La pobre Sra Thomas, la madre de Toby, estaba inconsolable.

    Dick, con Julián a su lado en calidad de abogado, había sido interrogado por el teniente Grant en persona. Una hora después se alejaban de la base y se unían a las chicas y Tím, que les esperaban en la granja de los Thomas.

    Sentados alrededor de la mesa del comedor se hallaban los padres de Toby, su hermano Benny y su primo Jeff; además de Jorge y Ana. Se respiraba una asfixiante atmósfera de duelo.

    - No llores, tía Sara – le pidió Jeff con cariño, tomándola de la mano -. Le encontraremos sano y salvo, ya lo verás. Igual que me encontrasteis a mí.

    El primo de Toby, un hombre alto y bien parecido, había sido víctima de un secuestro aéreo. Durante una angustiosa jornada se creyó que él y su compañero, Ray Wells, habían traicionado a su país y huido en sendos aviones, en mitad de una noche de tormenta; para luego estrellarse en el mar. Sin embargo, ambos pilotos de la RAF eran inocentes y habían sido amordazados y abandonados a su suerte, por los auténticos culpables, en las Cuevas de Billycock Hill.

    Binky, el viejo perro pastor de Toby, estaba echado en un rincón con la cabeza entre las patas y era la viva imagen de la tristeza. Tím, en un perruno gesto de condolencia, se echó junto a él y le lamió. Jorge, al contemplar aquello, tuvo una idea:

    - Sra Thomas, ¿podría dejarme alguna prenda de Toby? Tím tiene un olfato excepcional y podría seguir su olor.

    - Ya lo intentamos con Binky, pero fue inútil – se anticipó Benny a su madre. Resultaba chocante pensar que aquel muchacho era el mismo chiquillo de rizos dorados y ojos azules como un querubín, que corría detrás de su cerdito.

    A pesar de la observación de Benny, la Sra Thomas fue pronta a buscar una chaqueta de su hijo mayor y se la entregó a Jorge.

    Continuaron acompañando a los Thomas hasta que comenzó a oscurecer. Entonces, no queriendo ser molestia, se despidieron de la afligida familia. También ellos Cinco se sentían muy afectados por la desaparición de su amigo y por el dolor que ésta había causado a sus seres queridos.

    - Julián, vayamos a la colina donde Toby desapareció - le dijo Jorge con premura en cuanto dejaron atrás la granja -. Quizás encontremos alguna pista de su paradero.

    - Pronto se hará de noche, Jorge, y tenemos que regresar a Londres. Además, ya oíste a Benny: si Binky no fue capaz de encontrar nada dudo mucho que Tím sí lo haga.

    - Creo que debemos intentarlo al menos – insistió Jorge con terquedad -. La vida de Toby puede estar en peligro.

    - Está bien – suspiró Julián, convencido por su argumento -. Vamos.

    Montaron todos de nuevo en el coche de Dick y éste condujo el vehículo hasta el lugar donde él y Toby habían fumado y charlado juntos. El manto del crepúsculo cubría el cielo a gran velocidad: pronto sería completamente de noche, tal y como había predicho Julián.

    Nada más llegar Jorge le ofreció a Tím la chaqueta de Toby, para que se impregnase bien con su olor:

    - Busca a Toby, Tím, ¡busca! - le azuzó. Tím olfateó la prenda de ropa y después pegó la nariz a la tierra, iniciando la búsqueda.

    Durante un buen rato el perro husmeó con brío de aquí para allí, bajo la atenta mirada de los cuatro jóvenes. De pronto se detuvo frente a un alto montículo de hierba y olisqueó con fuerza, ladrando a continuación. Jorge miró al perro, perpleja: ¿qué intentaba decirles Tím?

    - Me parece que ha dado con una madriguera de conejos – opinó Dick con desaliento, que conocía bien la enajenación que despertaban en Tím.

    - No, no es eso – defendió Jorge a su perro, molesta, y se acercó al montículo -. ¿Qué ocurre, Tím? ¿Qué nos quieres decir? - le preguntó acariciándole la cabeza.

    Como Tím seguía intentando hacerse entender, ladrando y moviendo la cola, la joven inspeccionó la elevación: a simple vista no tenía nada de particular. Palpó con ambas manos la tierra húmeda que había bajo el césped.

    Estaba a punto de retirarlas cuando notó un extraño reborde… siguió con la yema de los dedos su recorrido, atónita.

    - ¡Aquí hay algo! - exclamó por encima de su hombro y los otros, sorprendidos, se arrimaron a ella.

    - ¡Creo que es una compuerta camuflada! - les anunció Jorge muy excitada -. Tiene que haber algún mecanismo para abrirla… - murmuró para sí, sin dejar de escarbar frenéticamente.

    - ¡Déjame a mí! - demandó Julián, sin poder contenerse.

    Pero Jorge acababa de topar con un diminuto pestillo: con dedos temblorosos por la emoción, lo giró y se escuchó un “click”. Después introdujo con cuidado las puntas de sus dedos en el reborde y tiró con energía.

    Un gemido de metal oxidado quebró el silencio del lugar y una boca de túnel, negra como boca de lobo, apareció por arte de magia: Jorge, en su exaltación, por poco se cae dentro.

    Los cuatro jóvenes se habían quedado petrificados de estupor. Dick susurró:

    - Que me ahorquen…

    - ¿Alguien lleva encima una linterna? - preguntó Julián en otro susurro, sin apartar la vista de la negrura: Jorge, en silencio, le tendió la suya.

    Un haz de luz iluminó la oscura boca de túnel, descubriendo así unas escaleras que descendían a las profundidades de la tierra.

    - Escuchadme – les dijo Julián peinando con el haz de luz el interior del pasadizo -: yo bajaré con Tím, vosotros esperadme aquí arriba. Si tardo mucho en volver regresad a la granja y pedid ayuda. ¿De acuerdo?

    - No – se negó Jorge frunciendo el ceño -. Tím es mi perro: donde vaya él, voy yo.

    - ¿Y si Toby está herido? - planteó Dick por su parte -. ¡Yo soy el único que es médico!

    - ¡No me dejéis sola aquí arriba, por favor! - terció Ana con angustia.

    - ¡Oh, por el Amor de Dios, sois imposibles! - declaró Julián con gran exasperación, rindiéndose -. ¡Está bien, iremos todos!

    Julián, con Tím pegado a sus talones, comenzó a descender con cautela los escalones alumbrando en todo momento por delante de él. Le siguió Ana, bien agarrada a la chaqueta de su hermano, después Jorge y por último Dick.

    El descenso se les antojó interminable: debían estar bajando muchos metros bajo tierra. El aire se tornó enrarecido y el frío se les metió en los huesos.

    Por fin alcanzaron el último escalón y enfilaron un estrecho corredor que apestaba a humedad. El sonido de sus pisadas reverberaba en las paredes. 

    - Dios mío, que no haya ratas… - rezó Dick con un escalofrío, y Ana dejó escapar un chillido ante tal posibilidad.

    - ¿Desde cuándo te dan miedo las ratas? - se sorprendió Jorge.

    - Desde que sé que transmiten enfermedades – replicó él con lúgubre seriedad.

   La galería subterránea no estaba escavada en línea recta, sino que serpenteaba en distintos puntos del camino. Julián, que tenía muy buen sentido de la orientación, calculó que llevarían andada alrededor de una milla en dirección norte: se dirigían al aeródromo, se dijo maravillado.

    De repente, algo inesperado le hizo detenerse en seco: el resto de la comitiva chocó unos contra otros como fichas de dominó.

    - Julián, ¿qué pasa? ¿Por qué te has parado?

    - El pasadizo termina aquí – les explicó, enfocando con la linterna una puerta cerrada.

    - Ábrela – exigió Jorge al punto.

    Julián, aunque creía que la aventura acababa ahí, pues encontraba improbable que no estuviera cerrada con llave; accionó el pomo… y la puerta se abrió.

    Lo que apareció ante sus ojos les hizo jadear de asombro.

    Durante un largo instante nadie dijo nada… hasta que Ana, con un hilo de voz, preguntó:

    - ¿Qué es esto?

    Julián, el mayor del grupo y por tanto el único de todos ellos capaz de reconocerlo, murmuró en respuesta:

    - Es un refugio antiaéreo… un búnker. De la época del Blitz.

 

 

 

    El grandfather’s clock del salón tocó las siete.

    Berta, sentada en el sofá con la revista Time abierta sobre el regazo, suspiró: ojalá Julián y los otros no tardasen en volver.

    Tras ver partir el coche con ellos Cinco dentro, Berta se había sentido invadida por el pánico… ante la perspectiva de pasar las próximas horas a solas con Jo. Jamás lo habría admitido pero lo cierto era que, además de odio, le tenía miedo.

    Ambas mujeres habían entrado de nuevo en la casa y, sin dirigirse la mirada ni la palabra, habían recogido el espléndido banquete, ya frío, que finalmente no se iba a celebrar. Después cada una había dado la espalda a la otra, y se había refugiado en una estancia diferente.

    Ahora, Berta podía oír a Jo trajinar en la cocina y hablar sola: le pareció que conversaba con la gata, como si se tratase de otro ser humano. ¡Qué criatura tan extraña y salvaje!, pensó con rencoroso desprecio, no exento de temor supersticioso; como si la sangre gitana de Jo realmente le permitiera comunicarse con los animales… o echarle un mal de ojo a ella.

    De repente, le llegó una exclamación… que se convirtió en un jadeo.

    Berta enderezó la espalda y aguardó, en inmóvil alerta… hasta que un nuevo jadeo, que acabó en una especie de gruñido, la obligó a levantarse, lentamente, del sofá.

    Cuando se asomó a la cocina se encontró con un cuadro que la horrorizó: Jo, a cuyos pies se extendía un charco de lo que Berta sabía que no era agua, se agarraba con una mano a la mesa, clavando sus uñas en la madera; mientras con la otra se sujetaba la parte baja del vientre. Una fuerza invisible la hacía doblarse de dolor, apretando los dientes y gruñendo como un animal.

    Berta se llevó las manos a la cara y dejó la boca abierta, sin emitir sonido alguno, en una muda mueca de espanto.


 

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