos, se encendían y apagaban en su conciencia, deslumbrándola.

    Se llevó una mano a la nariz, tocando con extrañeza la cánula que le insuflaba oxígeno. Al

hacerlo descubrió una pinza apresando su dedo índice, de la que partía un cable.

    Entonces, oyó el ruido que producía una persona al levantarse precipitadamente y, como por arte de magia, su marido apareció a su lado.

    Dick se sentó en el borde de la cama y ocultó la mano de Jo entre las suyas, murmurando con

emoción contenida:

    - Mi amor... ¿cómo estás?

    - ¿Qué ha pasado? - musitó ella.

    - ¿Qué es lo último que recuerdas?

    Ella frunció el ceño, esforzándose por hacer memoria...

    - ¡Oh, Dios mío! - gimió, e intentó levantarse de la cama -. ¡Los bebés! ¿Dónde están los

bebés?

    - Están bien, están en el Nido – la calmó Dick, obligándola a tumbarse de nuevo -. Eres tú quien debe preocuparte: has estado muy, muy grave, Jo... Creí que te había perdido por segunda vez - tragó saliva, la detonación de un disparo resonando en el pasado...

    Dick espantó aquel traumático recuerdo, que tanto tiempo después seguía provocándole pesadillas. Sonrió cariñosamente al añadir:

    - Por suerte para los dos, tienes más vidas que un gato.




    Mary-Lou, ataviada ya con su ropa de calle y su bolso, espiaba discretamente al joven

matrimonio. Su corazón se rompió por última vez al ver como él, en una perfecta mezcla de

pasión y dulzura, la besaba en los labios. Giró sobre sus tacones y se alejó, procurando no ser

vista.

    Estaba exhausta, de cuerpo y mente, más allá de lo que nadie podría concebir jamás... pero

muy orgullosa de sí misma: había superado con creces aquella durísima prueba divina. Ahora, lo

único que deseaba era llegar a casa, darse una ducha caliente, beber una taza de cacao y dormir hasta el día siguiente.

    Bajaba los peldaños de la escalinata principal, rumbo a la calle, cuando escuchó aquella voz

que tanto amaba, llamándola:

    - Mary-Lou.

    La joven, con un doloroso vuelco del corazón, se paró en seco.

    Bajo el umbral de la entrada, con el cabello despeinado, la cara sucia y vestido con uniforme

militar, estaba él. Con lentitud, avanzó y descendió hasta el peldaño donde ella se había

detenido.

    Se miraron en intenso silencio un largo instante... durante el cual se dijeron, el uno al otro,

todo aquello que no podían decirse en voz alta. El maltrecho corazón de Mary-Lou se sintió

sanar al comprender que, en cierto modo, él también la había amado.

    De pronto, él la abrazó fuertemente contra sí: ella, dejando escapar un pequeño gemido, se

abandonó entre sus brazos.

    - Gracias... gracias por todo, amiga mía. Nunca lo olvidaré – susurró Dick en su oído, su cálido

aliento acariciándola.

   Los ojos de Mary-Lou se cuajaron de lágrimas, bebiendo de aquel momento con toda su alma.

    Muy despacio, Dick la soltó y volvió a mirarla, posando su mano derecha en la mejilla

izquierda de ella: Mary-Lou cerró los ojos y dejó reposar su cara. Después, abriéndolos, le besó la palma en un inconfundible gesto de amor.

    Luego, tras un último adiós con la mirada, ambos siguieron sus respectivos caminos.




    Cuando Julián regresó de su encuentro con el Sargento Ashton, que había tenido lugar en la habitación del hospital del Profesor Dupain, halló a Berta aún sentada en el vestíbulo. Había pasado, igual que él, una noche en vela repleta de fuertes emociones, y sin embargo allí estaba, esperándole.

    La joven presentaba un aspecto desarreglado bien distinto del habitual, y dos oscuras sombras bajo los ojos afeaban su rostro tallado en marfil; pero a Julián, henchido de adoración, nunca le había parecido tan hermosa.

    Sabía que no se encontraba en plenas facultades para tomar semejante decisión, y que no eran el lugar ni el momento idóneos. Además, acababa de renunciar a su empleo y no tenía un anillo que ofrecer para pedir su mano. Aunque nada de eso importaba, pensó mientras hincaba una rodilla en el suelo, porque sabía que quería pasar con ella el resto de sus días. 




  Jo, para alegría de todos, se recuperó sorprendentemente rápido. Había sido una superviviente desde su niñez y era como un ave fénix: siempre resurgía de sus cenizas. Muy pronto fue trasladada a una habitación, y con ella los bebés.

    Era curioso que, a pesar de haber compartido el vientre materno, los recién nacidos mostraban temperamentos muy dispares: el niño, que había sido el primero en nacer, era inquieto y se irritaba con facilidad; haciendo gala de unos excelentes pulmones. La niña, por contra, era tranquila y solía sonreír en sueños.

    Los ingleses tenían por costumbre esperar al bautizo para poner nombre a sus hijos; pero Dick, que era un hombre de ciencia médica, no era supersticioso.

    - Me gustaría ponerle Terrence, como mi padre – dijo un día, mientras contemplaba a su hijo dormido en la cuna.

    - ¿Terrence? - repitió Jo, arrugando su nariz respingona.

    - Podríamos llamarle Terry – se apresuró a proponer Dick, y Jo se quedó pensativa.

    - De acuerdo – aceptó finalmente, pero añadió: - Lo justo, entonces, es que yo elija el de la niña.

    - Es lo justo, sí – le concedió él, sonriente.

    - Me gustaría que llevase el nombre de mi madre – confesó Jo.

    - ¿Molly?

    Para su sorpresa, Jo negó con la cabeza y aclaró:

    - No, me refería a mi primera madre.

    - Oh – fue lo único que dijo Dick: cayó de pronto en la cuenta de que apenas sabía nada de la madre biológica de Jo, ni tan siquiera su nombre.

    - Se llamaba Jamie – dijo Jo como si le hubiese leído el pensamiento.

    - Pero ese es un nombre de chico – adujo él.

    - Sólo sé que era una mujer y que la llamaban Jamie – expuso Jo encogiendo sus delgados hombros, y ahora fue Dick quien quedó pensativo.

    - Es probable que fuera un diminutivo de Jemima – dedujo por fin. Después, como si paladease las palabras, pronunció: - Terrence y Jemima… Terry y Jamie - sí, le gustaba como sonaba, decidió.

    Ambos jóvenes, en un acuerdo tácito y silencioso, se miraron y se sonrieron ampliamente entre ellos.

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