Julián avanzó un par de pasos y el hombre, de forma instintiva, retrocedió otros dos.

    - ¿Es usted… el Profesor François Dupain?

    El hombre abrió desmesuradamente sus ojos y volvió a preguntar, esta vez en inglés:

    - ¿Quiénes sois?

    Julián abrió la boca para responder pero un gemido desvió su atención: la figura del camastro se removía inquieta. Se acercó de inmediato a ella, deseando con toda su alma que fuese Toby.

    Lo era.

    Estaba dormido pero se agitaba sobre el lecho, en lo que parecía un estado febril. Se encontraba empapado en sudor y tenía el rostro arrebolado. Dick, que se había aproximado también, le puso una mano sobre la frente y declaró:

    - Santo Cielo… está ardiendo.

    De repente, los párpados de Toby se abrieron con pesadez. Enfocó con evidente esfuerzo la vista en Dick y, cuando le reconoció, sus ojos se cuajaron en lágrimas.

    - Barney… ¿eres tú? - preguntó con un hilo de voz, y dejó escapar un sonido a medio camino entre una risa y un sollozo.

    - Sí, soy yo.

    - Y Ju… - continuó Toby, mientras las lágrimas corrían como ríos por sus mejillas, de puro alivio. Miró más allá de ellos y descubrió a Ana y a Jorge, que aún mantenía sujeto a Tím por el collar, maravillándose:

    - ¡Estáis Los Cinco!

    - Sí, y hemos venido a rescatarte – le aseguró Julián.

    Dick, mientras tanto, le estaba tomando el pulso, que notó alarmantemente débil pero rápido bajo sus dedos. Le despojó de la áspera manta que le cubría y, al hacerlo, ahogó una exclamación horrorizada.

    Toby tenía un disparo en la pierna izquierda, a la altura del muslo.

    - Dios mío, Toby… ¿quién te ha hecho esto?

    - Me habían sacado al exterior por el pasadizo, como cada día al anochecer – intervino una voz con acento francés a su espalda: tanto Julián como Dick, que prácticamente se habían olvidado del científico, se giraron -. Él estaba allí… Echó a correr y ellos le dispararon. Después le encerraron conmigo.

    - ¿Y nadie en los alrededores escuchó el disparo? - cuestionó Julián, sin pasar por alto aquel detalle.

    - Utilizan fusiles con silenciador, y esa colina está deshabitada de todos modos.

    Dick inspeccionó con suma delicadeza la herida de bala de su amigo: el próyectil aún no había sido extraído y había provocado una infección, de ahí la fiebre. La piel estaba caliente al tacto y endurecida.

    - Ana, ven – llamó a su hermana, que corrió hacia él, y le encargó que se quedase con Toby, a quien cogió con dulzura de la mano. Jorge permanecía en el umbral de la puerta con Tím, vigilante.

    Dick llevó aparte a Julián y le reveló en voz baja:

    - Está muy grave. Necesita antibióticos y una transfusión de sangre. Si no actuamos deprisa perderá la pierna… en el mejor de los casos.

    Julián estaba asimilando en silencio aquella terrible información cuando Tím, de pronto, comenzó a gruñir.

    - Alguien viene – les alertó Jorge en un susurro nervioso: podía escuchar el eco de unas pisadas cada vez más cerca.

    - ¡Entrad, rápido! - le urgió Julián en otro susurro, y a los demás: - No hagáis el menor ruido.

    Jorge acató la orden en el acto, sin soltar el collar de Tím, y cerró la pesada puerta de hierro tras de sí. A continuación se acuclilló y susurró al oído del perro unas palabras que los otros no alcanzaron a oír.

    Muy pronto ellos también escucharon unos pasos, al otro lado de la puerta, acercándose por el pasillo. Todos se mantenían en tensión, temiendo ser descubiertos de un momento a otro. Respiraron aliviados cuando el sonido comenzó a alejarse: quienquiera que fuese había pasado de largo.

    No obstante, la alegría les duró poco... las pisadas, abruptamente, dejaron de oírse. “El cerrojo”, comprendió Julián con un sobresalto: el desconocido había caído en la cuenta de que el cerrojo estaba descorrido.

    En efecto, regresaba sobre sus pasos. Como una película a cámara lenta, la puerta se abrió nuevamente… y un hombre vestido con uniforme de camuflaje, botas de uso militar y un arma enfundada en el cinto, apareció ante ellos.

    - ¡AHORA, TÍM!

    Al grito de Jorge, Tím – veloz, silencioso y letal como una pantera – se abalanzó sobre el individuo, quien ya había llevado su mano derecha a la cadera para desenfundar el arma, y le hizo caer cuan largo era; su cabeza, al chocar contra el suelo, produciendo un desagradable tañido. Ana se tapó la boca para amortiguar un gemido de espanto. 

    Los demás se habían quedado paralizados: todo había sucedido demasiado deprisa. Dick, que estaba entrenado profesionalmente para sobreponerse al shock inicial, fue el primero en reaccionar: se arrodilló junto al hombre y comprobó que aún respiraba.

    - Sólo está inconsciente por el golpe – dictaminó separándole los párpados para ver las pupilas. Entonces, cogiéndole por las axilas, pidió ayuda a Julián y entre ambos lo levantaron en vilo, introduciéndole en la celda.

    Una vez estuvieron dentro, volvieron a dejar al desconocido sobre el suelo y a cerrar la puerta.

    - ¿Y ahora qué? - preguntó Jorge con nerviosismo.

    - ¿Sabe si hay alguna enfermería o botiquín? - preguntó Dick a su vez, dirigiéndose al Profesor Dupain; y cuando el francés asintió con la cabeza: - ¿Podría llevarme hasta allí?

    Tras un nuevo gesto afirmativo del científico Dick comenzó a quitarse su ropa, para estupor de los presentes.

    - ¿Qué demonios haces? - le interpeló Julián perplejo, mientras su hermano se sacaba de un tirón la camisa y el jersey por la cabeza.

    - Lo primordial, ahora mismo, es atender a Toby– le respondió Dick, que se había quedado en ropa interior y calcetines. Señaló a la persona inconsciente tendida en el suelo y aclaró: - Me haré pasar por él y conseguiré lo necesario.

    - Tú y tus ideas brillantes – no pudo evitar comentar Julián, no exento de admiración.

    En tiempo récord y trabajando en equipo, Dick y el desconocido intercambiaron sus ropas. Este último fue atado de pies y manos con los cordones de los zapatos de Dick, y depositado, con un pañuelo alrededor de la boca, en un rincón. Confiaban en que aún seguiría fuera de combate unas horas, pero preferían no correr ese riesgo.

    - ¿Está listo, Profesor? - se cercioró Dick: tenía un aspecto muy peculiar, ataviado de camuflaje. El científico asintió por tercera vez con la cabeza y el joven añadió: - Adelante, indíqueme el camino.




    En un primer momento Mary-Lou, sobrepasada por la situación, había farfullado una excusa y huido de la habitación.

    ¿Qué clase de broma macabra era aquella?, se había lamentado la joven, que se había refugiado en el lavabo, presa de un ataque de pánico. ¿No bastaba con no ser amada por él? ¿Tenía, además, que ayudar a nacer a los hijos que había engendrado en otra mujer? Por un instante se los imaginó yaciendo juntos… y sintió náuseas.

    Finalmente, su vocación tomó las riendas: inspirando hondo para serenarse, se recordó que no sólo la vida de dos criaturas no natas estaba en sus manos, sino la de aquella joven madre. Su deber para con esas vidas humanas estaba por encima de todo, incluida ella misma.

    Se miró en el espejo: estaba mortalmente pálida y sus ojos parecían más asustados que nunca; pero, de igual manera, brillaban con más determinación que nunca.

    - Eres más fuerte de lo que piensas – alentó a su reflejo -. Podrás con ello.




    Aquellas instalaciones subterráneas constituían un intrincado laberinto. Dick suponía que habían caído en el olvido después de la Guerra y que, desde luego, la Base de Billycok Hill desconocía su existencia: el secuestro del Profesor Dupain era obra de algún grupo paramilitar, que las estaba utilizando en secreto con motivos ilícitos.

    Con el propósito de mantener la farsa, Dick llevaba al científico francés agarrado por el brazo mientras éste, con la cabeza gacha en actitud de sumisión, le guiaba discretamente. En un par de ocasiones se cruzaron con otros soldados que, gracias a Dios, no se percataron del engaño. Uno, incluso, saludó a Dick llevándose la mano a la sien y él, con el corazón acelerado, le correspondió con otro saludo marcial.

    Por fin alcanzaron la enfermería, que nada tenía que envidiar a la mismísima Cruz Roja. Dick tomó prestado un viejo zurrón que colgaba de un clavo en la pared y, apresuradamente, lo fue llenando con todo lo que necesitaba.

    - ¿Por qué has tardado tanto? - le recriminó Julián cuando estuvieron de vuelta -. ¡Creíamos que te habían descubierto!

    Dick le ignoró y se desprendió del abultado zurrón que llevaba en bandolera. Hizo señas a su hermana, diciéndole:

    - Ayúdame a bajar a Toby al suelo, Ana.

    Al movilizarle el joven gimió de dolor y Dick se disculpó:

    - Lo siento, amigo… pero necesito que estés lo más quieto posible. Ana, sujétale la cabeza – le indicó y ella, con primor, la posó sobre su falda -. Jorge, tú los pies – continuó dando instrucciones –, y Julián los brazos.

    Entre los tres le placaron mientras Dick sustraía del zurrón un vial de penicilina y lo cargaba en una jeringa. Después, con una goma, le hizo un torniquete por encima del codo y buscó la vena. Por último inyectó la aguja, administrándole despacio el antibiótico. Cuando terminó cargó un segundo vial, esta vez de morfina, y repitió la misma operación.

    El opiáceo tuvo un efecto casi instantáneo: el cuerpo entero de Toby se relajó y cayó en un estado de duermevela.

    Entonces, Dick le desgarró con las manos la pernera izquierda del pantalón, dejando la piel al aire: roció con antiséptico la herida y Toby gruñó débilmente.

    - Sujetadle bien – les recordó a sus hermanos y a su prima, sabiendo que, a pesar de la morfina, aquello sería muy doloroso: introdujo unas pinzas en el agujero de entrada de la bala. Estaba muy profunda y encajada en la carne, y tuvo que hurgar a conciencia para extraerla.

    Toby abrió los ojos de golpe y aulló en agonía.




    El alarido de Jo puso a Berta los pelos de punta: jamás, en toda su vida, había escuchado un sonido semejante…. como si le estuvieran partiendo el cuerpo en dos mitades.

    - Ya casi está, Josephine, lo está haciendo muy bien – le animó la comadrona -. A la de tres, otra vez…

    Para Berta, que estaba al borde del desvanecimiento de tan traumatizada, aquel alarido final fue el peor… pero, cuando se apagó, un llanto característico (apenas un vagido al principio, que iba tomando fuerza poco a poco) había ocupado su lugar.

    El llanto de un recién nacido.




    Con precisión de cirujano, Dick comenzó a suturar la herida. Toby había vuelto a caer en un estado de seminconsciencia.

    Julián, entre tanto, se había sentado junto al Profesor Dupain. El científico francés apenas recordaba al hombre que había conocido el pasado otoño: estaba extremadamente delgado, demacrado y sus ojos tras las gafas parecían demasiado grandes para sus cuencas. Además, su ralo cabello se había tornado completamente blanco.

    - Fui uno de los asistentes a su conferencia del King’s College – le dijo, y el científico, cabizbajo, le miró de soslayo -. Fue una ponencia apasionante.

    El hombre se mantuvo en silencio. Su expresión era de profunda desdicha.

    - ¿Ha estado aquí todo este tiempo? - le preguntó Julián con suavidad.

    El Profesor Dupain desenfocó la mirada, como evocando un recuerdo muy lejano:

    - Había recibido amenazas con anterioridad. Pero siempre dirigidas hacia mí, nunca contra mi familia – se detuvo un momento antes de proseguir:

    - Entonces, empecé a recibir llamadas anónimas… La persona al otro lado de la línea conocía a la perfección en qué colegio estudiaban mis hijas, sus horarios, sus amistades más cercanas. Me advirtió que, si no colaboraba, mis hijas pagarían las consecuencias– tragó saliva y a Julián se le revolvió el estómago.

    - Debía dejarme ver, el día de Nochebuena, en el hotel Savoy aparentando normalidad – siguió narrando -. Después tendría que caminar hasta la estatua de Robert Raikes, en los Jardines de Victoria Embankment. Y así lo lo hice.

    - La víspera de Navidad… qué crueldad.

    - Cruel, sí… inteligente, también – razonó el científico -. Las calles, llenas de nieve, se encontraban desiertas: todo el mundo estaba en sus casas, con sus familias.

    - ¿Y su propia familia? ¿Cómo justificó su ausencia en la fecha más señalada del año?

    - Mi esposa está acostumbrada a que trabaje a las horas más intempestivas – le explicó con una melancólica sonrisa. Julián, inevitablemente, pensó en el matrimonio formado por su irascible tío Quintín y su afable tía Fanny.

    - No llegué a ver a nadie – continuó con su relato el Profesor Dupain -: sin previo aviso, recibí un fuerte golpe en la nuca… Cuando recobré el sentido me hallaba con los ojos vendados y maniatado. El traqueteo y el olor a ganado me hicieron comprender que me hallaba en un vagón de mercancías. Tiempo después el tren se detuvo, y fui ayudado a bajar y conducido, aún atado de manos y en total oscuridad, por el pasadizo de la colina hasta esta misma celda.

    - ¿Qué ocurrió luego? - le incitó a seguir Julián cortésmente, cuando el científico se quedó largo rato callado.

    - Me quitaron la venda y me desataron: mis captores eran un grupo de hombres armados.. mercenarios. Nunca he llegado a saber para quién trabajaban. Me explicaron que debía diseñar para ellos un pequeño prototipo del reactor de fusión para el que estoy trabajando. Dormiría durante el día y trabajaría durante la noche. Me alimentarían y me dejarían salir al exterior, al menos una vez en cada jornada. No les interesaba que acabase enfermando durante mi cautiverio – recalcó, al ver que Julián arqueaba las cejas ante aquella inusitada muestra de bondad.

    - Ya está – anunció Dick, tras cortar el hilo sobrante: había terminado de zurcir la herida abierta del muslo de Toby. Colocó gasas sobre la cicatriz y realizó un vendaje alrededor de la pierna. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y miró a los otros con seriedad -. En marcha.




    Se acabó, se dijo Mary-Lou, con una mezcla de orgullo y paz interior, mientras se lavaba las manos con jabón bajo el chorro de agua caliente.

    Josephine (la Sra. Barnard, se recordó a sí misma con flagelación), exhausta, reposaba en la cama con los ojos cerrados y respirando compasadamente. A su lado, en el moisés, sus dos bebés dormían bien envueltos en sus arrullos. La Srta. Wright, la acompañante, estaba inclinada sobre ellos, contemplándolos… absolutamente maravillada.

    - Es un milagro – murmuró con veneración.

    - Lo es – confirmó Mary-Lou -. Siempre lo es.

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