El arrebolado rostro de Jo perdió todo color… y su expresión, exultante de gozo, se trocó en pavorosa angustia. Con la misma rapidez que si hubiera tocado unas brasas, soltó la mano de Jimmy. El joven, sorprendido por su reacción, se percató entonces del cambio en su estado de ánimo:

    - ¿Estás bien, Jo? ¿Qué te ocurre?

    Pero Jo no respondió… estaba petrificada. Jimmy siguió la trayectoria de su mirada: un hombre joven, con la mandíbula apretada en una mueca de rabia contenida, clavaba su propia mirada, dura como el acero, en ella. Súbitamente, giró sobre sus talones y se marchó.  Jo extendió su mano en un gesto de súplica, como si quisiera retenerlo.

    - ¿Quién era? - le preguntó Jimmy, si bien ya sospechaba la respuesta.

    Jo miró a su amigo: sus pupilas estaban dilatadas de temor. Únicamente barbotó, antes de dar media vuelta y correr fuera de la pista:

    - Tengo que irme.




    Horas más tarde Jo aún no sabía nada de Dick.

    Aún disfrazada para salir a actuar, había corrido por la explanada en su busca, pero no había ni rastro de él. Sin perder tiempo en cambiarse de ropa ni en desmaquillarse, Jo se apresuró a  volver a casa, esperando encontrarle allí. Sin embargo, el pequeño piso estaba vacío.

    Temblorosa de remordimiento, Jo se despojó de su vestimenta, se lavó el rostro y se sentó a esperar.

    ¿Por qué no le había contado la verdad cuando tuvo ocasión?, se lamentaba. ¿Por qué había permitido que su secreto se fuera convirtiendo, poco a poco, en una gran bola de nieve que había acabado por arrollarlos?

    Durante las semanas de duro entrenamiento, Jo había experimentado una compleja mezcla de sentimientos. Por una parte, ansiedad y excitación al aproximarse la fecha de su gran debut; por otra, tristeza y pérdida, pues significaría también la renuncia a aquella vida que anhelaba. Una vida nómada y atípica… e incompatible con su matrimonio. Jo había librado una feroz lucha interna, debatiéndose entre el amor que sentía por Dick y el deseo de cumplir sus sueños.

    Entonces, había llegado el gran día: la adrenalina, los aplausos, el sentirse parte de algo más grande que ella misma… Su corazón, henchido de júbilo, había tomado la decisión de dejarlo todo, absolutamente todo... y lo habría hecho, sin dudar ni mirar atrás.

    Pero había bastado encontrarse con aquellos ojos acusadores, que tan bien conocía, para que la realidad la devolviera a su lugar de un brutal golpe. En ese doloroso instante había tenido la completa certeza de que jamás podría dejarle… porque nada tendría sentido sin él.

    Pasaron las horas: una, dos, tres… y Dick seguía sin dar señales de vida. Jo rabiaba de preocupación. Quizás había ido a casa de sus padres, o a la pensión donde se alojaba Julián. Jo descolgó el auricular del teléfono… y volvió a colocarlo en su sitio. ¿Y si no era así? Sólo serviría para que ellos también se angustiaran. Además, ¿cómo iba a explicarles el motivo de su desaparición?

    Dos horas más después, Jo se planteó seriamente llamar a la Policía… pero, una vez más, no quería hacer saltar la alarma. Sintiéndose extenuada por el miedo y la culpa, hundió la cara en un cojín del sofá y sollozó amargamente.

    Debió quedarse dormida, porque el sonido de la llave al girar la cerradura le hizo pegar un brinco. Dick, con cara inexpresiva, apareció en el umbral del salón.

    Jo, aunque ansiaba abrazarle, no se atrevió a acercarse a él. Como si de una madre regañando a un niño se tratara, le interpeló:

    - ¿Dónde has estado?

    Dick, con parsimonia, se quitó la gabardina y la dejó sobre el brazo del sofá. Luego contestó:

    - Dando un largo paseo por la ciudad. Necesitaba pensar.

    - ¿Llamas “un largo paseo” a desaparecer durante horas? - gritó ella, escalando rápidamente hacia la cólera-. ¡Me he muerto de preocupación! ¡Pensé en llamar a la Policía, Dick!

    - ¿Para decirles el qué? - replicó él, sin mirarla, con aburrido interés.

    Jo estalló:

    - ¡Que temía que mi marido se hubiese tirado y ahogado en el Támesis!

    Dick se rió para sí, con desdén. No parecía él… tan cínico, pensó Jo, horrorizada. Y porque no le reconocía, exigió saber:

    - ¿Has estado bebiendo? - él simuló no haberla oído. Jo, absolutamente desesperada, le chilló: - ¡MÍRAME!

    Dick, esta vez sí, levantó la vista: Jo se estremeció. No había el menor indicio de amor en aquella mirada. Nunca antes él la había mirado así… ¿con odio?

    - No, no he estado bebiendo.

    Pero, por alguna razón, Jo no se quedó más tranquila cuando él lo desmintió. De repente una idea, aún más horrible que la anterior, cruzó por su mente. Tragó saliva y se atrevió a convertirla en palabras:

    - ¿Es que acaso has…? - la voz se le quebró, incapaz de terminar la terrible acusación. Finalmente, con soberano esfuerzo, acabó la frase:  - ¿...has estado con otra mujer?

    - Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas? - respondió él con frío desprecio. Jo, del alivio, sintió que le flojeaban las piernas. Entonces, él se permitió añadir, en el mismo tono: - Yo soy decente… no como tú.

    Jo, en primera instancia, abrió mucho los ojos, sin dar crédito a sus oídos… Mas, muy pronto, aquellas palabras se enrollaron como culebras alrededor de su corazón, envenenándolo. Sus ojos eran dos finas rendijas cuando le susurró en venganza:

    - Sin embargo, eres quien por las noches me suplicas que no lo sea…

    Dick, profundamente herido y no menos humillado, reaccionó por instinto: la abofeteó.

    Jo ahogó una exclamación y su cara quedó girada por el golpe, tapada por sus rizos. Temblando, se llevó la mano a la mejilla abofeteada. Cuando por fin contragiró el rosto, contempló con incrédulo asombro a su marido. Dick, que también temblaba, le devolvió una mirada de mortal arrepentimiento.

    Las facciones de Jo se habían congelado en una expresión atónita: era tal la incredulidad por lo acontecido, que no había cabida para ninguna otra emoción. De súbito, despegó los labios y simplemente murmuró:

    - Has roto tu promesa.

    Aquellas cuatro palabras, cuyo significado Dick comprendía, actuaron como catalizador: se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

    “ Fuiste la primera y única chica a la que he pegado jamás, y juré que serías la última. Y deseo con toda mi alma cumplir esa promesa.”

    Notó como unos delgados brazos le rodeaban y le sostenían cuando, literalmente, cayó de rodillas. Lloró en silencio detrás de sus dedos.

    Jo, con suavidad, separó sus manos y le obligó a mirarla, pero él bajó los párpados y susurró, rompiéndole el corazón:

    - Nunca debimos casarnos.

    Jo jadeó. Fingiendo una entereza que estaba muy lejos de sentir, le pidió de nuevo:

    - Mírame, Dick… por favor.

    Al hundir su mirada verde en la oscura de ella, los ojos de Dick se volvieron a anegar de lágrimas. Su voz se quebró en un agónico sollozo al preguntar:

    - ¿Por qué me has hecho esto, Jo?

    - Me sentía terriblemente sola, Dick… Tú nunca estabas. Intenté decírtelo, aquella noche en que te dormiste sobre la mesa, ¿lo recuerdas? Al día siguiente, por azar, descubrí el circo… y me invitaron a unirme a él. Acepté encantada, aun sabiendo que tú no lo aprobarías. No me atrevía a contártelo, temía que me prohibieras actuar… ¡y yo lo deseaba tanto!

    - ¿Por eso te fuiste con él… porque te sentías sola?

    - ¿Irme? ¿Con quién? - parafraseó Jo, confusa. Dick la miró con fijeza, sin molestarse en aclararlo, y ella creyó entender:

    - ¿Jimmy? ¡Es sólo un amigo! - le aseguró Jo, escandalizada ante semejante idea. Y con vehemencia, añadió:

    - Dick, te juro por Dios que no te he engañado… Jamás te haría daño de ese modo – él dejó escapar un gemido, demostrando así cuál era el temor que le había estado corroyendo.

     Ella continuó, enardecida:

     - Porque jamás, ¿me oyes?, jamás podría tocar a otro hombre... y mucho menos amarle. Dick, yo te quiero a ti más que a nada en este mundo, ¿es que aún lo sabes?

    Jo no pudo seguir porque él ya había sucumbido de nuevo al llanto.

    Su pequeña esposa lo tomó entre sus brazos y le estrechó fuertemente contra su pecho, meciéndolo como a un crío, ya que él lloraba con la misma pena. Un llanto de infinito desconsuelo, del alma deshecha en pedazos.

    Su grito húmedo de dolor se fue calmando, arrullado en los brazos de su mujer. Tras un largo suspiro, cerró los ojos y se dejó curar.




    El domingo, a primera hora, Jo cruzó la pradera donde se levantaba el Circo por última vez. Era un hermoso día. El cielo estaba despejado y la brisa otoñal movía las hojas caídas formando pequeños remolinos.

     En paz consigo misma, Jo anunció a Míster Galliano que, si bien se sentía infinitamente agradecida, debía abandonar el Circo. El patrón circense manifestó sincera aflicción por su marcha, pero respetó su decisión. Cuando hizo amago de pagarle su parte proporcional de las ganancias, la joven rehusó, aduciendo que ya había recibido cuánto deseaba.

    El resto de artistas demostraron igual pesar al despedirse de ella, en especial Laddo, su maestro. Aun estando serenamente convencida de su elección, Jo no pudo evitar su propia tristeza al decirles adiós. Eran buenas personas que no sólo la habían enseñado, sino que la habían acogido cuando más lo necesitaba.

    A propósito, dejó la despedida de Spiky y Jimmy para el final. El primero la abrazó largamente, muy conmovido. Como no le salían las palabras, Jo las expresó por él:

    - Ha sido un auténtico regalo habernos vuelto a encontrar. Ojalá que volvamos a hacerlo, algún día – y le besó la regordeta mejilla, que se incendió de rubor.

    Entonces, se desprendió de su abrazo para acercarse a su otro amigo, unos metros más allá… y se paró en seco al presenciar como una joven corría a su encuentro, gritando:

    - ¡JIMMY!

    Éste apenas pudo reaccionar antes de que ella se le echara encima: entrelazó los brazos alrededor de su cuello y apretó fuertemente la mejilla contra la suya.

    Jimmy, por fin, pareció escapar del desconcierto inicial y, tras gritar de alegría, la abrazó por la cintura y la hizo dar vueltas agarrada a él.

    Aunque Jo ya había supuesto quién era la joven desconocida, Laddo se lo confirmó al pasar a su lado como una exhalación, exclamando:

    - ¡Mi Lotta!

    Jo, al ver como su amigo Jimmy soltaba a Lotta para que su padre pudiera, a su vez, acogerla entre sus brazos, sonrió. Ambos hombres habían recuperado a la persona que más amaban y cuya ausencia, en realidad, Jo nunca habría podido llenar.

    Comprendiendo que ella no tenía cabida en aquella enternecedora escena, Jo dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a casa, junto a su marido.

    Ahora sí, todo era como debía ser. Como siempre debió haber sido.


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