Julián contaba dos años de edad cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. El bombardeo sostenido sobre Reino Unido por parte de la Alemania nazi, conocido como Blitz, se inició un año después; y la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, se ensañó con la cuidad de Londres.

    Como el eco de una pesadilla ya mucho tiempo olvidada, las imágenes de aquellos días cobraban ahora vida, cual hologramas, en el oscuro y polvoriento búnker que tenía ante sí: el estridente sonido de las sirenas, que alertaban de un ataque inminente, despertándole en mitad de la noche; su madre poniéndole apresuradamente el abrigo; el caos en las calles mientras corría aferrado a su madre con una mano y arrastrando a su hermano pequeño con la otra; la masa de gente aterrorizada y apiñada en los andenes del metro; su madre, despeinada y pálida, acunando a Dick entre sus brazos, que no paraba de llorar; y él mismo sosteniendo entre los suyos al bebé que era su hermana Ana, plácidamente dormida y ajena a todo.

    Julián guiñó fuertemente los ojos para hacer desaparecer aquellos terribles recuerdos: lucecitas de colores bailaron en la oscuridad reemplazándolos, como resultado.

    Sus hermanos, que afortunadamente no guardaban memoria de aquella traumática experiencia, y su prima, que directamente no la había vivido, contemplaban en absoluto silencio aquel extraño lugar.

    Se trataba de una gran habitación rectangular, con largos bancos tallados en roca a cada lado; para que los refugiados pudieran permanecer sentados el tiempo que durase el asedio aéreo. El techo formaba una bóveda y había grandes agujeros en las paredes, que parecían haberse utilizado como estanterías: encontraron una lámpara de queroseno rota, varios libros desvencijados, mantas carcomidas por las polillas y hasta una vieja muñeca de trapo.

    Julián barrió con la linterna todos aquellos rincones, con la esperanza de hallar una pista que les condujese a Toby, pero fue en vano.

    - Este sitio me da escalofríos – se estremeció Jorge en voz baja.

    Dick asintió con la cabeza, completamente de acuerdo, y Ana estrujó entre sus dedos la chaqueta de Julián, a quien no había soltado ni un sólo segundo.

    Tím, que había cruzado como una flecha el refugio, gimoteaba y arañaba con sus patas una segunda puerta, en el extremo opuesto a la primera.

    - Tím tiene razón: debemos continuar – tradujo Julián.




    - ¿Qué estás haciendo? ¡Ni siquiera sé conducir! - forcejeó Jo, creyendo que Berta pretendía sentarla frente al volante.

    - ¡Es un coche americano!

    Berta, cuando por fin consiguió que Jo se introdujese en el vehículo, corrió hasta el asiento del conductor y giró la llave en el contacto para arrancar el motor de su Chevrolet. Le temblaban las manos con tal violencia que apenas podía sujetar el volante. Pisó a fondo el acelerador y el auto salió disparado en dirección a la Maternidad del Hospital de Great Ormond Street.




    Nada más cruzar la salida del búnker, la linterna, cuya luz Julián ya había advertido que alumbraba con menor intensidad, parpadeó un par de veces y se apagó.

    Por suerte la nueva galería que encaraban, al contrario que la anterior, sí estaba iluminada. Ésta, además, no semejaba tanto un pasadizo subterráneo como el nivel inferior de un complejo militar.

    - No es posible… - oyó musitar a Dick desde la retaguardia.

    Pero sí lo era. Como Julián había supuesto, habían llegado bajo tierra hasta la base de Billycock Hill.

    Jorge ofreció una vez más la chaqueta de Toby a Tím: el perro hundió el hocico en la prenda y aspiró con fuerza, reiniciando a continuación la búsqueda.

    - Mucho cuidado ahora – les alertó Julián en un susurro, repentinamente consciente del peligro: sería terrible que, tratando de salvar a Toby, acabasen prisioneros ellos también. Ojalá nunca hubiese consentido que las chicas les acompañasen, pensó con arrepentimiento.

    Con Tím a la cabeza, recorrieron el ancho pasillo que tenían ante sí, repleto de grandes puertas de hierro forjado a ambos lados: parecían no haberse abierto en años, a juzgar por las telarañas y la cantidad de polvo que acumulaban.

    Detrás de una de ellas debía, tenía que estar Toby… vivo.




    - ¡Oh, gracias a Dios que ya estás aquí!

    Mary-Lou sonrió para sus adentros: sabía que Louella tenía una cita esa noche y que esperaba el cambio de guardia como agua de mayo.

    - Sólo tienes a una… ¡pero qué una! – bufó Louella mientras se quitaba las horquillas que sostenían su cofia -. ¡Arma más escándalo que tres juntas!

    - ¿Primeriza? - adivinó Mary-Lou.

    - Sí… y además trae gemelos – le avisó su amiga, cogiendo su bolso y rebuscando en su interior: extrajo de él una barra de labios y un espejo diminuto -. Su acompañante está histérica, ya la verás - comentó mientras se pintaba con mucho cuidado.




    Súbitamente, Tím se detuvo delante de una de ellas.

    Jorge, previsora, le tenía firmemente asido por el collar, para evitar que ladrase: Tim, que conocía a la perfección ese gesto, rascó furiosamente la puerta al tiempo que imploraba a su dueña con la mirada; pero sin emitir ni el más mínimo gruñido. Sabía que debía actuar con el mayor sigilo. Era un perro extraordinariamente inteligente.

    - Es aquí – susurró Jorge a los demás.

    Un gran cerrojo blindaba aquella puerta concreta, a diferencia de las otras. Julián, tomando la iniciativa, levantó la manija y lo hizo correr hasta el tope sin dificultad: la puerta giró sola sobre sus goznes, hacia dentro.

    Desde el umbral Los Cinco contemplaron lo que, sin duda alguna, era una celda.

    Una antigua lámpara de queroseno, hermana de la que habían encontrado rota en el refugio antiaéreo, colgaba del techo, iluminando la escena: sobre un camastro que podía abatirse contra la pared yacía un bulto con forma humana, tapado con una manta. A su lado, sentada en una recia silla, una escuálida figura velaba su sueño.

    La persona de la silla tardó bastante en dignarse a mirarles. No obstante, cuando lo hizo, se asustó tanto que dio un grito ahogado, levantándose tan rápido que volcó la silla:

    - Qui êtes- vous?

 

 

 

    Desde luego, formaban una extraña pareja, no pudo evitar pensar Mary-Lou; mirando con curiosidad tanto a la parturienta como a su acompañante.

    La primera era una joven de tez morena, con el rostro cubierto de pecas y alborotado cabello. Estaba en la cama y se retorcía de dolor, aullando con todas sus fuerzas. La segunda, de excepcional belleza y elegantemente vestida, parecía una debutante de la Alta Sociedad. Apretaba la mano de su compañera entre las suyas, para ayudarle a sobrellevar el trance de la contracción. Tenía la mirada desorbitada y su boca era una mueca de terror. Cuando reparó en la presencia de Mary-Lou le suplicó:

    - ¡Por favor, dele algo! ¡Gas nitroso, cloroformo… LO QUE SEA! - terminó la frase con entonación histérica, tal y como Louella le había advertido.

    - Lo lamento, pero nuestro hospital no utiliza drogas anestésicas en los partos – le explicó Mary-Lou tranquilamente -. Todas las mujeres que dan a luz en él lo hacen de manera natural.

    - ¡Pero ella no es una paciente cualquiera, su marido es médico de este hospital!

    “Ha estado delicada de salud y le recomendaron el aire del campo” había respondido él acerca de su esposa y, cuando ella se había condolido, había añadido, sacándola de su error: “No está enferma… es por el bebé.”

     Un doloroso vuelco sacudió el corazón de Mary-Lou, como en cada ocasión que algo le recordaba súbitamente a él... Lo cual solía ocurrir cuando creía que estaba comenzando a olvidarle. Como ahora.

     Pero espantó aquella posibilidad como quien espanta una mosca: no, no podía ser, se convenció a sí misma. Era sencillamente inconcebible que aquella joven fuese su mujer.

    - ¿Ah, sí? ¿Cómo se llama su marido? Quizás le conozca - se interesó con gentileza, todavía tensa, repitiéndose una y otra vez que era imposible.

    - ¡Dick… Richard Barnard!

    El sujetapapeles metálico se escurrió de entre los dedos de Mary-Lou, como si fuese mantequilla, y golpeó estrepitosamente contra el suelo.


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