A pesar de ser extremadamente callada, la señorita Lovett resultó ser un soplo de aire fresco en comparación con la vieja Campbell. Era tan silenciosa y discreta que Dick, a veces, se olvidaba por completo de ella.

    Era una joven de más o menos su edad, de delicadas facciones y aún más delicados movimientos. Respondía con educación a las preguntas de Dick, pero jamás decía una palabra más de las estrictamente necesarias. Sin embargo, trataba a los niños con el candor de una madre y se mostraba segura al ejercer su labor.  

    Aquel invierno en Londres fue especialmente frío: muchos niños cayeron enfermos. Dick trabajaba largas jornadas, tras las cuales regresaba a una casa donde no le esperaba absolutamente nadie. En ocasiones, la soledad y el cansancio le ganaban la batalla; y echaba dolorosamente de menos a Jo.

    Pasaron los días, las semanas y los meses… se acercaba la primavera. Un día como otro cualquiera, diagnosticó de apendicitis a uno de sus pequeños pacientes. El Jefe de Cirugía, el Dr Rivers, famoso tanto por su pericia como por sus arranques de genio, asumió la operación y, para su indescriptible sorpresa, eligió al propio Dick como ayudante.

    Todo estaba listo para comenzar la cirugía cuando llegó al quirófano. El anestesista, que ya había dormido al chiquillo, ni tan siquiera reparó en él, pero la enfermera instrumentista le saludó cortésmente:

    - Buenos días, Dr Barnard.

    Dick tardó un momento en reconocer a la señorita Lovett.

    Estaba vestida para la intervención, con el cabello recogido dentro de un gorro y una mascarilla cubriéndole nariz y boca. Sólo quedaban al descubierto sus ojos oscuros, grandes y redondos, que siempre le hacían pensar en un ratoncillo asustado.

    - Bisturí – ordenó el Dr Rivers, antes de que Dick pudiese corresponder al saludo, y la joven le brindó el escalpelo.

    El Dr Rivers trabajaba con extraordinaria rapidez y precisión: era obvio que había realizado aquel mismo procedimiento incontables veces. En tiempo récord localizó el apéndice y lo clampó. Dick tuvo un ligero sobresalto al escuchar decirle:

    - Córtelo, Dr Barnard.

    Dick se giró hacia la señorita Lovett:

    - Tijeras… por favor.

    Al entregarle el instrumental, los ojos de la joven enfermera se cruzaron con los suyos, como el día que la conoció. También igual que entonces, le sostuvo la mirada un largo segundo… y luego la desvió. Aunque sólo veía una delgada franja de su cara, Dick se percató de que había enrojecido.

    Cogiendo aire, cortó el apéndice… y seccionó una arteria: un inesperado chorro de sangre le saltó a la ropa.

    - ¡Pero qué demonios ha hecho! - rugió el Dr Rivers, al tiempo que la sangre, de un rojo vivo, inundaba el espacio quirúrgico -. ¡ASPIRADOR!

    Poco después el Dr Rivers conseguía detener la hemorragia. No obstante, estaba furioso con Dick, al que gritó sin contemplaciones:

    - ¡Largo de mi quirófano! ¡FUERA!

    Temblando de la cabeza a los pies, Dick acató la orden de inmediato.

    Aún temblaba en el pasillo cuando el Dr Rivers, terminada la cirugía, atravesó las puertas plomadas. Apuntando a Dick con el dedo, pronunció unas palabras que quedarían tristemente grabadas en su memoria:

    - Si esa criatura hubiera muerto en mi mesa de operaciones por su culpa, le habría obligado a mirar a sus pobres padres a la cara para darles usted mismo la noticia.

    Y tras aquella durísima afirmación, se marchó dejándole nuevamente solo.

    Más tarde, en su consulta, tenía ya puesta la chaqueta y el maletín en la mano cuando, de repente, un irreprimible sollozo escaló por su garganta y escapó de sus labios… El trauma y el remordimiento por lo acontecido eran tan avasalladores que se derrumbó.

    - Dr Barnard…

    A Dick, del susto, se le cortó el llanto.

    La señorita Lovett, en ropa de calle, había regresado sobre sus pasos. Con discreción, agarró su bolso, que había dejado olvidado.

    - Discúlpeme – se excusó, dando media vuelta. Sin embargo, le miró por encima de su hombro y preguntó con gentileza:

    - ¿Se encuentra bien?

    - Sí, gracias… - musitó Dick, apabullado de vergüenza. Se sintió en el deber de disculparse él también: - Lamento mucho que me haya visto en este estado.

    La señorita Lovett giró sobre sus tacones y expresó:

    - Todos hemos pasado por lo mismo… - y cuando Dick la miró sin comprender, explicó: - Cometer errores de graves consecuencias. La primera vez nos marca de por vida… cuesta mucho olvidarlo. Pero, con suerte, aprendemos de dichos errores y seguimos adelante.

    - ¿Cómo? ¿Cómo se consigue seguir después de algo así?- indagó Dick en voz baja, alicaído.

    - Aprendiendo, primero, a perdonarnos a nosotros mismos… Es la parte más difícil, pero la más fundamental.

    Dick sintió como sus sabias palabras, realmente, le consolaban. Contempló a la joven, curioso, bajo una nueva luz. Esta última, con las mejillas súbitamente rojas como manzanas, volvió a hablar:

    - Vivo a dos calles de aquí, frente a Russell Square Station. Si lo desea, puedo ofrecerle una taza de té y un trozo de pastel de ciruelas. Lo hago yo misma – añadió con modestia, haciéndole sonreír.

    - Me gustaría mucho – contestó Dick con sinceridad, y extendiendo su mano derecha: 

    - Me llamo Dick. No me sigas tratando de usted, por favor.

    - Intentaré recordarlo – prometió ella con otra sonrisa, estrechando su mano -. Yo soy Mary-Lou.


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