Ana alargó la mano hacia su mesita: las manecillas fosforescentes de su reloj marcaban la medianoche.

    Llevaba largo rato desvelada, dando vueltas y más vueltas sobre su cama. Decidió levantarse y bajar a la cocina, a por una taza de leche caliente. Quizás eso la ayudaría a conciliar de nuevo el sueño.

    Se ató su batín encima del camisón, se calzó sus zapatillas y agarró su linterna. Al otro lado de la ventana, silenciosa y brillante en la oscuridad, blanco sobre negro, caía la nieve.

    Salió al pasillo y se dirigió hacia las escaleras, iluminando el camino a sus pies. Los dormitorios de las profesoras se hallaban en el último piso, en el inmediatamente inferior los de las alumnas y en el siguiente las aulas. Fue a la altura de este último que una rendija de luz, que escapaba por debajo de una puerta, captó su atención.

    Era la sala de música, en donde las niñas practicaban con sus instrumentos y ensayaban canto. Por ello, para amortiguar el sonido, era el aula más alejada y de paredes más gruesas.  Ana, olvidando su incursión a la cocina, se internó por aquel corredor.

    El murmullo de una canción sonando en el viejo gramófono, y un delicioso aroma a salchichas fritas, alcanzó sus sentidos; confirmando sus sospechas: una fiesta de medianoche. Ella misma había participado en similares ágapes nocturnos, durante sus años escolares.

    Ana se detuvo tras la puerta, sin saber cómo obrar a continuación. Las fiestas de medianoche, tanto ayer como hoy, iban en contra del reglamento. Por una parte, deseaba fingir no haber visto y oído nada, permitiendo a las niñas seguir disfrutando de su escapada nocturna. Por otra, su responsabilidad para con ellas la obligaba a interrumpir el pequeño guateque y mandarlas a la cama ipso facto.

    Aún no se había decidido cuando, de pronto, escuchó su nombre:

    - … tendríamos que haber invitado a la Srta Barnard, ¿no os parece?

    Ana, que había reconocido la voz de Penelope, una de sus alumnas de primer grado, no pudo evitar abrir bien sus oídos. A pesar de su incapacidad para retener un solo verso, la pizpireta Penelope se contaba entre sus predilectas.

    - No digas bobadas, Penny – recriminó con dureza la voz de Winnifred, la más inteligente de todas ellas pero, también, la menos empática -. ¿Cómo íbamos a haberla invitado? ¡Es una profesora!

    - ¡Oh, pero la Srta Barnard no es como las demás! - afirmó con un fervor desconocido la vocecita de Louisa, una chiquilla que apenas se hacía notar -. Recordad cómo nos encubrió el primer día de curso, delante de la Srta Lawson… La Srta Barnard es especial.

    - Sí que lo es – confirmó sus palabras la voz de Theresa, una niña con aplomo que sobresalía en el campo de lacrosse; y añadió con pleno convencimiento:

    - Estoy segura de que, si nos descubriera ahora mismo, nos guardaría el secreto.

    Ana pudo escuchar como las otras niñas se mostraban abiertamente de acuerdo: sonrió y se llevó una mano al corazón, conmovida por su infantil confianza en ella.

    - Pues yo creo que, si se lo hubiésemos propuesto, nos habría acompañado esta noche – insistió la voz de Penelope, con fe inquebrantable.

    - ¿Sabíais que la Srta Barnard estudió en Gaylands? - intervino en la conversación la exquisita voz de Marie, una francesita que aborrecía el deporte tanto como amaba la costura -.  Fue Delegada del colegio en su último año y Capitana de Deportes en el anterior.

    - No me sorprende lo más mínimo – sonó, de nuevo fervorosa, la vocecita de Louisa -. ¡La Srta Barnard es prácticamente perfecta en todo!

    - Sí, como Mary Poppins – se burló de Louisa la voz de Susanne, la guasona del grupo, provocando las carcajadas de sus condiscípulas.

    - Mi hermana mayor coincidió con ella en Gaylands – reveló entonces la voz de Ellen, una niña de temperamento artístico y pasión por la pintura.

    - ¿Con Mary Poppins? - preguntó con solemnidad la voz de Susanne. Más risas.

    - Me contó que tenía una prima, que también estudiaba aquí, que se comportaba como un chico y no iba a ninguna parte sin su perro – continuó la voz de Ellen, pasando por alto el inciso de su compañera -; y dos hermanos mayores. Los Cinco pasaban siempre juntos las vacaciones y la Srta Barnard, a su vuelta, les contaba las historias más rocambolescas que os podáis imaginar.

    - ¿A qué te refieres? - indagó la voz de Theresa.

    - Resolvían misterios y cosas por el estilo. Sí: la Srta Barnard era una Nancy Drew de la vida real – remachó la voz de Ellen con gravedad, cuando sus impresionadas compañeras acogieron tamaña revelación con un coro de exclamaciones.

    - Ojalá no se marche hasta, por lo menos, que nos hayamos graduado. Es la mejor profesora que tenemos – suspiró la voz de Winnifred.

    - ¿Y por qué habría de marcharse? - se sorprendió la voz de Penelope.

    - Porque se casará y nos dejará. Todas lo hacen – sentenció la voz de Winnifred con su dureza característica.

    Ana, que con una sonrisa en los labios había decidido por fin marcharse por donde había venido, se quedó de una pieza: ¿qué querían decir las niñas con eso? Era cierto que esperaba casarse, algún día. Pero no era menos cierto que no tenía la más mínima intención de abandonar su profesión, o a Gaylands, o a las propias niñas.

    No, estaban muy equivocadas, se dijo mientras retomaba su camino, con la misma fervorosa convicción que había demostrado la pequeña Louisa. Ella nunca las dejaría. Jamás.

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