Mary-Lou no fue a trabajar al día siguiente. Ni al siguiente. Ni al otro.

    Dick, el primer día, no quiso concederle importancia: es más, comprendía que la joven enfermera hubiese necesitado un día de asueto para digerir lo ocurrido. De hecho, había sentido un indescriptible alivio al no encontrarse con ella a la mañana siguiente… él mismo necesitaba también tiempo para pensar.

    Sin embargo, la prolongada ausencia de Mary-Lou acabó por alarmarle y, reconcomido por la culpa, se personó en el despacho del Dr Diggory para preguntar al respecto.

    - La Srta Lovett no está enferma – respondió su jefe cuando él expuso aquella suposición, con su acostumbrada acritud -: ha solicitado el cambio al turno de noche.

    A Dick, que ni había contemplado tal posibilidad, se le cayó el alma a los pies. Mary-Lou se había asegurado de no tener que volver a verle… Aunque Dick respetaba e incluso entendía dicha decisión, no pudo evitar que la noticia le cayera encima como un jarrazo de agua fría: cuánto dolor debía infringir su mera presencia a la joven para haber puesto del revés su vida laboral.

    Sinceramente entristecido, Dick se disponía a marcharse cuando, de repente, la imperiosa urgencia de ver a Jo y contárselo todo se apoderó de él. 

    - Dr Diggory – se dirigió de nuevo a su superior, en tono solemne -: necesito unos días de permiso para visitar a mi esposa.




    Durante el largo trayecto en coche hasta Dorset, Dick meditó, una y otra vez, qué iba a decirle exactamente a Jo. Sin lugar a dudas, no iba a ser una empresa fácil… la simple idea le estremecía: Jo era muy temperamental y sólo Dios sabía cómo iba a reaccionar ante semejante información.

    Asimismo, para su propio desconcierto, pensó mucho en Mary-Lou… no conseguía asimilar que no volvería a verla. La joven le había confesado que le amaba… y después había desaparecido de su vida, como si jamás hubiera existido.

    Una dolorosa sensación de infinita pérdida, que no alcanzaba a comprender del todo, se había instalado en el corazón de Dick. Tras un duro examen de conciencia, se sorprendió reconociendo que, en cierta manera, él también quería a Mary-Lou… no sólo como a una amiga, sino como a una posible compañera; si tan sólo él hubiese sido un hombre soltero. Era una joven bonita, gentil y trabajadora; con unos orígenes y educación similares a los suyos, además de la vocación por la medicina. Y se preguntó a sí mismo cómo habría sido su vida, si hubiese conocido a su futura esposa en el hospital de Great Ormond Street.

    Cuando enfiló el Camino de los Abedules, al final del cual se hallaba la casa de ladrillo rojo de la Sra Lawrence, la madre adoptiva de Jo; Dick se sentía mentalmente exhausto. Tras aparcar justo delante, bajó del coche y abrió la cancela del jardín. Después anduvo hasta la puerta principal y tiró de la campanilla; pero nadie acudió.

    Aguardó un tiempo razonable y tiró un par de veces más, en balde. Suspirando, volvió a salir al Camino, dispuesto a esperar pacientemente que regresaran de dónde quiera que estuvieran.

    Greyton era un pueblo pequeño, prácticamente una aldea, pero tenía encanto. Se había erigido en una zona muy agreste y ahora, llegada la primavera, la naturaleza se mostraba en todo su esplendor. Había en particular un precioso campo repleto de lavandas: Dick se acercó hasta allí.

    Las flores se mecían dulcemente entre la alta hierba, salpicando de violeta el tapiz vegetal. A lo lejos había una joven campesina solitaria, con un vestido color añil y los rizos recogidos en lo alto de la cabeza. Cortaba los tallos de lavanda y llenaba una cesta de mimbre con ellos.


    El corazón de Dick dio un violento vuelco al ver, en la distancia, a la joven erguir la espalda y llevar sus manos a los riñones, en un gesto de molestia física; dejando visible su abultado abdomen.

    Con los dedos pulgar e índice en la boca, Dick produjo el melodioso silbido con el que solía llamar la atención de Jo. En efecto, la joven buscó con la mirada de dónde provenía el sonido: hizo visera con la mano y entrecerró los ojos para identificarle; y al hacerlo dejó escapar un grito de júbilo, y corrió campo a través hasta él, loca de alegría.

    Al mismo tiempo que Dick estrechaba entre sus brazos a su mujer, la fragancia de la lavanda inundó su nariz y le catapultó, como en un viaje astral, a su Noche de Bodas. Y en ese preciso instante supo que tal vez, en otra vida, habría encontrado el amor en una dulce enfermera londinense; pero que, en aquella, lo había hecho en una rapazuela que le había retado a escupir huesos de ciruela.

    - ¡Oh, Dick! - exclamó Jo con fervor -. ¡Cuántísimo te he echado de menos! - y él, demasiado emocionado para articular palabra, la estrechó aún más fuerte contra su pecho.

    Por fin la dejó libre y la alejó un poco de sí para contemplarla: estaba muy morena y su cara más pecosa que nunca. También era evidente que había ganado peso, y era imposible pasar por alto que se encontraba embarazada.

    - ¡Cuánto te ha crecido el pelo! Jamás te lo había visto tan largo… - comentó Dick, cogiendo entre los dedos un mechón suelto.

    - No es lo único que ha crecido – comentó ella a su vez con una mueca, alisando con sus manos la tela del vestido para mostrarle su vientre.

    Dick, que había malinterpretado la afirmación de su esposa, desvió rápidamente la mirada de sus pechos, azorado; y posó una mano sobre la pronunciada curvatura de su cuerpo.

    - Cielos… no deberías estar ya tan avanzada, aún es muy pronto – murmuró él con preocupación, pero Jo se encogió de hombros.

    Cogidos de la mano, regresaron juntos a la casa de Molly, que seguía vacía. Jo le obligó a sentarse a la mesa de la cocina mientras ella le preparaba algo de comer.

    Dick, entre bocado y bocado, lanzaba furtivas miradas al seno de Jo, incapaz de contenerse. Aunque su intención era ser discreto, comprendió que no lo estaba siendo en absoluto, pues ella, de repente, le preguntó con descaro:

    - ¿Te gusta lo que ves?

    El rostro de Dick se tiñó de todas las tonalidades de rojo posibles. Balbuceó:

    - Yo no… - pero no pudo terminar de desmentir la acusación. Jo echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. Dijo:

    - Molly me ha tomado medidas para hacerme vestidos nuevos, porque a duras penas entro en los míos.

    Justo entonces algo peludo, caliente y ronroneante rozó el tobillo de Dick, haciéndole pegar un respingo. Bajó la vista a sus pies y exclamó:

    - ¡Eres tú!

    Snowy maulló en respuesta, como si dijera: “claro que soy yo, ¿quién querías que fuera?”. Dick se agachó para coger a la gata y la colocó sobre su regazo.

    - ¡Estás enorme! - le aseguró con asombro, acariciándole el lomo blanco.

    Desde luego, Snowy había crecido considerablemente durante aquellos meses de separación. Se dejó rascar la cabeza y las orejas por Dick, mimosa.

    Molly llegó del mercado poco después y abrazó a su yerno con cariño maternal.

    - ¡Hijo mío, qué alegría tenerte aquí! Santo Dios... estás delgado como un junco – se escandalizó, mirándole de arriba abajo-. Voy a tener que alimentarte bien estos días – concluyó, y la cara del joven se iluminó de contento.

    Los tres pasaron una velada muy agradable, pero en la que Dick comenzó a bostezar muy pronto. Subió, como sonámbulo, a acostarse. No tuvo fuerzas para desvestirse ni para abrir la cama: se tumbó sobre la colcha y cayó instantáneamente dormido.

    Cuando despertó por la mañana tenía un vago recuerdo de Jo ayudándole a ponerse el pijama y a meterse entre las sábanas, igual que a un niño. Se giró de costado y la vio a su lado, durmiendo con expresión beatífica.

    Con cuidado de no despertarla, Dick palpó su abdomen, que pareció cobrar vida propia: notó perfectamente la patada del bebé contra su palma. Los ojos se le humedecieron, maravillado.

    Y así, en contacto con su hijo, tendido junto a su mujer y con Snowy enroscada a los pies de la cama, pensó con emoción contenida: “Mi familia”.




    A pesar de todo, Dick no había olvidado el motivo de su visita. Sin embargo, decidió finalmente no compartir el peso de la culpa con Jo. Carecía de sentido provocar su ira o, mucho peor, su dolor. Aprendería a convivir en soledad con el recuerdo de Mary-Lou y el daño que le había causado.

    En cambio, aprovechó su visita para examinar médicamente a su esposa, constatando así que gozaba de buena salud y que la gestación seguía su curso con normalidad.

    - ¿Para qué es eso? - le preguntó ella cuando sacó de su maletín un estetoscopio de Pinard.

    - Para escuchar el corazón del bebé – le respondió él, aplicando la campana a su vientre.

    Enseguida llegó a sus oídos un rapidísimo tamborileo… pero que no era rítmico, como cabría esperar. Al menos, eso fue lo que creyó en un primer momento. Porque, prácticamente en el acto, entendió lo que ocurría en realidad… y su rostro perdió el color.

    - ¿Qué pasa? - inquirió Jo, asustada por su repentina palidez y su silencio -. ¿Acaso no oyes el latido?

    - No, no es eso…

    - ¿Entonces el qué? ¡Dímelo! - exigió Jo.

    - Oigo dos latidos… de dos corazones diferentes – y como ella le seguía mirando sin comprender, añadió: - Son gemelos, Jo.

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