“Continúa la búsqueda de François Dupain, desaparecido la víspera de Navidad en extrañas circunstancias. El célebre científico francés fue visto por última vez en el hotel Savoy de Londres, donde...”

 

    Una diminuta pata blanca arañó el papel con sus garras, interrumpiendo su lectura.

    Dick bajó la mirada hasta su regazo, donde Snowy reclamaba su atención con lastimeros maullidos. Sonriendo, cogió a la gatita y la colocó sobre su hombro: el animal se apretó contra su cuello y ronroneó de placer.

    - Eres una chica que sabe lo que quiere, ¿eh? - le susurró con cariño.

    Era una perezosa tarde de domingo. Dick leía el Times en el salón mientras Jo preparaba el té en la cocina. El joven se sentía tranquilo y feliz, dueño y señor de su hogar. Con un suspiro de satisfacción, cerró los ojos.

    Un estruendo de loza rota, proveniente de la cocina, le hizo abrirlos de golpe.

    - ¡Jo! ¿Qué ha pasado? - llamó a su esposa, y al no recibir respuesta -: … ¿Jo?

    Repentinamente preocupado, dejó a la gatita, que ni se había inmutado, encima del sofá y se acercó a la cocina para averiguar lo ocurrido.

    Descubrió así que la bandeja del té había caído al suelo: trozos de porcelana habían salido disparados en todas direcciones, y tanto el té como la leche se habían derramado sobre las losas. Detrás del pequeño desastre se encontraba tirado, de cualquier manera, el cuerpo inconsciente de Jo.

    - ¡JO!




    Retorciéndose las manos, recorría el pasillo arriba y abajo, pues no podía permanecer quieto. Por fin, tras una eterna y agónica espera, la puerta del dormitorio se abrió y el Dr Drew apareció, cerrándola tras de sí.

    - ¿Y bien?

    - Se recuperará – afirmó el doctor con convicción. Dick dejó escapar un gemido de alivio -. Ha sido un mero desvanecimiento, algo habitual durante el embarazo.

    - Y la caída… ¿no ha hecho daño al bebé? - murmuró Dick, con súbita angustia.

    - Aún es pronto para saberlo, pero yo no me preocuparía – le tranquilizó el Dr Drew, y añadió con entonación de colega: - Recuerda que la bolsa de las aguas cumple bien su función en ese aspecto.

    Dick, avergonzado, asintió. En aquel momento se sentía más cerca de un niño ignorante que de un compañero de profesión. 

    - Vamos, dejemos que descanse – resolvió el Dr Drew, posando su mano en la espalda de Dick y conduciéndole de vuelta al salón. El joven, al que no le sostenían las piernas, tomó asiento.

    El doctor extrajo de su chaqueta una pipa, una tabaquera y una caja de fósforos. Rellenó la primera con un pellizco de tabaco y después rascó una cerilla, que prendió fuego. Cuando la pipa empezó a humear se la tendió a Dick, asegurando:

    - Ten, te calmará los nervios.

    Dick, con manos temblorosas, la aceptó.

    Nada más ver la silueta inerte de Jo, había hincado sus rodillas en el suelo y comprobado con urgencia que aún respiraba y que su corazón todavía latía. Después había intentado que volviera en sí, sin éxito. Finalmente, había cargado con su cuerpo desmadejado y lo había depositado sobre la cama; y había corrido a telefonear al Dr Drew.

    El Dr Drew era el médico de la familia Barnard. Había sido él quien había recomendado a Los Cinco el aire de las nevadas montañas de Gales, la Navidad que habían caído enfermos. Ahora se mesaba la barba, pensativo. De repente, comentó:

    - Jo, a simple vista, es una mujer joven y sana… pero, al examinarla, he topado con algunos hallazgos que han llamado notablemente mi atención.

    - ¿Cómo cuáles? - preguntó Dick rápidamente.

    - Signos de desnutrición infantil – aseveró el doctor con rotundidad -. La malnutrición en la infancia deja huellas permanentes, incluso en la edad adulta.

    A la gente no suele gustarle que me acerque a la puerta de sus cocinas, temen que les robe algo… y yo lo hago, si puedo; le había confesado la niña.

    No debes hacerlo, había declarado él.

    ¿Acaso no lo harías tú si estuvieras hambriento? ¿Tan hambriento que no soportaras la visión del carrito del panadero?, había rebatido ella.

    - Aunque eso no es todo – continuó el Dr Drew, cuyo semblante reflejaba auténtica gravedad-: he palpado una cantidad inusual de callos de fractura. Por ello, debes contestarme con total sinceridad, Dick: ¿sabes si Jo sufrió abusos en su niñez?

    ¡Oye! ¡Dime que no fui yo quien te hizo ese cardenal...!

    ¿Qué cardenal? ¡Ah! ¿El que tengo en la barbilla?, había dicho la niña palpándolo. Sí, aquí fue donde me pegaste cuando me hiciste volar por los aires. Bueno, no importa. He recibido otros golpes mucho peores de mi padre.

    Dick, con tristeza, respondió en un susurro:

    - Sí...

    El Dr Drew se mantuvo en silencio, en apenada comprensión. Entonces declaró:

    - Me temo, hijo mío, que eso supone un problema a la hora de llevar a término un embarazo.

    - ¿Qué quiere decir? - se alarmó Dick.

    - La gestación supone un gran gasto energético y de recursos para la madre, que debe cubrir las necesidades del bebé además de las propias – le explicó el doctor -. Si esta demanda es mayor que la capacidad materna, el bebé irá diezmando las reservas hasta que el proceso sea insostenible…

    Dick sintió como si una garra helada le estrujase el estómago.

    - ¿Hay… algo que se pueda hacer?

    El Dr Drew, con alentadora seguridad, repuso:

    - Sí, lo hay: reposo hasta el nacimiento. Que no realice el más mínimo esfuerzo y esté atendida en todo momento. Llévala fuera de Londres, a un sitio apacible donde pueda respirar aire puro, cerca del mar a ser posible. ¿Conoces algún lugar así?

    Dick movió la cabeza afirmativamente, mientras en su mente se dibujaban la verde campiña de Dorset y la azul Bahía de Kirrin.




    - ¡No pienso marcharme de aquí! - amenazó Jo por enésima vez, con los brazos ferozmente cruzados sobre el pecho.

    Estaba acostada en la cama, siguiendo las directrices del Dr Drew, en contra de su voluntad.

    - Oh, sí que lo harás, Jo. Te irás a Greyton con tu madre – rechazó Dick, tajante -. Soy tu marido y harás lo que yo te diga – zanjó la cuestión con autoridad.

    Jo, indignadísima, abrió la boca para protestar enérgicamente… y la cerró en seguida al apreciar la sonrisa burlona de Dick, que evidenciaba que la estaba tomando el pelo. Jo no pudo evitar devolverle la sonrisa, pero le pegó con su pequeño puño en un brazo.

    - No quiero que vivamos separados – dijo Jo entonces, amable pero seria.

    - Yo tampoco – admitió Dick -. Pero es necesario – y posó su mano sobre la incipiente curvatura del vientre de Jo.

    En ese preciso instante percibió una vibración bajo sus dedos: miró a su esposa, que también lo había notado, y ambos se sonrieron con dulce complicidad.

    - ¿Quién cuidará de ti mientras estoy fuera? - le preguntó Jo, preocupada.

    - Tengo casi veinticinco años, Jo. Sé cuidar de mí mismo.

    - Apenas sabes cocinar – le recordó Jo -. Nunca te has lavado tu propia ropa y no sabes planchar. ¡Si ni siquiera haces bien la cama! Eres un inútil – terminó con una mueca.

    - Vaya… muchas gracias – ironizó él, arqueando las cejas, y ambos se echaron a reír.

    - Ya he hablado con la Sra Mackenzie, nuestra vecina de arriba – empezó a relatar Dick -. Ella se encargará de la casa en tu ausencia. Hemos acordado un modesto salario.

    - ¿Y qué hay de mi trabajo en el hospital? - cayó de pronto Jo en la cuenta.

    Tras el drama que había supuesto para su matrimonio la aventura de Jo en el Circo, Dick se había prometido que no cometería el mismo error: no volvería a dejarla sola. La beneficencia del hospital de Great Ormond Street siempre necesitaba voluntarios, y se le había ocurrido que sería una ocupación perfecta para Jo. De esta manera, tres días en semana, ella le acompañaba a Londres y se sentía realizada, ayudando a las madres y niños menos afortunados; como ella misma había sido.

    - Ya encontrarán a alguien – le restó importancia Dick -. ¿Algo más?

    - Sí… que voy a echarte mucho de menos – susurró Jo.

    Dick, sentado a su lado en el borde la cama, le acarició el cabello y la cara, y susurró a su vez:

    - Yo también a ti, mi pequeña Jo.




    Dick solicitó un permiso para poder viajar a Greyton.

    Ayudó a Jo a instalarse en casa de Molly, que no disimulaba su dicha por tenerla de nuevo bajo su techo. Después regresó a Londres, completamente solo. Su pequeña vivienda de los suburbios se le antojó, de repente, demasiado grande y vacía. Incluso echaba en falta a Snowy, la gata, que había dejado al cuidado de Jo.

    A la mañana siguiente, nada más llegar al hospital, el Dr Diggory, su áspero jefe, le llamó a su despacho. Dick golpeó con sus nudillos en la puerta y fue invitado a pasar:

    - ¡Adelante!

    Dick obedeció y se sorprendió al encontrar allí, acompañando a su superior, a la tímida enfermera que le había sido presentada en su primer día.

    - Dr Barnard, esta es la señorita Lovett – le recordó su nombre el Dr Diggory, señalándola: la joven saludó a Dick con un leve asentimiento -. Sustituirá a la señorita Campbell, que ha pedido  la jubilación.

    - ¿De verdad? - dijo Dick, sin poder ocultar su alegría. El Dr Diggory frunció el ceño y la señorita Lovett tosió discretamente -. Es decir, me alegro mucho por ella. Espero que disfrute de tan merecido descanso – se apresuró a aclarar.

    - Sí… bueno, eso es todo, Dr Barnard – concluyó el Dr Diggory indicándole con un gesto que podía irse, y Dick no se hizo de rogar.


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