- Es aquí – le indicó Mary-Lou, al tiempo que extraía de su bolso el juego de llaves.

    Tras abrir el portón de la finca, ambos subieron por las empinadas y estrechas escaleras hasta alcanzar el tercer piso, donde ella vivía.

    Un quejido de bisagras delató a su anciana vecina, la señora Darcy, que espiaba a través del resquicio de su puerta. Mary-Lou, que se encontraba abriendo la suya propia, giró automáticamente la cabeza, en dirección al ruido:

    - Oh... buenas tardes, señora Darcy.

    La anciana, sin corresponder a su saludo, desapareció de su vista y cerró la puerta.

    Mary-Lou notó como un sofoco ascendía por su cuello y cara… A buen seguro la señora Darcy no tardaría en contar, a todo aquel que quisiera escucharla, que la había sorprendido llevando un hombre a casa.

    - ¡Qué encanto! - comentó Dick con sorna.

    Una vez dentro y tras colgar los abrigos en el perchero, Mary-Lou le condujo al pequeño salón y le invitó a ponerse cómodo mientras ella preparaba el té.

    Algo nerviosa sin poder evitarlo, puso el agua a hervir y emplató el prometido pastel de ciruelas. Después desempolvó el preciado juego de té Royal Albert, heredado de su abuela, y lo dispuso sobre una bandeja. Cuando tuvo todo listo, inspiró hondo y regresó al salón.

    Cuando Mary-Lou, transportando la sobrecargada bandeja, apareció, Dick no dudó en acudir en su ayuda, galante:

    - Permíteme, debe pesarte mucho.

    Mary-Lou aceptó su ayuda, agradecida y hallando un nuevo motivo de atracción por aquel joven médico.

    Recordaba perfectamente el día que le conoció, rememoró mientras le veía llevar la bandeja del té a la mesa eduardina. El Dr Diggory le había presentado a la nueva remesa de médicos internos y, de entre todos ellos, sólo uno había llamado, poderosamente, su atención.

    Había sido por sus ojos: no sólo por el color, de una tonalidad caleidoscópica (marrón, verde, incluso gris); sino por la genuina amabilidad que destilaban. Pertenecían a un joven de cabello oscuro y rebelde, de facciones armoniosas y amplia sonrisa. De estatura correcta y complexión delgada. En conjunto una belleza modesta que, sin embargo, la cautivó.

    Tomaron asiento, el uno frente al otro, y Mary-Lou vertió el té en sendas tazas.

    - ¿Es siempre así?

    Mary-Lou le miró, confundida, y Dick aclaró el contexto de su pregunta:

    - El Dr Rivers.

    - Tiene el carácter fuerte y a veces pierde los estribos - reconoció ella con cautela -. Pero es una buena persona, además de un excelente cirujano. Darrell se parece mucho a él.

    - ¿Quién es Darrell?

    - Darrell Rivers, su hija. Somos muy amigas.

    - ¿Es enfermera del hospital?

    - No, no lo es – se rió Mary-Lou -. Es escritora. Estudiamos juntas en Torres de Malory, un internado femenino en Cornualles.

    - Yo también estuve interno. Tenemos eso en común – apuntó Dick y ella sonrió, secreta y absurdamente dichosa.

    Muy pronto tanto el el té caliente como el pastel (del cual se comió, poco menos, las tres cuartas partes) devolvieron el color al rostro de Dick.

    Mary-Lou, de hecho, no cabía en sí de asombro: nunca había visto semejante apetito. Nadie lo diría, teniendo en cuenta su delgadez. ¡Pero con qué placer comía!, pensó con divertida ternura, mientras le veía masticar con el feliz entusiasmo de un niño.

    - ¡Este pastel está realmente delicioso, Mary-Lou! - le aseguró el joven -. Eres tan buena cocinera como mi mujer.

    Sus palabras tuvieron un curioso efecto en Mary-Lou: sintió una repentina y dolorosa punzada en el pecho.  

    Por supuesto que sabía que estaba casado, se recordó a sí misma, desviando la mirada hacia el fino anillo dorado. Algunas de sus compañeras enfermeras, aquellas que le ponían ojos de cordero degollado, solían lamentarse de esta circunstancia; aunque ella nunca había prestado demasiada atención a sus cotilleos.

    - Quizás esté preocupada por tu tardanza – reparó en ello de repente, y le ofreció: - Puedes llamar desde mi teléfono, si quieres.

    Pero él negó con la cabeza, explicándose:

    - No está en Londres… sino pasando una temporada con su madre, en Dorset. Ha estado delicada de salud y le recomendaron el aire del campo.

    - Oh, lo siento.

    - No está enferma… es por el bebé.

    La inesperada revelación le provocó una nueva punzada, mucho más aguda que la anterior.

    - ¿Es… tu primer hijo? - acertó a preguntar Mary-Lou. Era como si una garra le oprimiese el pecho, dificultándole el respirar.

    - Así es – respondió él, con una sonrisa inexplicablemente triste.

    - Enhorabuena – murmuró, forzando ella misma una sonrisa.

    - Gracias… - de pronto, la miró fijamente y le confesó: - No sé si estoy preparado para ser padre.

    Era la primera vez que Dick expresaba en voz alta aquel temor, y sintió un extraño alivio al hacerlo.

    Mary-Lou, guiada por un súbito impulso, extendió su mano hasta alcanzar la de él. Una mano sorprendentemente suave para un hombre, reflexionó, estremeciéndose.

    - He visto cómo tratas a los niños en el hospital. El cuidado con el que les exploras, el cariño con el que les hablas, la manera en que les haces reír – enumeró, muy seria-. A mí no me cabe la menor duda, Dick: vas a ser un gran padre.

    Dick, conmovido, le apretó la mano. Ella se ruborizó y bajó la mirada, turbada.

    - Me recuerdas tanto a mi hermana Ana… – le oyó decir. Mary-Lou levantó de nuevo la vista, desconcertada: el joven médico le sonreía, risueño -. Eres tan gentil como ella, Mary-Lou.

    El pulso de Mary-Lou se aceleró con violencia… “Está casado”, se repitió mentalmente.

    - ¿Es tu única hermana? - indagó con curiosidad: ansiaba saber más acerca de él.

    - No, tengo también un hermano mayor, Julián – replicó él. Con delicadeza, apartó su mano y Mary-Lou comprendió, avergonzada, que la había retenido demasiado tiempo entre sus dedos-. Ana es mi hermana pequeña. Y también está Jorge, desde luego – añadió, sonriendo ampliamente.

    - ¿Jorge es otro de tus hermanos?

    Dick se echó a reír:

    -  No, Jorge es mi prima… Jorgina, en realidad, pero no consiente que nadie le llame por su verdadero nombre, ¡se pone hecha una auténtica fiera! - volvió a reír felizmente. Mary-Lou sonrió, compartiendo su buen humor. Él continuó:

    - De niños, los cuatro éramos inseparables: Julián, Jorge, Ana y yo… bueno, Cinco, contando al viejo Tím, el perro de mi prima. Pasábamos juntos todas las vacaciones, la mayoría en Bahía Kirrin, un pueblo de costa en Dorset, donde vivían mis tíos. Solíamos coger nuestras bicicletas, llenar las cestas de comida y campar a nuestras anchas por los alrededores.

    - Suena muy emocionante – hizo notar Mary-Lou.

    - Oh, sí… no te puedes imaginar hasta qué punto.

    - ¿A qué te refieres?

    - A que lo que comenzaba como unas tranquilas vacaciones, terminaba, invariablemente, en una peligrosa aventura.

    - ¿Una “aventura”? - repitió Mary-Lou extrañada, a quien incluso el concepto le era ajeno.

    Entonces Dick empezó a relatarle, desde el principio, la Historia de Los Cinco. 

    Habló y habló de aquellos años dorados de su adolescencia… y Mary-Lou, embelesada, le escuchaba sin apenas pestañear: le encantaba el timbre de su voz. En su fuero interno, se decía que ella no habría disfrutado en absoluto de aquellas espeluznantes “aventuras”; pero resultaba evidente que para él eran la esencia de la vida misma, y su entusiasmo era contagioso.

    Más tarde, acomodados en el sofá, Mary-Lou le ofreció un vaso de licor y él lo aceptó con gusto: sus mejillas se tiñeron de escarlata por el calor del alcohol y su charla se tornó aún más animada. 

    Súbitamente, sonó el teléfono. Mary-Lou se disculpó por la interrupción y acudió, con reticencia, a contestar el aparato.

    No tardó más de diez minutos en despachar la llamada. Sin embargo, cuando regresó al salón, se encontró a Dick profundamente dormido: a Mary-Lou, desprevenida, le dio un tremendo vuelco el corazón.

    La joven se mordió el labio inferior, sin saber qué hacer: ¿despertarle y enviarle a su casa? ¿O dejarle pasar la noche en su sofá, a escasos metros de la habitación donde ella misma dormía? La simple idea le aterraba y emocionaba a partes iguales.

    Mary-Lou, habiendo tomado una osada decisión, se acercó y le desabrochó los zapatos. Después, con sumo cuidado, le movió hasta que la cabeza reposó sobre un mullido cojín y le subió las piernas, tumbándole sobre el sofá. Dio un paso atrás, sin llegar a creérselo.

    Se arrodilló en la alfombra, justo a la altura de su rostro, y le contempló de cerca. El cabello le caía, casi tapándole los ojos, y dormía con la boca entreabierta. Mary-Lou suspiró para sus adentros: qué guapo era. Acercó su propio rostro y notó su aliento tibio, empañado de brandy: el loco y acuciante anhelo de besarle la poseyó. Se sintió asustada, no habiéndose visto dominada por el deseo nunca antes.

    - ¿Jo?

    Mary-Lou se quedó petrificada, sin atreverse a respirar siquiera.

    - Jo… tengo frío – se quejó él con los ojos aún cerrados y una pequeña arruga en la frente.

    Hablaba en sueños y reclamaba a su mujer, comprendió Mary-Lou de pronto. Aun dormido, había intuido su presencia… aunque fuera errónea. El dolor en su pecho se le antojó insoportable. 

    Buscó una gruesa manta y le arropó con ella. Él se acurrucó debajo y exhaló un suspiro placentero.

    Mary-Lou le contempló una última vez: las lágrimas acudieron a sus ojos y le temblaron los labios. Entonces, con un gran peso en el corazón, se marchó a la cama.




    - Buenos días…

    Mary-Lou, atareada en los fogones, se sobresaltó al oír su voz.

    Dick -  con el pelo revuelto, la ropa arrugada y expresión avergonzada- se había quedado plantado en el umbral de la cocina, sin decidirse a entrar. Empezó a excusarse, abochornado:

    - Lo siento muchísimo, Mary-Lou. Descansé la vista un instante y...

    - No tienes que disculparte – le interrumpió Mary-Lou, que había enrojecido hasta la raíz del cabello: al verle, el vívido recuerdo de lo soñado aquella interminable noche la había sacudido. No era católica, pero sentía la necesidad de confesarse.

    - Debiste despertarme… – se lamentó él, pesaroso.

    - Parecías agotado… no tuve valor de hacerlo – balbuceó Mary-Lou, repentinamente acongojada. Se tranquilizó un tanto cuando él, con una mueca tímida, admitió:

    - Me quedo dormido con facilidad.

    Mary-Lou le sonrió, derritiéndose por dentro, y anunció:

    - En seguida estará el desayuno.

    Dick se sentó a la mesa de la cocina, en donde ya había un plato con tostadas untadas de dorada mantequilla, un tarro de mermelada de naranja casera y dos humeantes tazas de café. Además, le fue servida una ración de huevos revueltos y crujientes lonchas de beicon. Al joven, tan hambriento como de costumbre, se le hizo la boca agua.

    Mary-Lou también se sentó y agarró con ambas manos su taza de café; con tanta fuerza, que bien podría haber dejado impresas sus huellas dactilares. Apenas había pegado ojo durante la noche y, cuando lo había hecho, su subconsciente la había atormentado a través del sueño…

    Un estremecimiento la recorrió el cuerpo... había sido tan real.

    Igual que la tarde anterior, se dedicó a observar al joven médico mientras éste devoraba, con deleite, su desayuno: su infantil apetito la tenía fascinada. 

    Se había despertado al notar como el colchón cedía… y antes de tan siquiera comprender qué estaba ocurriendo, le tenía encima: ahogó una exclamación al sentir el peso de su cuerpo e intuir sus rasgos en la oscuridad, a escasos centímetros de distancia.

    - ¿Tú no tomas nada?

    Mary-Lou pegó un respingo y comenzó a beber su café a pequeños sorbos.

    No hubo palabras de amor… no hubo palabras de ningún tipo. No le pidió permiso ni tampoco perdón. No hubo ni la más mínima introducción: tan sólo la tomó, como si tuviese pleno derecho.

    La taza se le escurrió de entre los dedos y chocó contra el platillo: el café se derramó y se extendió rápidamente por el mantel.

    - ¡Oh, Dios mío, qué torpe soy…!

    - No pasa nada – aseguró Dick, sorprendido por su reacción: parecía muy alterada. Mary-Lou había saltado de su silla y aferrado con frenesí un paño seco, para absorber el líquido derramado.

    Mientras frotaba la mancha que había dejado el café a su paso, Mary-Lou hacía denodados esfuerzos por alejar de sí las oníricas imágenes… ¿Cómo iba a volver a mirarle a la cara?, se dijo con auténtica consternación, ¡era un hombre casado!… y por si esto fuera poco trabajaban juntos, como médico y enfermera. 

    Tras terminar de recoger, observó que Dick presentaba un aspecto algo desaliñado. Sin pararse a pensar en lo que decía, le propuso:

    - Puedes quitarte la ropa, si quieres.

    - ¿Cómo dices?

    - Que puedo plancharte la ropa, si quieres – rectificó Mary-Lou, sencillamente horrorizada por el desliz: deseó que la tierra se abriera y se la tragase -. Está bastante arrugada.

    Dick bajó la mirada, constatando que ella estaba en lo cierto. No queriendo abusar de su hospitalidad, dijo con tono humilde:

    - Si no es molestia…

    - En absoluto – respondió ella, rotunda -. Puedes darte una ducha, mientras tanto… también si tú quieres – se apresuró a especificar.

    - Una ducha no me vendría mal, desde luego - reconoció Dick, agradecido.

    Así pues, mientras él se relajaba bajo el agradable chorro de agua, Mary-Lou planchó sus prendas. Durante un glorioso momento, la joven acarició la fantasía de estar deslizando la plancha de hierro candente sobre la camisa de su esposo. 

    Media hora más tarde, abandonaban juntos el apartamento. De nuevo, un acusador chirrido alertó a Mary-Lou de que su vecina, la Sra. Darcy, les espiaba desde su puerta.

    “Lo que me faltaba”, pensó la joven sintiéndose desfallecer. Pero el colmo del horror fue cuando notó un brazo alrededor de su cintura, apretándola contra sí en una inequívoca muestra de posesión, y escuchó la voz de Dick:

    - ¡Buenos días! - le deseó alegremente a la anciana.

    La puerta se cerró de inmediato con sonoridad, y ambos jóvenes rompieron a reír con ganas.

    - Pobre Sra. Darcy... – se apiadó Mary-Lou.

    - No me da ninguna pena.

    - Hay gente mayor que está muy sola – argumentó ella con sabia sencillez.

    Aún seguían riéndose a costa de la chismosa anciana y de la jovial burla de Dick, cuando llegaron a la entrada del hospital de Great Ormond Street.

    - ¿Te veo en la consulta? - le preguntó Dick, sonriente.

    - Hoy no… tengo turno en el paritorio – explicó Mary-Lou, sin esconder su decepción. A continuación los dos guardaron silencio.



    Dick, que había olvidado que aparte de enfermera ejercía de comadrona, se sintió súbitamente incómodo. Con torpeza, expresó:

    - Bueno, pues ya nos veremos...

    - Sí, nos veremos.

    Con un gesto de su mano, Dick se despidió y se fue. Pero no había dado ni tres pasos cuando, recapacitando, dio media vuelta: Mary-Lou no se había movido y miraba a sus pies, con expresión desdichada. 

   - Mary-Lou – la llamó, y ella levantó la cabeza de inmediato -. Muchísimas gracias, Mary-Lou… por todo – añadió, enfatizando las dos últimas palabras.

    El rostro de la joven se iluminó con una gran sonrisa y replicó:

    - Ha sido un placer… Dr Barnard – y Dick le sonrió a su vez.

    - Hasta la vista… señorita Lovett.

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