Sus palabras fueron acogidas con un prolongado, y sobresaltado, silencio.

    - Julián, ¿qué vamos a hacer ahora? - preguntó Ana finalmente. Aunque ya era una mujer adulta, seguía teniendo una fe inquebrantable en su hermano mayor.

    Pero Julián, por una vez, no supo qué decir.

    - Maldita sea… - murmuró para sí. Luego, razonó con desazón:

    - No parece posible escapar en ninguno de estos aviones, si llevan aquí desde la Guerra… Es probable que ni siquiera arranquen motores, y eso suponiendo que tengan combustible.

    - Puede que aún se utilicen en exhibiciones aéreas y estén puestos a punto – opinó Dick con optimismo -. No perdemos nada por comprobarlo – y a falta de una solución mejor, Julián aceptó su idea.

    Estaban esperando en la penumbra, mientras Dick, a tientas, inspeccionaba las aeronaves, cuando se llevaron el susto de sus vidas.

    Con un ruidoso fogonazo, potentes focos se iluminaron por todo el recinto sin previo aviso, cegándoles dolorosamente. No habían salido de su asombro cuando una voz ladró:

    - ¡Todos quietos!




    La comadrona había estado acertada con su recomendación, hubo de admitir Berta, a quien solía exasperar la británica creencia de que una simple taza de té obraba milagros.

    Regresaba a la habitación de Jo cuando una enfermera, a todo correr, la rebasó.

    Berta la siguió con la mirada, perpleja, hasta que la perdió de vista al doblar la esquina del Ala Norte. Entonces, con una creciente sensación de alarma, ella también corrió lo más deprisa que le permitían sus tacones stiletto.




    Julián, que sostenía a un desfallecido Toby con un brazo y se protegía de la cegadora luminosidad con el otro, vislumbró a uno de los mercenarios encañonándoles con un fusil de asalto.

    - Las manos donde yo pueda verlas – les ordenó el desconocido.

    - Haced lo que os dice – mandó Julián a sus compañeros, rígido de tensión pero sin perder la compostura.

    Con cuidado, depositó a Toby en el suelo y después alzó ambos brazos, mostrando las palmas, por encima de la cabeza. Ana, temblando desde la coronilla hasta los dedos de los pies, y el Profesor Dupain le imitaron.

    - Tú también – gruñó el individuo a Jorge, señalándola con el arma.

    - Si lo hago, el perro saltará sobre usted y le hará pedazos – le advirtió ella, que agarraba tan fuerte el collar de Tím que los nudillos se le habían puesto blancos: le horrorizaba que, al menor movimiento del perro, el hombre disparase contra él. Tím, por su parte, tenía todo el vello del cuerpo erizado y enseñaba su magnífica hilera de dientes, su gruñido continuo semejando un trueno lejano.

     De pronto, el hombre pegó un respingo, su cara expresando la mayor de las sorpresas.

    - Suelta el arma.

    Tardaron un segundo en reconocer el timbre de voz de Dick.

    Se había acercado con sigilo por la espalda y amenazaba al individuo con su propia arma, aquella que había sustraído del uniforme del primer mercenario, el que Tím había hecho caer.

    - He dicho que sueltes el arma – repitió Dick con la misma entonación fría, tan impropia de él. El hombre pareció dudar pero no bajó el fusil -. Suelta el arma – ordenó por tercera vez, presionando el cañón de su pistola contra las vértebras - … o te atravieso de lado a lado – concluyó con brutalidad: el hombre, ahora sí, lo bajó.

    - Dick, por favor, no hagas ninguna tontería – intervino Julián, asustado.

    - Cállate, Julián – masculló Dick entre dientes, y continuó exigiendo: - Ahora, muy despacio, déjala en el suelo.

    El individuo, con extrema lentitud, hizo lo que se le ordenaba.

    Dick rodeó al hombre, mirándolo fijamente y teniéndole a tiro en todo momento, y de una vigorosa patada lanzó el fusil hasta los pies de Julián: su hermano se agachó y lo recogió.

    - Profesor Dupain – llamó Dick al científico, que se posicionó a su lado. Después le encargó: - Compruebe que está desarmado.

    El individuo entrelazó sus manos detrás de la nuca mientras el Profesor palpaba sus brazos, tronco y piernas en busca de más armas de fuego o cortantes.

    - Nada – verificó el francés tras un minucioso registro.

    - Bien – se complació Dick y, exhalando un suspiro de alivio, dejó caer la mano que sostenía la pistola.

    Julián, viendo que su hermano había recobrado la cordura, le interpeló duramente:

    - ¿Es que has perdido la cabeza?

    Una sonrisa burlona floreció en los labios de Dick: durante un instante, recordó vivamente al pícaro muchacho que había sido. Metió la mano en su bolsillo y le mostró a Julián el cargador que, en todo momento, había estado separado de la pistola.

    - Grandísimo hijo de… - empezó el hombre, enrojeciendo de ira.

    - Cuidado con lo que dices, amigo – le cortó Dick, introduciendo el cargador en su sitio y apuntándole de nuevo, esta vez con el arma cargada.

    Julián, entonces, habló al desconocido con calmada autoridad:

    - Irás delante de nosotros y nos abrirás las puertas del hangar. Si intentas algún truco lo lamentarás – y con un gesto le indicó que se pusiera en marcha.




    - ¡Código Rojo, tenemos un Código Rojo!

    - ¿Está preparado el quirófano?

    - ¡Que alguien llame al Banco de Sangre! ¡Necesitamos varias unidades de cero negativo!

    - A la de tres la pasamos en bloque a la camilla: uno, dos… ¡tres!

    Mary-Lou, en la cabecera de la cama, no dejó de insuflar aire con el resucitador manual ni siquiera cuando, todos a una, la movieron; ni tampoco cuando empujaron la camilla fuera de la habitación.

    Ya habían salido al pasillo cuando Mary-Lou escuchó su nombre:

    - ¡Srta Lovett! - miró por encima de su hombro y vio a la Srta Wrigth, lívida -.  ¿Qué está ocurriendo, Srta Lovett?

    Pero Mary-Lou no tenía tiempo ni disposición para atenderla.

    - Está sangrando: hay que intervenirla – le explicó sucintamente. La Srta Wright dejó escapar un sonido estrangulado y Mary-Lou añadió con fingida certeza: - Todo irá bien, se lo prometo.

    Hubo de dejar atrás a la Srta Wright, que había corrido junto a ella, al traspasar las puertas plomadas del bloque quirúrgico.

    - ¡Más deprisa! ¡Se va a parar! - urgió el Dr Holland, el cirujano obstetra de guardia, al pelotón que conducía la camilla a marchas forzadas; y se situó de manera que pudiera comenzar a reanimarla en caso de necesidad.



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