Y llegó la primavera.

    La tibieza del sol desplazó al frío del invierno, los cielos encapotados se despejaron y los almendros de Hyde Park florecieron. Las rosas, violetas y prímulas convirtieron Kensington Gardens en un estallido de color.

    Gracias a aquellas horas compartidas en su apartamento, la relación laboral entre Dick y Mary-Lou se había ido tornando, día tras día, en algo muy parecido a la amistad.

    En la consulta se compenetraban a la perfección, adelantándose ella a cuanto él necesitase; y al mediodía solían almorzar juntos, aprovechando el buen tiempo, en el jardín interior del hospital. Ocupaban el banco junto a la estatua de Peter Pan y comían los sándwiches (de queso, huevo, pepino, carne o jamón) que Mary-Lou confeccionaba y empaquetaba para ambos. Era entonces cuando charlaban de manera distendida, incluso cómplice; y dejaban de ser el Dr Barnard y la Srta Lovett para ser, simplemente, Dick y Mary-Lou.

    Era también en aquellos almuerzos que la conciencia de Dick cosquilleaba… pues le recordaban que, en más de una ocasión, había sido Jo quien le había hecho compañía en aquel mismo banco.

    - Mira, Jo.

    Le señalaba una estatua en mitad del pequeño jardín. Simbolizaba un niño, vestido únicamente con un pantalón de lo que semejaban ser hojas de árbol. En su mano izquierda un hada tiraba de él, mientras que con la derecha parecía estar lanzando un beso.

    - ¿Adivinas quién es? - le había preguntado él y, cuando Jo había negado, había añadido:

    - Es Peter Pan.

    - ¿Quién? - había replicado ella, con gran extrañeza, arrugando el ceño.

    - ¿No conoces el cuento? - había vuelto a preguntar él, consternado. Y ella había hecho menear sus rizos en nueva negación.

    Él había suspirado para sus adentros, como siempre hacía cuando descubría pequeñas cosas que le hacían sentir alejado de ella. Como si perteneciesen a dos universos diferentes, que si bien coexistían en el mismo tiempo y espacio.

    Dick apenas le había mencionado a Mary-Lou. Jo no sabía que su marido había hecho una nueva amiga, que casualmente era su enfermera; ni que ésta le preparaba sándwiches y le invitaba muchas tardes a tomar el té. Ni, por descontado, que había dormido una noche en su casa.

    Dick sentía cierto desasosiego por ocultarle aquella información sin importancia… al menos para él: Jo era terriblemente celosa y no quería ni imaginar su reacción (o mucho peor, su acción) si llegase a conocer la amistad tan cercana que había forjado con Mary-Lou.

    Pero no lo podía evitar, porque no sólo echaba de menos la compañía, sino el sentirse cuidado. Y aquella joven sensible y buena le alimentaba, le escuchaba y le reía sinceramente los chistes, incluso los menos graciosos.

    Una mañana se topó con ella en el vestíbulo principal, hablando con otra joven que le era desconocida.

    - Dick – le llamó por su diminutivo, y él se aproximó -: te presento a Darrell Rivers, la amiga de quien te hablé. Darrell, él es el Dr Richard Barnard – se dirigió después a su amiga.

    Darrell estrechó la mano de Dick con firmeza: era alta y atlética, con el cabello y los ojos oscuros, y el parecido con su padre, el Dr Rivers, era notable. Miró de soslayo a Mary-Lou al comentar con picardía:

    - Oh, sí, el médico aventurero… estaba deseando conocerte. He oído hablar mucho de ti.

    - ¡Darrell! - protestó Mary-Lou con voz ahogada, enrojeciendo visiblemente.

    Darrell se echó a reír con espontaenidad y Dick simpatizó con ella enseguida. Sonriendo, dijo:

    - Yo también he escuchado mucho sobre ti, Darrell.

    - Todo bueno, espero - se rió ella de nuevo -, y seguro que ni la mitad de fascinante que lo que me ha contado Mary-Lou sobre ti… tanto, que estaría muy interesada en plasmarlo en uno de mis libros.

    Dick alzó una ceja, creyendo que bromeaba y no sabiendo cómo tomárselo, pero la joven escritora le miraba con seriedad.

    - No sé qué decir… - confesó él al constatar que la proposición iba en serio.

    - Di que sí – replicó Darrell con astuta rápidez, provocando su risa -. Podría escribirlo bajo un seudónimo, si lo prefieres.

    - ¿Cómo George Sand? - aludió Dick a la novelista francesa, y Darrell le reveló:

    - Tenía en mente un nombre más extravagante y con tirón… algo como Enid Blyton.

    De pronto, alguien llamó a Darrell por su nombre: era el Dr Rivers, que acudía a su encuentro. La joven saludó a su padre y advirtió a Dick con una sonrisa, antes de marcharse:

    - Esta conversación no ha terminado. No me daré por vencida tan fácilmente.




    El final de la jornada llegó de la mano de un aguacero primaveral.

    Dick, a cubierto en el umbral del edificio, observaba caer la repentina y gruesa cortina de agua, a la espera de que escampase. Siempre le habían fascinado las tormentas: de niño, mientras Ana jugaba con sus muñecas y Julián leía, él se sentaba en la ventana para escuchar retumbar los truenos y ver el cielo iluminarse con los relámpagos.

    Oyó el característico sonido que producía Mary-Lou al caminar con sus zapatos de tacón, y miró por encima de su hombro: la joven se acercaba con un paraguas ya abierto. Con un gesto le indicó que se metiera debajo, junto a ella.

    - Gracias – le sonrió Dick cuando ambos, bajo la sombrilla, echaron a andar.

    - Te acompañaré hasta tu coche – le informó Mary-Lou. Dudó un segundo antes de proponerle: - ...o puedes subir a mi casa hasta que amaine. Ayer horneé galletas de jengibre.

    Dick, por supuesto, no supo resistirse a semejante oferta.

    Como de costumbre, Mary-Lou le invitó a acomodarse en el salón en tanto que preparaba el té. Dick, igual que cuando niño, se apostó en la ventana para seguir contemplando la lluvia. Al hacerlo, reparó por primera vez en el tocadiscos.

    Estaba semi escondido en un rincón, por eso nunca se había percatado. Lo estudió y después, impelido por la curiosidad, hojeó los discos de vinilo que aparecían ordenados a su lado.

    - ¿Te gustan Los Beatles?

    Mary-Lou, que acababa de regresar con la bandeja del té, la depositó en la mesita antes de contestar:

    - No lo sé, aún no he escuchado ese disco. Lo compré en un puesto de Portobello Road. El vendedor me lo recomendó, fue muy insistente.

    Dick, que se había sentido transportado de golpe al Club Gardenia Azul al hallar aquel disco concreto, preguntó con vehemencia:

    - ¿Puedo ponerlo?

    - Claro que sí – respondió Mary-Lou, que parecía sorprendida por su petición.

    Tras encender el tocadiscos, Dick extrajo con cuidado el vinilo de su funda, lo colocó sobre el plato y movió la aguja: los acordes de “Love me do” llenaron el aire.  El joven sonrió para sí con nostalgia, evocando aquella noche. Durante un instante, echó tanto en falta a Jo que le dolió.

    Era muy agradable estar mojando galletas de jengibre en té con leche caliente, como si fuese un crío; con Los Beatles como música de fondo y las gotas de lluvia repiqueteando en el cristal.

    - ¡Estas galletas están espectaculares, Mary-Lou! - afirmó Dick con la boca llena, plenamente convencido -. C’ont magnifiques!, que dirían los franceses.

    - Vous êtes très gentil, monsieur – fue la sorprendente respuesta de Mary-Lou, con un perfecto acento francés. Dick la miró, aturdido, y ella se rió y explicó:

    - Cuando tenía trece años pasé todo un verano en Francia, con mis padres.

    - Yo también, con quince – repuso Dick, y añadió con media sonrisa: - Bien sûr, nous avons beaucoup en commun.

    - Rien ne me plaît plus – replicó la joven con suavidad pero muy seria, mirándolo fijamente. Dick, por algún motivo, se sintió súbita y extrañamente inquieto. Fingió volver a concentrarse en su té con galletas.

    Ella le había desabrochado la camisa mientras él, que contenía el aliento, observaba sus pequeños dedos soltar los botones de sus hojales. Le había mirado fijamente y le había pedido: “Dime algo en francés”

    Dick se atragantó con un trozo de galleta y rompió a toser.

    Mary-Lou, de inmediato, marchó rauda a la cocina y retornó con un vaso rebosante de agua, que Dick apuró de un solo trago.

    Él había suspirado, cerrado los ojos y murmurado: “Je t’aime follement”

    Le devolvió el vaso ya vacío y musitó un gracias con voz estrangulada.

    El desasosiego crecía en el pecho de Dick, al preguntarse por vez primera si no estaba siendo desleal a su esposa, cuando no directamente infiel, al aceptar las bondades de otra mujer que, de pronto, empezaba a temer que no deseara tan sólo su amistad.

    - Se acabaron las galletas por hoy – declaró entonces Mary-Lou con maternal burla, arrebatándole el platillo y la taza, y Dick rió nerviosamente.

    - Creo que debería irme – dijo, disfrazando su incomodidad de cortesía.

    - Puedes quedarte el tiempo que quieras, ya lo sabes – manifestó la joven, con cierta tristeza en los ojos.

    - Lo sé – confirmó Dick, pero se levantó de la silla.

    En aquel momento la aguja del tocadiscos cambió de canción: John Lennon entonaba una balada. Mary-Lou, como si no se diese cuenta de lo que hacía, se movió levemente al compás.

    Dick sonrió, enternecido, al verla mecerse de manera abstraída. Quizás no hubiera ninguna doble intención en su comportamiento, reflexionó con alivio; quizás tan sólo era una joven buena y amable que se sentía sola. Igual que él mismo.

    Mary-Lou percibió que él la observaba y se ruborizó entera, envarándose.

    - No, por favor, sigue bailando – le pidió Dick. Pero ella bajó la cabeza y los párpados, y murmuró apenada:

    - Las canciones lentas son para bailar en pareja.

    - Tienes razón – estuvo de acuerdo Dick, y la tomó de la mano.

    Posó la mano libre en la parte baja de su espalda, abrazando así su cintura; en tanto que ella dejaba descansar la suya en su hombro. Empezó a dar pequeños pasos sin moverse del sitio, siguiendo el ritmo de la música. Mary-Lou, con sus asustadizos ojos muy abiertos, se dejó llevar.

    Estrechó firmemente a su mujer contra sí, sintiendo cada curva de su cuerpo a través de la ropa. Ella, envuelta en penumbra, estaba preciosa…

    A Dick le dio un vuelco al corazón al ser consciente de que había bailado esa precisa balada con Jo, en aquel club nocturno del Soho donde Los Beatles habían actuado. Nuevamente se sintió invadido por las dudas… y por la culpa.

    Entonces ocurrió algo que despejó todas sus dudas. Algo que le hizo comprender que había sido un ingenuo y un egoísta… Mary-Lou le susurró al oído, con infinita ternura:

    - Eres el hombre más maravilloso que he conocido.

    Los ojos de Dick, sobrecogido, se agrandaron desmesuradamente, y sus pupilas se dilataron hasta casi ocultar por completo el iris.

    - Mary -Lou… - pronunció con voz ronca, pero ella le puso con dulzura el dedo índice sobre los labios, indicándole silencio; y continuó susurrando, impertérrita:

    - Eres tan bueno, tan divertido… y, oh, Señor, eres tan guapo – gimió, como si su apostura le causara dolor físico.

    Había acompañado cada una de sus palabras con una caricia: primero la mejilla, después el cabello, que le había apartado de la frente, y por último los labios. Dick, con verdadero espanto, notó como su joven cuerpo reaccionaba con excitación a aquellas caricias.

    Mary-Lou, cuya mirada se había quedado prendida en sus labios, alzó de nuevo los ojos: había en ellos tal súplica de amor y deseo que Dick, sabiéndose al albur de sus instintos más profundos, se sintió aterrado. Entonces, colocando la mano en su nuca, la enfermera lo atrajo hacia sí para besarlo.

    Dick, por acto reflejo, no pudo evitar cerrar los ojos al sentir el contacto húmedo y aterciopelado de otros labios. Sin embargo, se apartó en seguida y trastabilló unos pasos atrás, hasta dar con su espalda en la pared: se apretó contra ella como un animal acorralado.

    - Estoy casado... – le recordó con apenas un hilo de voz.

    Los ojos de Mary-Lou se habían cuajado en lágrimas. Recorrió la escasa distancia que ahora les separaba y apoyó las palmas en el pecho de Dick: una vez más, le contempló con desesperada súplica.

    - Por favor, quédate conmigo - le imploró. Su boca tembló al hablar, a punto de descoserse en llanto -... Te quiero.

    Dick creyó que la cabeza le iba estallar en mil pedazos.

    Con firmeza, agarró las muñecas de Mary-Lou y la alejó de sí. Después, con cierta dureza tanto en su rostro como en su voz, replicó:

    - Y yo quiero a mi mujer.

    Mary-Lou se cubrió la cara con las manos y prorrumpió en desgarradores sollozos.

    Dick, odiándose por causarle semejante pena a tan dulce criatura, recogió su chaqueta y abrió la puerta del pequeño piso que se había convertido en su refugio, comprendiendo que jamás regresaría a él.

   

Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO