Los primeros rayos del alba despuntaban en el horizonte, tiñendo de dorado el skyline del Parlamento y el Big Ben, cuando el Havilland sobrevoló la ciudad de Londres; aunque sólo Dick, luchando por mantener los ojos abiertos, pudo disfrutar de la hermosa postal. Todos los demás, a excepción del viejo Tím, se encontraban profundamente dormidos.

    El perro se acercó a la cabina de pilotaje y lamió con afecto a Dick y a Julián: este último, con la cabeza caída sobre el pecho, se despertó dando un respingo. Tras restregarse los ojos con las palmas para espabilarse, se inclinó para mirar por la ventanilla lateral.

    - ¡Cielos! - se sobresaltó, pues no imaginaba que estuviesen volando tan bajo. La cúpula de la Catedral de St Paul se veía peligrosamente cerca.

    - Ya casi estamos – comentó Dick con toda tranquilidad.

    - ¿Dónde piensas aterrizar? - le preguntó Julián, cada vez más alarmado: lenta pero inexorablemente, el aeroplano seguía perdiendo altura.

    - En el Hospital de Great Ormond Street.

    - ¿CÓMO DICES?

    - Tiene un helipuerto en el tejado – explicó su hermano menor, impasible.

    - ¡Esto no es un helicóptero! - replicó Julián muy alterado -. ¡Necesitas una pista de aterrizaje! ¡Nos vamos a matar!

    Mas no había vuelta atrás: la extensa construcción de ladrillo rojo que formaba el Hospital de Great Ormond Street se había materializado ante ellos y Dick, haciendo caso omiso de sus advertencias, había iniciado la toma de tierra.

    Las ruedas del tren de aterrizaje golpearon la cancha del helipuerto con tal fuerza, que los cuatro adultos que dormían en la bodega casi tocan el techo con sus cabezas.




    Se acabó, pensó el Dr Holland mientras se quitaba los guantes, ensangrentados. Miró el reloj de pared para saber la hora exacta, que era requisito legal para el posterior informe. Mary-Lou,  mientras tanto, contaba las gasas y el instrumental quirúrgico utilizado en la intervención.

    De pronto, toda la estructura del edificio se estremeció, como si le hubiese caído encima un obus.




    - ¡FRENA, FRENA! - le gritaba Julián fuera de sí, con las manos aferradas como garras a los apoyabrazos y el cuerpo aplastado contra el asiento por la inercia. La aeronave seguía rodando, imparable, y el tejado estaba a punto de acabarse: acabaría precipitándose por el borde.

    Dick, chirriando los dientes y con los músculos aullando de dolor, tiraba de los “cuernos” con toda la fuerza humanamente posible. Accionó el timón para girar la nave sobre sí misma, evitando, por muy poco, que cayese al vacío.

    El brusco cambio de dirección consiguió frenar por completo la máquina, que se escoró sobre su lado izquierdo: Jorge, Ana, Toby, el Profesor Dupain y Tím, que no iban sujetos, rodaron entre gritos y cayeron, unos sobre otros, contra la pared.




    Un equipo médico, encabezado por el Dr Diggory, subía atropelladamente al tejado del hospital, donde parecía haberse estrellado un avión del Ejército.

    Cuando por fin alcanzaron la azotea confirmaron que, en efecto, un aeroplano había colisionado. Había virado sobre su eje y aparecía caído sobre un lado. Un rastro de rueda quemada precedía al humo de los motores.

    Convencidos de que, tristemente, no habría supervivientes en tan aparatoso accidente, se llevaron una gran sorpresa al ver que, al mismo tiempo, tanto la puerta del piloto como la escotilla de la bodega se abrían.

    Dick, de un salto, y Julián bajaron por su propio pie mientras los demás eran ayudados, uno a uno, por el equipo de rescate. Toby, a todas luces malherido, fue de inmediato evacuado en una camilla.

    Entonces, súbitamente, y a pesar de su extravagante vestimenta militar, el Dr Diggory reconoció a Dick, que estaba relatando lo acontecido a Toby.

    - ¡USTED! - exclamó con indignación, señalándole acusadoramente con el dedo -. ¡Desde el primer día supe que traería problemas, Barnard! ¿Cómo se atreve a hacer aterrizar un avión de combate en nuestro helipuerto? ¡Le abriré un expediente! ¡Le…!

    - ¡DÉJEME EN PAZ! - cortó Dick su amenazante discurso, dándose repentinamente la vuelta.

    El Dr Diggory, en primera instancia, enmudeció, sorprendido por el inesperado exabrupto. Segundos después enrojecía de ira y proclamaba:

    - ¡ESTÁ DESPEDIDO, BARNARD!

    Dick, que de nuevo le daba la espalda y se alejaba con el equipo de rescate, no se molestó en mirarle, ni tan siquiera en contestar: simplemente levantó el dedo corazón de su mano derecha, dejando bien claro lo que opinaba al respecto.

    Fueron conducidos a través de la puerta del tejado al interior del edificio. El Profesor Dupain, al igual que Toby momentos antes, fue separado del grupo para su ingreso hospitalario: la salud, tanto física como mental, del científico francés estaba gravemente deteriorada y necesitaría atención médica. 

    Bajaban por las escaleras, con la intención de llegar al vestíbulo principal, cuando Julián fue interceptado por una figura femenina, que se abrazó a él como un hombre al agua a un salvavidas:

    - ¡JULIÁN!

    Berta, con su elegante conjunto estilo Chanel sucio y arrugado, y el cabello revuelto como un almiar, rompió desesperadamente a llorar sobre Julián.

    - ¡Berta! - exclamó él, desconcertado por completo -. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está Jo? - y Berta, entre hipidos, comenzó a narrar sin orden ni concierto:

    - Los bebés llegaron antes de tiempo… y Jo gritaba y gritaba, pero la comadrona no quería darle nada para el dolor… ¡Oh, Señor, si supieras cómo gritaba, Julián! Entonces la comadrona me dijo que fuese a por una taza de té, que ella velaría por Jo… y cuando volví había gente corriendo por los pasillos, gritando “Código Rojo” y…

    - ¿Qué es un Código Rojo? - la interrumpió Julián, aturdido por la avalancha de palabras, pero Berta, una vez más, había roto a llorar.

    Julián, Jorge y Ana, al unísono, desviaron sus preocupadas miradas hacia Dick, que tenía el rostro desencajado.

    - ¿Qué es un Código Rojo, Dick? - le preguntó su hermana, posando con suavidad una mano en su hombro; pero él parecía conmocionado hasta la catatonia.

    Finalmente Dick despegó sus labios, que habían adquirido la tonalidad de un cadáver, y murmuró:

    - Emergencia Vital.

    - Dick…

    Alguien había pronunciado su nombre, que quedó flotando en el horrorizado silencio: los cuatro primos contemplaron a la enfermera que, como una aparición, se había plantado delante de ellos.

    Mary-Lou, aún vestida con las prendas de quirófano, salpicadas de manchas de sangre, anunció como enviada por el mismo Dios:

    - La vida de Josephine está fuera de peligro. Se recuperará.

    Dick gimió de alivio e hizo amago de echar a correr, pero ella le retuvo por el brazo:

    - Está en la Unidad de Cuidados Intensivos, Dick; estable pero sedada. Será mejor que esperes para ir a verla. Sin embargo, lo que sí puedo hacer es acompañarte al Nido.

    - ¿Qué? - farfulló Dick estúpidamente, y la miró como un boxeador que acaba de recibir un uppercut.

    - Tienes un hijo y una hija, Dick. Están fuertes y sanos. Te acompañaré al Nido para que puedas conocerlos – repitió su ofrecimiento y, a continuación, le cogió de la mano con ternura.

    Dick se dejó llevar por Mary-Lou como un niño por su madre, en tanto que los otros, perplejos, les seguían con la vista. 

    No tuvieron ocasión de procesar todo lo ocurrido en escasos minutos, ya que otra voz desconocida les hizo brincar:

    - ¿ESO ES UN PERRO?

    Una vieja enfermera, mitad furiosa, mitad incrédula, apuntaba a Tím con un dedo curvado por la artrosis. Jorge, mascullando una excusa, se apresuró a llevarse al perro a la calle.

    Entonces, Julián recordó algo de suma importancia:

    - ¡Casi lo olvido! – y se desprendió de los brazos de Berta, diciendo:

    - Esperadme aquí, Ana y tú. Vuelvo enseguida.

    Se acercó al control de las enfermeras y preguntó a la joven detrás del mostrador:

    - Disculpe, señorita: ¿hay algún teléfono por aquí cerca?

    - Sí, ahí mismo, señor – respondió, indicándole la pared a su izquierda. Julián le dio las gracias y se aproximó allí.

    Tras descolgar el auricular, hizo correr la rueda de marcación numérica y fue atendido casi al instante:

    - ¿Operadora? Con el Sargento Ashton de Scotland Yard, por favor – solicitó, y esperó pacientemente al otro lado de la línea. Una voz masculina y lacónica aceptó la llamada a cobro revertido:

    - Aquí el Sargento Ashton, ¿quién es?

    - Buenos días, Sargento: soy Julián Barnard, ¿se acuerda de mí? El chico que jugaba a los detectives.




    La niña dormía con placidez angelical. El niño, en cambio, lloraba lleno de enfado.

    Mary-Lou tomó a la indignada criatura y la depositó en los brazos del padre, que abrió los ojos desmesuradamente.

    El niño, al sentir el calor y la contención de los brazos paternos, relajó su carita y su cuerpecito inquieto. Movió su diminuta boca, en una inequívoca mueca de búsqueda de alimento, y el padre acercó un dedo a sus labios: el niño lo atrapó y succionó con fuerza, los puñitos cerrados en una muestra de placer.

    La boca del padre, conmovido hasta lo indecible, tembló… Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla derecha y Mary-Lou, con infinita delicadeza, la recogió con su dedo índice.


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