- ¿Cómo vamos a sacar a Toby de aquí? Apenas puede tenerse en pie – observó Jorge con preocupación.

    - Cargaremos con él – resolvió Julián, que era un hombre joven, alto y fuerte.

    - ¿Durante más de una milla?

    Julián calló: Jorge estaba en lo cierto. Parecía inviable que pudieran transportar a Toby, malherido y semiconsciente, semejante distancia.

    - Salgamos por el aeródromo – propuso Dick súbitamente -. Evacuaremos a Toby en una de las aeronaves.

    - ¿Y quién va a pilotarla, tú? - replicó Julián con sorna.

    - Precisamente – fue la sorprendente respuesta de Dick, envalentonado -. ¡Puedo hacerlo! He hecho prácticas de vuelo hace muy poco.

    Julián frunció el ceño, pensativo. No sabía si aquella idea era una genialidad o una rematada locura. Como si él también tuviera algo que decir, Toby, en su letargo, lanzó un débil gemido.

    - Está bien, escaparemos por el hangar – se decidió por fin, y añadió dirigiéndose a su hermano: - Espero que sepas lo que haces.

    Con toda la delicadeza de la que fueron capaces, entre todos pusieron en pie a Toby, que gimió de nuevo. Después Julián y Dick, uno a cada lado, lo cargaron sobre sus respectivos hombros como si fuese un fardo.

    - Profesor, ¿conoce la manera de llegar al nivel superior, donde está el aeródromo? - le preguntó Julián, confiando en que así fuera.

    - Sí, estamos muy cerca.

    - Estupendo – repuso Julián, y a continuación dispuso el orden de la huida:

    - Jorge, tú irás la primera con Tím. Él nos alertará con antelación de cualquier peligro – y el perro dio un ladrido seco, reafirmando sus palabras -. Ana, tú y el Profesor Dupain les seguiréis. Dick, Toby y yo seremos los últimos. Vamos.




    - Debería marcharse a casa y descansar – aconsejó Mary-Lou a Berta con amabilidad, pues la joven parecía a punto del colapso por agotamiento. Pero ella negó con la cabeza, aludiendo:

    - No, debo quedarme con Jo hasta que Dick regrese – el corazón de Mary-Lou, solo con oír su nombre, se aceleró de amor y de aflicción -. Le prometí que cuidaría de ella.

    Mary-Lou asintió, compartiendo su actitud: para un inglés no había nada más sagrado que una promesa, ni nada más deshonroso que romperla. Sin embargo, le recomendó:

    - Vaya a tomarse una taza de té, la necesita. Yo no me separaré de Josephine hasta que vuelva. Le doy mi palabra de honor.




    No habían avanzado ni diez pasos cuando Tím, con el pelo del cuello erizado y gruñendo sordamente, se paró en posición de ataque.

    - Alguien se acerca - interpretó Jorge -. ¡Hay que esconderse!

    - ¡Por aquí! - les indicó el Profesor Dupain, que había entornado una puerta y con un ademán les invitaba a pasar: con premura, todos se internaron por ella.

    Fueron a parar a una estancia inesperadamente grande y diáfana, a excepción de un extraño cilindro acerado en el centro del que emanaba una tenue luz azulada. Emitía una especie de quejido continuo.

    De pronto, la estructura cilíndrica empezó a zimbrar… La vibración se transmitió por el suelo hasta sus pies y de ahí al resto de sus cuerpos, que temblaron como si tuviesen un motor interno.

    - ¿Qué está pasando? - gimió Ana, muy asustada.

    “Varias personas afirman haber oído por las noches, en las inmediaciones del hangar, ruidos extraños. También haber sentido temblores bajo sus pies, como pequeños terremotos...”

    Tan repentinamente como se había iniciado, el temblor cesó.

    - El fruto de mi investigación – musitó el Profesor Dupain con infinito pesar.




    Así que aquella joven, apenas una muchacha, era ella; reflexionó Mary-Lou contemplándola en silencio, como disociada de sí misma. El fantasma a quien había idealizado y convertido en su Rebecca particular. La diosa contra la que no podía rivalizar. La mujer a la que él realmente amaba.

    Pero, ¡cuán diferente era del personaje que había creado en su imaginación! Tan morena y menuda, tan provinciana, tan… real. Con sus ojos de largas pestañas negras cerrados, la rizada cabeza y su cara pecosa, casi parecía una niña. Su mano, pequeña y delgada, descansaba sobre su seno y se mecía al compás de su respiración irregular…

    Mary-Lou, captando este detalle, se aproximó a ella: sí, respiraba con cierta dificultad. Le contó las pulsaciones y, tras constatar que estaba taquicárdica, le midió la presión sanguínea con la ayuda de un manómetro y un fonendoscopio: estaba excesivamente baja, incluso para una puérpera. Repitió la medición, para asegurarse… y resultó más baja aún que la anterior.

    La tensión arterial estaba cayendo, comprendió Mary-Lou alarmada. Estaba perdiendo sangre internamente… se estaba “chocando”. Tenía que activar el código rojo de inmediato.

    Pero... no lo hizo.

    En su lugar se mantuvo quieta, viendo como, poco a poco, el rostro de su joven paciente iba drenando su color… Su mano resbaló, lánguida, desde el pecho hasta el costado; y su cabeza cayó sobre el hombro, como un títere al que le han cortado los hilos.

    Mary-Lou seguía inmóvil, su mente volando muy lejos de su cuerpo…

    En su ensoñación le vio como a un joven viudo, aturdido por la inesperada muerte de su esposa… y se vio a sí misma ofreciéndole consuelo, sosteniéndole en su dolor, ayudándole con el cuidado de sus hijos. Él pasaría por un largo e inevitable proceso de duelo… pero ella le esperaría. Estaría a su lado, siempre. Y, finalmente, cuando su corazón hubiese sanado y estuviera listo para abrirse de nuevo al amor…

    De repente, Jo movió los labios para formar una palabra.

    - Dick… - gimió sin apenas voz, y a través de sus párpados cerrados dos gruesas lágrimas se escaparon y rodaron por sendas mejillas.

    Igual que un jarrón de cristal estampado contra una pared, la ensoñación de Mary-Lou explotó en mil añicos.

    Sencillamente horrorizada por la tragedia que había estado dispuesta a provocar, dejándose llevar por su deseo más inconfesable, salió al pasillo y gritó a pleno pulmón:

    - ¡CÓDIGO ROJO!




    - Todo despejado – les comunicó Jorge tras otear el pasillo por la pequeña ranura que había abierto. Se deslizó fuera con Tím pegado a sus talones, encabezando una vez más el grupo de fugitivos.

    El Profesor Dupain les condujo hasta el final del corredor, donde les esperaba un viejo montacargas. Abrió las puertas y fueron entrando, apretujados como sardinas en lata. Cuando estuvieron todos el científico las cerró, pulsó el botón y el elevador se puso en funcionamiento con una sacudida.

    La subida a la superficie – pesada y lenta, en constante traqueteo – les pareció una eternidad. Estaban muy incómodos y les angustiaba la posibilidad de quedarse atrapados. Ana, que sufría de claustrofobia, lo pasó especialmente mal.

    Por fin el montacargas se detuvo tan abruptamente como había arrancado, y el Profesor Dupain corrió de nuevo las puertas: casi cayeron unos encima de otros en su ansiedad por abandonar el habitáculo.

    Miraron en rededor, desconcertados al no reconocer la gigantesca nave en la que se encontraban. Sin embargo, tenía que ser el aeródromo de Billycock Hill, pues en la semi oscuridad se distinguían las siluetas de los aviones.

    Pero había algo que no encajaba… algo que podían percibir, de manera intangible, aunque no supieran qué. Dick, el más intuitivo de todos ellos, fue el primero en darse cuenta.

    - Este no es el hangar… al menos, no el que nosotros conocemos – murmuró señalando las aeronaves: eran modelos demasiado antiguos, obsoletos -. Es el original, el que se construyó y utilizó durante la Guerra. No podemos pedir ayuda a la Base... No estamos en ella.

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