Aquel invierno en Kirrin estaba siendo el más crudo de cuantos Jorge recordaba.

    Una fuerte ventisca había azotado “Villa Kirrin” durante una jornada entera y, a la mañana siguiente, sus habitantes se habían encontrado aislados por la nieve. Durante tres largos días Jorge había permanecido encerrada en la casa, mortalmente aburrida, con el único divertimento de poder abrir las docenas de latas de conserva (de leche, sopa, verduras, sardinas, carne e incluso bizcochos) que su madre guardaba en el armario de su dormitorio; en previsión, precisamente, de que el viento y la nieve les impidiese ir al pueblo.

    Ahora, con un enorme y pesado azadón, la joven apartaba montañas de nieve, abriendo así camino entre la puerta principal y el portillo de la finca. Era un trabajo arduo y generalmente llevado a cabo por el hombre de la casa, por lo que ella estaba encantada.    

    Cuando, orgullosa, terminó su tarea, se dirigió al cobertizo donde guardaban las herramientas y enseres de jardinería, en busca de un saco de sal con el que rociar el camino abierto; a fin de derretir la nieve virgen. Pero, por más que rebuscó, no dio con él y decidió preguntar a su madre. Regresó al hogar por la puerta de la cocina.

    - ¡Madre! Madre, ¿dónde estás? - la llamó desde el umbral, quitándose las botas de agua.

    Tím, tumbado sobre su cesto junto a la chimenea, levantó la cabeza al oírla entrar y jadeó de alegría. Jorge se acercó a él y le acarició las orejas. En su vejez, el perro pasaba el invierno dormitando al calor del fuego: a Jorge, tan patética estampa, le partía el corazón.

    Verity, la cocinera, que aplanaba la masa del pan con su rodillo, informó a Jorge:

    - La señora se ha echado en su cama, tiene jaqueca.

    Jorge, inmediatamente, subió al piso superior.

    En efecto, su madre aparecía tendida sobre su cama, con los postigos de la ventana echados y un paño húmedo doblado sobre los ojos. Jorge se sentó en el borde de la cama, junto a ella.

    - Madre, ¿qué te ocurre? - le preguntó con preocupación.

    La tía Fanny retiró el paño para poder ver a su hija y le ofreció una sonrisa cansada, diciendo:

    - Una de mis acostumbradas migrañas, hija mía. Cada vez son peores.

    Jorge tomó de la mano a su madre, en una muestra de condolencia. En ese preciso instante el tío Quintín pasó por delante del dormitorio: al ver a su hija se detuvo, arrugando el ceño.

    - ¿Todavía sigues en casa, Jorge? ¿No tendrías que haber vuelto ya al colegio? - y sin esperar respuesta, retomó su marcha.

    Jorge gimió de desesperación mientras su madre, débilmente, se reía.

    - ¡No es gracioso, Madre! - le riñó su hija.

    - Tu padre siempre ha sido un “sabio distraído” - arguyó la tía Fanny con benevolencia.

    - Olvidar que hace seis años que terminé la escuela no es un despiste, Madre – replicó Jorge con desaliento.

    - Te sorprendería las cosas que tu padre es capaz de olvidar, querida.

    Pero Jorge movió la cabeza, igual de consternada por la salud mental de su padre que por la capacidad de negación de su madre.

    - Madre… Creo que Padre no está bien – se atrevió a formular en voz alta: la sonrisa de tía Fanny desapareció -. Es verdad que siempre ha estado en las nubes, pero ahora es diferente… Estoy realmente preocupada por él.




    Por la tarde Jorge se calzó de nuevo sus botas “Wellington” y recorrió, hundiéndose a cada paso en la nieve, que alcanzaba las seis pulgadas de espesor, el camino hasta la Granja Kirrin.

    Habían transcurrido meses desde que “Hollín” la había incitado a hacerse cargo de la granja ella misma. Desde entonces, tras pensarlo fríamente y planteárselo a sus padres, había ideado un plan de remodelación, que junto con el cálculo del presupuesto y la contratación de los jornaleros, le había llevado más tiempo del esperado: al poco de comenzar los trabajos de mampostería, carpintería, albañilería e instalación eléctrica, habían llegado las nieves del invierno, que habían obligado a dejar en paréntesis todo el proceso de reforma.

    Otro tanto había ocurrido con el drenaje del pantano: las obras se habían detenido y “Hollín” había regresado al Cerro del Contrabandista con sus padres y su hermana Marybelle. Jorge, que a la afrenta del proyecto de ingeniería había sumado el desafortunado incidente del beso, no se había despedido del joven, puesto que apenas le dirigía la palabra.

    Sin embargo, había acusado muy pronto la ausencia de su amigo... Se había habituado tanto a su compañía, su vigorizante presencia había colmado tanto sus días, que ahora se sentía dolorosamente vacía… Un vacío que ni tan siquiera su buen Tím podía llenar. Un vacío que ella, solitaria por naturaleza y contraria a la idea del matrimonio, jamás habría imaginado que llegaría a sentir.

    La Granja, una sólida y agradable construcción de piedra blanca, bien asentada en la ladera de la colina, se camuflaba con la nieve cuando Jorge, fatigada por el esfuerzo, finalmente la alcanzó. Como en cada ocasión, al posar sus ojos sobre la alquería de los Sanders, los recuerdos la inundaron y una ola de nostalgia le recorrió el cuerpo.

    Cruzó a través del antiguo corral, ahora sin animales y alfombrado de gruesa nieve, y entró por el portón de la cocina: quería comprobar que la nevada no había dañado el recién instalado circuito eléctrico.

    Pulsó el interruptor de la pared y la cocina se iluminó: suspiró agradecida por su buena estrella. A continuación recorrió las estancias de la casa, que estaba helada como un congelador. Accionaba a su paso los diferentes interruptores, que se fueron encendiendo sin contratiempos.

    No pudo evitar presionar el panel deslizable de la sala de estar, justo encima del reloj: el panel desapareció en el acto, descubriendo así la cavidad donde ella y sus primos habían encontrado la vieja tela con las instrucciones para hallar el Camino Secreto, que conectaba la Granja con “Villa Kirrin”. Igualmente, cuando paseó por las habitaciones superiores, abrió el armario de doble fondo por donde ellos Cinco habían escapado tras recuperar los papeles robados a su padre y que era, de hecho, la entrada del Pasadizo.

    “Cualquier tiempo pasado fue mejor”, rezaba el dicho: Jorge sabía que, en su caso, era lamentablemente cierto. Tan embargada de añoranza por los tiempos de su niñez que apenas podía soportarlo, salió por donde había entrado y cerró con llave.

    No había avanzado ni dos pasos cuando reparó en la figura que, con dificultad, subía por la colina y que, en un primer momento, no reconoció.

    “Hollín”, cuya respiración jadeante formaba espirales de vaho, al reparar a su vez en Jorge se detuvo. Sin parar de frotarse los brazos para entrar en calor, explicó con cautela, como si esperase alguna mala reacción por parte de ella:

    - Tu madre me dijo que te encontraría aquí…

    No había acabado de hablar cuando Jorge, que había acortado la distancia que los separaba a sorprendente velocidad sobre la nieve, se lanzó sobre él con los brazos abiertos, que desprevenido se tambaleó, a punto de caer; exclamando:

    - ¡HAS VUELTO!



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