- ¡3 – 2 a favor del Santa Clara! - proclamó el árbitro.

    Las jugadoras del Santa Clara, jubilosas, se reunieron en torno a la goleadora para felicitarla y palmearle la espalda. Juntaron todas en el aire sus sticks, cantando un “hip, hip, hurra!” por su equipo. Sus contrarias, las jugadoras del colegio de Gaylands, tomaron posesión de la pelota justo después, más que dispuestas a remontar el marcador.

    Ana paseaba por el exterior del campo de juego, siguiendo el partido. Tuvo que detenerse porque en su trayectoria se interponía, de pie sobre la hierba, la profesora de deportes del Santa Clara. Era una joven de cabello oscuro, profundos ojos azules y enérgica expresión. Había viajado con sus pupilas en el autobús y era la responsable a cargo de ellas.

    Ana, a su lado, le sonrió con timidez y se atrevió a conversar:

    - Tus chicas son muy buenas.

    - Las vuestras también lo son – correspondió la joven, devolviéndole la sonrisa. Tenía un suave acento irlandés muy agradable al oído -. Está siendo un partido muy reñido.

    - El lacrosse siempre lo es – observó Ana.

    - Es cierto – se mostró de acuerdo la joven, complacida. Ofreció su mano izquierda a Ana, pues era zurda, presentándose:

    - Soy Pat. Pat O’Sullivan.

    - Ana Barnard. Encantada.

    Al estrecharse la mano, Pat no pudo pasar por el alto el pequeño, pero refulgente, diamante engarzado que Ana lucía en su anular izquierdo.

    - Bonito anillo. Enhorabuena – le deseó con otra sonrisa.

    - Gracias – respondió Ana, ruborizándose -. Se llama John y es abogado.

    Durante un instante, rememoró cómo había conocido a John Townsend, estudiante de Derecho en Oxford, durante una visita a su hermano Julián; que por aquel entonces cursaba su último año universitario. Tímido, pacífico y algo inseguro: Ana había encontrado en aquel joven pelirrojo, que la idolatraba, a su alma gemela.

    - ¿Es un buen partido? - preguntó Pat, enarcando las cejas para subrayar el juego de palabras.

    - Oh, sí, la verdad es que lo es - reconoció Ana, y ambas se echaron a reír -. Es bueno, y me quiere mucho – añadió con seria sencillez.

    - Eso es lo que cuenta – afirmó Pat, con igual seriedad. Entonces, la miró con curiosidad -. Perdona mi indiscreción, pero ¿vas a seguir trabajando de maestra en Gaylands? Me refiero a después de casarte.

    - Es mi intención, sí.

    - Eres muy afortunada. Mi hermana melliza, Isabel, también era maestra en el Santa Clara. Pero se prometió y tuvo que renunciar. La normativa de nuestro colegio no permite maestras casadas – le explicó. Malinterpretó su exclamación ahogada, porque continuó diciendo:

    - Ridículo, ¿verdad? Como si aún viviésemos en la época victoriana. Me alegra comprobar que en Gaylands, sin embargo, no es así.

    Ana, que se había puesto pálida, sonrió débilmente por toda respuesta.

    ¿Y por qué habría de marcharse?

    Porque se casará y nos dejará. Todas lo hacen.

 

 

 

    - Tome asiento, querida – la convidó la Srta Kingsley, señalando los sillones y  la mesita de té junto a la puerta.

    Ana se sentó en el borde mismo, con la espalda recta y los tobillos cruzados. La Srta Kingsley sirvió sendas tazas de humeante y aromatizado Earl Grey.

    - Dígame, Ana, ¿qué es lo que le preocupa? – le dio pie la directora del colegio, mientras removía con una cucharilla su té -. Puedo leer en su cara que algo la atormenta.

    Ana tomó aire y reveló:

    - Por algún motivo, las niñas creen que, una vez me case, abandonaré el colegio.

    La Srta Kingsley no abrió la boca, como si no tuviese nada qué decir al respecto. Su actitud alteró a Ana, que soltó:

    - He sabido hace poco que el Santa Clara, un internado femenino muy similar al nuestro, no admite mujeres casadas en su claustro.

    La Srta Kingsley bajó la mirada, suspirando:

    - Creí que lo sabía.

    - ¿Cómo iba a saberlo? - exclamó Ana, atónita -. ¿Cómo saber que, por el mero hecho de ser mujer, sería obligada a abandonar mi profesión al contraer matrimonio?

    - Gaylands es un colegio muy conservador, Ana. Usted es una antigua alumna, debería saberlo mejor que nadie. No puedo cambiar unas normas que nos definen como institución.

    - ¿Unas normas que nos definen? - repitió ella, sin apenas creer lo que oía -. ¿Para qué vamos a la Universidad, entonces? ¿Para qué tantos años de estudio y de sacrificio?

    La directora, cuya mirada compungida brillaba tras los cristales de sus gafas de media luna, simplemente dijo:

    - No se imagina cuánto lo lamento, querida.




    Habían elegido para su encuentro la terraza de un pequeño café francés.

    Ana había dejado sobre la mesa el ramillete de nomeolvides que John, según su costumbre, le había regalado. Aquel tipo de flor tenía un significado especial entre ellos: John se había despedido de ella en la estación de King’s Cross, de donde partía el tren que la llevaría a Gaylands para el comienzo del curso escolar, con un extraordinario bouquet de nomeolvides azules. Al entregárselo, había susurrado en su oído: “para que no lo hagas”. Desde entonces, él siempre la recibía con un ramillete, para recordarle su petición.

    Las lágrimas brotaron en los ojos de Ana cuando explicó a su prometido la razón de su congoja.

    - Mi pobre y dulce Ana… - murmuró John, secándole amorosamente las lágrimas con su dedo pulgar -. No te mereces que te hagan esto.

    - Se me pasará – le aseguró ella, esbozando una valiente sonrisa.

    - Podemos aplazar la boda – propuso John, después de meditarlo un breve momento -. Somos jóvenes, podemos esperar unos años.

    Los ojos aguamarina de Ana se agrandaron y miraron directamente a los marrones de él.

    - ¿Lo dices en serio, John?

    - Claro que sí, Ana. Sé lo importante que es tu vocación para ti. No quisiera tomarte por esposa si con ello te hiciera infeliz. Siéntete libre de tomar tu decisión, porque yo te esperaré.

    Una lenta pero radiante sonrisa floreció en el rostro de Ana. Y en ese preciso instante, con claridad meridiana, supo lo que debía hacer.

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