- ¡Cierra la puerta, idiota!

     Julián, sobresaltado, levantó la vista de la sección de Economía del Times.

    Aunque miró en rededor no encontró al responsable del exabrupto: la sala común de la pensión Melita House estaba desierta. Qué extraño… habría jurado que la voz provenía de aquella misma habitación. Aún desconcertado, volvió a sumergirse en su lectura.

    - ¡Límpiate los pies!

    Julián se puso en pie de un brinco.

    - ¿Pero qué diablos…? - empezó a murmurar.

    - ¡No sorbas!, ¿dónde tienes el pañuelo!

    Julián elevó sus ojos al techo, de donde parecía proceder aquella indignada voz… y casi se le desencaja la mandíbula.

    Firmemente agarrado a uno de los brazos de la lámpara, se posaba un magnífico loro. Tenía el plumaje de color gris y escarlata, el pico curvado y una imponente cresta. El pájaro contempló a Julián con la cabeza ladeada y le ordenó:

    - Pon el agua a hervir.

    - Basta ya, Kiki. Baja de ahí ahora mismo.

    Julián giró sobre sus talones: el dueño de esta segunda voz era un ser humano; un joven pelirrojo, de gatunos ojos verdes y la tez cubierta de pecas. A su llamada el loro desplegó sus majestuosas alas, soltó un agudo chillido y voló hasta el hombro del joven, a quien picoteó la oreja en un gesto de cariño.

    - Disculpe los modales de Kiki – se excusó el joven con educación -. Espero que no le haya asustado.

    - ¡Dios salve a la Reina! - proclamó de repente el loro con tono solemne: Julián, que seguía anonadado, tuvo que echarse a reír.

    El joven desconocido sonrió y ofreció su mano a Julián, presentándose:

    - Soy Jack Trent. 

    - Julián Barnard – respondió éste, y señalando a Kiki le aseguró: - ¡Jamás había visto un pájaro tan extraordinario!

    - Tengo a Kiki desde que era un niño – contó Jack rascándole la cabeza al loro, que chasqueó el pico de gusto -. Va conmigo a todas partes. No sé qué haría sin ella – concluyó con sorprendente ternura.

    - Deben gustarte mucho los pájaros – comentó Julián.

    - No me gustan… me chiflan – le corrigió el otro, riendo, y le explicó: - Soy ornitólogo.

    La señora Brown, la casera, entró en ese momento en la sala y les vio charlando.

    - Veo que ya conoce a nuestro nuevo huésped, Sr Barnard – apreció la mujer, satisfecha, y dirigiéndose a Jack: - Aquí tiene su llave, Sr Trent.

    La señora Brown miró de reojo a Kiki: por su expresión, Julián adivinó que no estaba precisamente entusiasmada con la mascota de su nuevo inquilino. El pájaro reafirmó dicha impresión imitando a la perfección, súbitamente, el pitido de una locomotora. Poco faltó para que la señora Brown saltase de su piel.

    - ¡Válgame Dios! - exclamó, llevándose una mano al corazón, y huyó de la estancia.

    - ¡Basta ya, Kiki! - repitió Jack, golpeándole en el pico a modo de castigo -. Una palabra más y te encerraré en tu jaula – y ella pareció entender la amenaza, pues encogió su emplumada cabeza entre los hombros y no volvió a emitir sonido alguno.

    Julián, pasado el primer momento de estupor, se sentía inmensamente divertido por aquel agradable joven y su inteligente loro.

    - ¿Te quedarás mucho tiempo? - le preguntó a Jack, deseando en su fuero interno que fuese el caso.

    - Sólo una semana – respondió el aludido, para decepción de Julián -. He venido a Londres para visitar a mi hermana.

    Julián asintió con la cabeza, en ademán comprensivo. Entonces, señalando el abultado equipaje que descansaba en un rincón, le ofreció:

    - Te ayudaré a subir tus cosas, si me lo permites. 

    - Gracias, eres muy amable.

    Así pues, ambos cargaron con los bártulos (que incluían la jaula de Kiki y una bolsa de lona que contenía un equipo completo de fotografía) y subieron a la habitación que Jack había alquilado. Una vez se hubo instalado, Julián le invitó a tomar algo en un pub cercano y el joven ornitólogo aceptó de buena gana.

    Al día siguiente, a pesar de haber estado hasta tarde con su nuevo amigo, Julián, fiel a su costumbre, llegó escrupulosamente puntual al trabajo.

    Tras dar los buenos días a la Sra Bennet, ascendió por las escaleras hasta la cuarta planta. Saludó a su colega Peter, ocupó su mesa y abrió sin más dilación el dossier con el último caso que le había sido adjudicado, entregándose en cuerpo y alma a la tarea.

    Un familiar tintineo de ruedas, un sonido que había aprendido a amar, le sacó de su estado de mística concentración: con un rápido movimiento, levantó la cabeza.

    A Julián nunca dejaba de admirarle el contraste tan sensual que ofrecía Berta – con su laborioso peinado, su rostro de actriz y sus zapatos de fino tacón – ataviada con un pequeño delantal blanco y empujando el carrito del café.

    - Buenos días, Sr Barnard. ¿Qué le apetece hoy? ¿Un expresso y unas pastas de jengibre?

    En el bufete ella siempre se dirigía a él con formalidad, tal y como lo hacía con el resto de letrados. Sin embargo, había una calidez en sus ojos y una dulzura en sus labios que reservaba sólo para Julián.

    - Me conoce bien, señorita Wright – le respondió en el mismo tono formal y ambos se sonrieron, cómplices.

    Berta derramó el humeante chorro de líquido negro en una taza que colocó sobre su plato, tendiéndoselo después junto con las prometidas pastas.

    Mientras saboreaba su café, Julián se preguntó por enésima vez si debía realizar algún tipo de… acercamiento hacia Berta. En ocasiones le parecía que la joven se mantenía expectante, esperando algún tipo de audacia por su parte. Pero Julián no sabía cómo… nunca, en toda su vida, había cortejado a una mujer.

    Le gustaba Berta, mucho. De una forma que jamás habría creído posible. Su belleza era enajenante y todo en ella era sugerente. A veces, sentía el irreprimible impulso de tomarla entre sus brazos y besarla; y si algún hombre la miraba sin decoro una ira incontrolable le dominaba.

    - Sr Barnard… - la voz de la Sra Bennet, que se había aparecido mágicamente frente a él, interrumpió sus tribulaciones. Julián se esforzó por centrarse en lo que decía -… el Sr Matthews desea verle en su despacho.

    Julián le agradeció el recado y la siguió hasta la planta noble del edificio.

    - Siéntese, Julián – le convidó el Sr Matthews con su habitual vivacidad, en cuanto la Sra Bennet hubo cerrado la puerta tras de sí -. Hasta ahora no había podido felicitarle por su victoria en el caso Taylor Contra Goldsmith. He oído que estuvo sencillamente soberbio: está destinado a convertirse en una leyenda de la abogacía, Julián.

    Julián, con modestia, sonrió en respuesta al halago de su jefe… mientras, para sus adentros, suspiraba con pesar: él no consideraba el fallo del juez a su favor un éxito, sino una nueva muesca en su conciencia.

    Habían pasado meses desde aquella cena en “Rules”, en donde había confesado a Berta el dilema moral que le había supuesto defender al Sr Donaldson. Desde entonces casos similares habían pasado por sus manos, siendo el Sr Goldsmith el último de ellos.

    - Sí, tiene gran talento, Julián – continuó el Sr Matthews -, y por eso le he mandado llamar: uno de nuestros clientes más antiguos e importantes ha solicitado a nuestro mejor defensor y, por supuesto, he pensado en usted.

    - Me siento muy honrado, Sr Matthews – repuso Julián, grata y honestamente sorprendido -. ¿Puedo saber quién es el cliente?

    Una llamada de nudillos en la puerta le hizo mirar por encima de su hombro: Berta asomaba la cabeza tímidamente por el resquicio abierto. El Sr Matthews le indicó con un gesto que pasara dentro.

    La joven, diligentemente, entró precedida por su carrito. Sin decir una palabra se detuvo frente al imponente escritorio y comenzó a preparar una taza de café.

    - Amos Macmillan – respondió el Sr Matthews a su pregunta -. ¿Lo conoce?

    Julián sufrió un ligero sobresalto: sí, sabía quién era Amos Macmillan. Un magnate del petróleo, un multimillonario… un gánster.

    El Sr Matthews, ajeno al desasosiego que había provocado en Julián, siguió hablando:

    - El Sr Macmillan necesita ayuda con… unos asuntos fiscales – definió tras una breve pausa -. Se trata, pues, tanto por lo delicado de su naturaleza como por la categoría del cliente, de un caso de gran envergadura.

    - Entiendo – replicó Julián con sequedad: Berta le miró de soslayo.

    Los ojos pardos de Julián se cruzaron con los celestes de ella… y en aquel preciso instante lo supo: jamás defendería a Amos Macmillan. No volvería a aceptar un caso que le alejase del tipo de hombre que quería ser… para ella. Con voz pausada pero firme, declaró:

    - Me temo, Sr Matthews, que no puedo aceptar.

    - ¿Por qué no? - exclamó su jefe arqueando las cejas, atónito.

    Julián, inusitadamente serio, espetó sin rodeos:

    - Por una cuestión de principios, Sr Matthews: no pienso ayudar a nadie a evadir impuestos.

    El Sr Matthews, que ni por asomo contemplaba tal respuesta de su empleado, pegó un leve respingo en su sillón.

    - Pero, Julián - comenzó a tartamudear -, como puede ni tan siquiera pensar que…

    - Lo lamento, Sr Matthews – le cortó Julián con voz clara -, pero le repito que, por razones morales, no puedo aceptar el caso del Sr Macmillan.

    Berta, que había terminado su cometido, le sonrió casi imperceptiblemente y se retiró.

     El Sr Matthews, quien se había mostrado asombrado y ofendido por la afirmación de Julián; el mismo que minutos antes le había cubierto de alabanzas; ahora le miraba con fijeza y los labios apretados. Por fin, dijo con frialdad:

    - Me decepciona, Julián… me decepciona enormemente. Habría podido llegar muy lejos… si hubiera querido. Sin embargo, no sé si hay lugar en Evans & Baker para una persona con tantos... escrúpulos - dejó la frase en el aire, aunque su intención quedó tácita.

    Julián, que le había sostenido con aplomo la mirada mientras pronunciaba tan duras palabras, no pudo evitar que el estómago le diese un vuelco… pero se recompuso rápido. Bien, pensó con estoicismo, quizás aquello era lo mejor que podía pasarle. Con calma, expuso:

    - Tiene razón, Sr Matthews, es posible que en Evans & Baker no haya lugar para mí… y por ello le anunció mi dimisión, con dos semanas de preaviso.

    Nada más proclamar su renuncia, se sintió mucho más liviano; como si hubiera cargado con un peso sobre sus hombros del que, tan sólo ahora, tomaba plena conciencia.

    El Sr Matthews no abrió la boca y Julián, no teniendo tampoco nada más que añadir, inclinó la cabeza en respetuosa despedida y abandonó el despacho de su jefe.

    Cuál fue su sorpresa al, nada más salir, darse de bruces con Berta.

    - ¡Julián! - exclamó con intensidad, mirándole a los ojos. Él comprendió que se había quedado escuchando en el rellano cuando dijo: - ¡Por favor, no te vayas!

    No le suplicaba como una vieja amiga, preocupada por una decisión errónea; sino como una joven enamorada que no ocultaba su necesidad de, simple y llanamente, tenerle cerca.

    Como disociado de sí mismo, la tomó entre sus brazos y la besó con una pasión que él mismo desconocía, apretándola fuertemente contra sí: la joven ahogó una exclamación pero reaccionó de inmediato con igual ímpetu.

    Cuando finalmente separó sus labios, Julián susurró en su oído, con ferocidad no exenta de ternura:

    - Es oficial, Srta Wright... la estoy pretendiendo.


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