Todo estaba listo para el despegue.

    Dick había chequeado, minuciosamente, todos los componentes de la cabina de pilotaje. Tras un leve asentimiento de Toby, que ocupaba el asiento del copiloto, arrancó motores.

    La avioneta biplaza comenzó a rodar por la pista, revolucionada, y Dick tiró de los “cuernos” hacia sí.

    - Más suave – le advirtió Toby.

    El morro de la aeronave se inclinó hacia arriba, más y más; y la fuerza de inercia pegó sus espaldas a los respaldos.

    Cuando, por fin, el tren de aterrizaje se despegó del suelo y el aparato al completo se elevó en el aire, Dick sintió brotar en su pecho una euforia incomparable.

    Toby, a su lado, comprobó en el panel de control la altitud y la velocidad de crucero. Llevaban viento de cola, constató con satisfacción.

    Las nubes estaban bajas y, cuando las atravesó, a Dick le pareció que se zambullía en un campo de algodón. El cielo empezaba a teñirse con los colores del ocaso y el sol era una gran bola de fuego que se derramaba en el horizonte.

    Durante una maravillosa hora, Dick surcó el firmamento a su antojo, haciendo breves caídas en picado, inclinaciones a derecha e izquierda y subidas en contrapicado. Allí, entre las nubes, a vista de pájaro, se sentía libre y poderoso. A sus pies, el mundo: los campos eran tan sólo retales que formaban una gran manta verde, salpicados por miniaturas de granjas.

    Cuando tocó tierra su júbilo era tan desbordante que no pudo evitar soltar un alarido, y Toby sonrió ampliamente.

    - ¡Cómo echaba de menos volar! - exhaló Dick con satisfacción -. Es una sensación sin igual.

    Ambos bajaron de la avioneta y se dirigieron a la cantina, en pos de un merecido refrigerio.

    El comedor de campaña estaba repleto: era la hora de la cena. Dick y Toby, aún vestidos con el mono de vuelo, hicieron cola con el resto de oficiales; y les fueron servidas sendas bandejas con una escudilla de alubias y una lata de spam.

    Un joven de cabello negro y ensortijado, que se encontraba cenando solo, hizo señas a Toby y éste, haciendo acuse de recibo, se acercó a su mesa.

    - ¡Hola, Mike! - saludó, tomando asiento mientras Dick seguía su ejemplo, y añadió:

    - Mike, te presento a mi viejo amigo Dick Barnard…

    - ¿Qué tal? - preguntó Dick, sonriente, alargando su mano derecha.

    - … Dick, él es mi compañero Mike Arnold – terminó Toby.

    - ¿Arnold? - repitió Dick -. ¿Como el Capitán Edmund Arnold, el famoso aviador?

    - Es mi padre – le reveló Mike, sonriendo de lado.

    - Vaya… es un honor conocerte – expresó Dick, muy impresionado.

    El explorador británico Edmund Arnold era mundialmente conocido. Muchos años atrás, había construido un nuevo modelo de aeroplano y lo había probado él mismo, junto a su esposa, en un largo vuelo a Australia. Desgraciadamente, el matrimonio nunca llegó a su destino y, aunque no se encontraron los restos de la máquina, se les dio por muertos.

    Sin embargo, la pareja de aviadores había sobrevivido y, tres años después, los mismos periódicos que se habían hecho eco de su desaparición anunciaban su rescate; así como la extraordinaria historia de sus tres hijos que, escapando del maltrato de sus cuidadores, habían vivido cual Robinsones en una Isla Secreta.

    Tras la cena, se cambiaron de ropa y Toby guió a Dick en un paseo por los alrededores del hangar. Dick reconoció la colina donde ellos Cinco habían instalado sus tiendas, la Pascua que habían visitado Billycock Hill, así como la laguna bordeada de árboles donde se habían bañado.

    - Es como viajar atrás en el tiempo – le aseguró a su amigo -, ¡está todo igual!

    - Mira – le indicó Toby -: desde aquí podrás ver la Casa de las Mariposas y las Cuevas.

    Finalmente, se sentaron a descansar en la hierba. El sol hacía rato que se había ocultado por completo y que Venus, como una lamparita dorada, brillaba en la bóveda celeste.

    Toby extrajo del bolsillo delantero de su mono una pitillera dorada. La abrió y, por educación, le ofreció un cigarrillo a Dick quien, para su sorpresa, lo aceptó.

   - No sabía que fumabas… - comentó mientras le prestaba fuego, sin poder ocultar su extrañeza.

    Dick dio una larga calada a su cigarrillo para ayudar a encenderlo y, cuando exhaló el humo que había tragado, respondió a Toby:

    - Y no fumo… normalmente. Sólo cuando quiero molestar a Julián – confesó con malicia, y Toby rompió a reír.

    - ¡El bueno de Julián! - exclamó el joven piloto, con afecto-. ¿Recuerdas aquella fiesta de medianoche que hicimos, en quinto grado, por el cumpleaños de Stevens?

    - Oh, Dios mío…

    Toby soltó otra carcajada y continuó recordando:

    - Habíamos conseguido de extraperlo una botella de ginebra y la bebimos por turnos. Julián nos pilló y empezó a echarnos un incendiario sermón acerca de nuestra falta de madurez; pero nosotros, borrachos, no podíamos parar de reírnos…

    - Julián estaba furioso – rememoró Dick, escapándosele una sonrisa.

    - … y lo mejor fue cuando tú le vomitaste en los zapatos, ¡fue glorioso! – rió Toby a mandíbula batiente.

    - ¿Es que nunca vas a olvidarlo? - protestó Dick con amargura.

    - Qué buenos tiempos aquellos… - suspiró Toby, felizmente nostálgico.

    Continuaron charlando hasta que Dick, consultando su reloj de pulsera, declaró:

    - Va siendo hora de que me marche.

    - ¿Duermes en Kirrin? - le preguntó Toby mientras le acompañaba al coche.

    - No, en Greyton: mañana Jo regresará conmigo a Londres – le desveló el verdadero motivo de su visita -. Aunque todavía es pronto, no quiero correr el riesgo de que salga de cuentas antes de tiempo – le explicó con un ligero estremecimiento.

    Al llegar al auto, ambos amigos se despidieron efusivamente. Dick estaba a punto de arrancar el vehículo cuando oyó la exclamación de Toby:

    - ¡Oh, maldita sea!

    - ¿Qué ocurre?

    - He perdido mi pitillera – gruñó el joven, palpando en vano todos los bolsillos de su uniforme -. La he debido dejar sobre la hierba… Tengo que volver a por ella – concluyó con fastidio.

    - Te llevaré hasta allí – le ofreció Dick, pero Toby negó con la cabeza:

    - Es un camino muy angosto, te quedarías atascado.

    - Pues iremos andando – replicó Dick haciendo el amago de bajarse del coche, pero su amigo le detuvo:

    - No, es tarde. Vete a casa con tu mujer. Además, será sólo un momento.

    - No me gusta que merodees tú solo en la oscuridad – objetó Dick, que tenía un mal   presentimiento.

    - ¿No me digas que tú también te crees esos cuentos de viejas? - se burló Toby, aludiendo a los extraños sucesos que supuestamente ocurrían por las noches -. ¿De qué tienes miedo, Barney? ¿De que se me aparezca un fantasma, quizás? ¿O de que me abduzca un ovni?

    Dick bufó, entre molesto y avergonzado; y después de un último adiós se alejó por la carretera.

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