Dick sabía que Jo le estaba ocultando algo, aunque no supiera el qué.

    Habían transcurrido un par de semanas desde la cena en que, reventado de cansancio, se había quedado dormido mientras ella le hablaba. A la mañana siguiente se había mostrado enfadadísima con él. Pero, cuando regresó a casa del hospital, su enojo había desaparecido como por arte de magia. De hecho, parecía de un humor excelente. Él le había relatado los pormenores de su jornada y ella había fingido escucharle: por alguna razón, estaba felizmente perdida en sus pensamientos, sonriendo con expresión soñadora. Dick, si bien extrañado, no le concedió importancia.

    Sin embargo, los días que siguieron, Jo continuó comportándose de manera peculiar. Su mente estaba siempre en otra parte, muy lejos de su cuerpo. Se quedaba con la mirada extraviada, sin parar de sonreír. Empezó a descuidar sus quehaceres domésticos y las cenas, el momento del día que Dick esperaba con mayor ilusión, dejaban mucho que desear.

    Una noche, al entrar en la alcoba, se encontró a Jo preparándose para ir a dormir: nunca usaba camisón, sino un pijama similar al suyo propio. Aquella prenda masculina, en la que parecía perderse dentro, le confería un aspecto infantil a la par que muy deseable. Dick sonrió para sus adentros, conmovido.

    Jo se metió en la cama y él, como movido por un resorte, se apresuró a acompañarla. En un abrir y cerrar de ojos estuvo listo, y se deslizó a su lado entre las sábanas.

    - Buenas noches – murmuró Jo. Se tumbó de costado, dándole la espalda, y apagó la luz.

    Dick, perplejo, se quedó con los ojos abiertos en la oscuridad. Ni siquiera le había dado un

beso, pensó.

    Él también se giró de costado y, después de titubear un instante, abrazó la cintura de su mujer. Entonces, con suma delicadeza, la comenzó a acariciar… pero Jo agarró su mano, deteniendo su avance.

    - Estoy muy cansada.

    - Oh… está bien. Lo siento. Buenas noches – barbotó él de forma inconexa.

    No tardó en sentir en sus brazos el movimiento, arriba y abajo, de la respiración de Jo; indicándole que había caído dormida. Él, por el contrario, se sentía plenamente despierto.

    Por primera vez en su corta vida matrimonial, Jo le había rechazado. Dick no cabía en sí de desconcierto. Su permanente estado en las nubes, la negligencia en sus tareas y ahora esto… ¿qué demonios estaba ocurriendo? ¿Es que acaso…?

    No, aquello era impensable, se amonestó a sí mismo. Si de algo estaba seguro era del amor devoto que Jo le profesaba.

    Con determinación, se obligó a desterrar aquel absurdo pensamiento y a conciliar el sueño.

    Pero la semilla de la duda ya había echado raíces.




    Era sábado. Tenía turno en el hospital pero había solicitado el día libre, alegando asuntos personales. Por supuesto, Jo desconocía este hecho. Para mantener el engaño, Dick había tenido que prepararse como en un día cualquiera de trabajo, despedirse de su esposa y montar en su coche.

    Ahora, tras haber dado media vuelta y esperar dentro del vehículo, aparcado una manzana más allá de su casa, se sentía arrepentido hasta lo indecible. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntaba con amargura. “Debo de estar enloqueciendo”, pensó asustado. Porque aquello era una absoluta locura. Había ejecutado una farsa deliberada frente a su mujer para descubrir si… 

    De pronto, alcanzó a ver como Jo atisbaba a través de las cortinas: estaba comprobando que no hubiese moros en la costa, comprendió con gran sobresalto. Al momento siguiente abandonaba la vivienda. Sin pensárselo dos veces, Dick se bajó del coche y la siguió.

    Jo andaba con paso ligero y en una dirección muy concreta, sin sospechar lo más mínimo que su marido, con creciente alarma, la seguía a una prudente distancia. No tardaron en arribar a la verde pradera donde se levantaba el Circo Galliano.

    ¡Un circo! Dick ni tan siquiera sabía que hubiera uno en las inmediaciones. ¿Qué iría Jo a hacer allí? ¿Tendría intención de disfrutar de la función matinal… o de reunirse con alguien?

    Jo se mezcló entre la multitud y Dick tuvo que esforzarse por no perderla de vista, al tiempo que se abría camino entre la ruidosa marea humana: se dirigía a la carpa.

    Jo rodeó la grandiosa estructura hasta llegar a una abertura en la lona, y por ella desapareció.

    Dick se disponía a traspasarla a su vez cuando un hombre, vestido para salir a escena, le obstruyó el paso. Extendió el brazo ante sí, para detenerle, y con gentil firmeza le dijo:

    - Lo siento, señor, pero no puede pasar. Es un acceso exclusivo para artistas.

    El corazón de Dick se paró un segundo… y al siguiente bombeó sangre con un doloroso vuelco. Jadeó y repitió con voz débil:

    - ¿Artistas?

    El individuo asintió con la cabeza. Después le indicó la entrada al público, sugiriendo:

    - Si desea asistir a la próxima función ha de darse prisa: está a punto de comenzar.

    - Gracias… - musitó Dick, conmocionado, y se alejó.

    Hubo de sentarse sobre una bala de paja cercana, tambaleante bajo el peso de aquella revelación. Apoyó los codos en las rodillas y se sujetó la cabeza entre las manos. Conque ese era el secreto de Jo… ni más ni menos.

    Entonces, aún envuelto en una nube de estupor, Dick hizo lo único que parecía tener sentido en aquel momento: compró un boleto para asistir al espectáculo circense.

    Como aquel hombre le había avisado, la función estaba a punto de empezar. Tomó asiento en el preciso instante en que los potentes focos se encendían y la orquesta rompía a tocar. Los gritos de júbilo de los niños llenaron el aire.

    Un hombre grueso, de llamativo bigote y ataviado con sombrero de copa y colorido esmoquin, se llevó a la boca un megáfono y su voz, amplificada, resonó por toda la carpa:

    - ¡Sean bienvenidos damas y caballeros, niños a niñas, al Circo Galliano! - y anunció el primer número del espectáculo -: ¡Con todos ustedes el magnífico Oona!

    Un musculoso acróbata hizo su aparición en la pista saludando con vigor al público, que le recibió entre entusiastas aplausos. A continuación subió una estrecha e infinita escalera hasta una pequeña plataforma, mientras los operarios colocaban la red de seguridad. Las acrobacias aéreas que realizó justo después fueron sencillamente espectaculares.

    Al soberbio acróbata le sucedieron otros artistas, igual de extraordinarios que el primero. Entre ellos un joven llamado Jimmy Brown, cuya perrita Lucky, una inteligente fox-terrier, era capaz de leer e incluso de sumar; y que era sin duda la principal fuente de ingresos del circo.

    Todo el espectáculo era de tal calidad que, cuando le tocó el turno a Laddo y sus caballos, Dick casi había olvidado la razón por la que se encontraba allí.

    Eran seis portentosos frisones que, con un chasquido de su látigo, el robusto domador puso a galopar en fila india alrededor de la pista circular. Tras un segundo chasquido los animales se detuvieron y, alzándose sobre sus patas traseras, comenzaron a danzar. El público, extasiado, prorrumpió en aplausos. ¡Qué magníficas criaturas!

    De repente, un séptimo ejemplar entró a la arena, sumándose al baile. Pero, a diferencia de los demás, estaba ensillado y le montaba una joven mujer. Tiró de las riendas y el caballo devolvió sus cascos a tierra. Luego le guió para encabezar una nueva fila india, esta vez al trote.

    Dick contempló a la amazona, cuya exuberancia llamó irremediablemente su atención. Era más bien pequeña y muy morena. Vestía un precioso maillot plateado, con pedrería en forma de estrellas y alas de hada en la espalda. Sus piernas estaban enfundadas en finas medias, también plateadas, y lucía una brillante tiara sobre la rizada cabeza. Pero no fue hasta que se fijó en sus ojos, artísticamente maquillados, que la reconoció.

    Dick, con sus propios ojos agrandados por la impresión, vio como Jo, muy sonriente, saludaba al público con una mano mientras con la otra sujetaba las riendas. Saludó una vuelta completa… y tras ella realizó una acrobacia que provocó que Dick gimiera de espanto.

    Primero, se arrodilló sobre la montura y se fue irguiendo hasta quedar completamente de pie: cabalgó en esta posición con toda naturalidad. Entonces, con calculada precisión, saltó desde su caballo a otro que trotaba en paralelo. Los aplausos del público, admirado, ahogaron la exclamación de Dick.

    Jo fue saltando de un caballo a otro, a los que Laddo acabó por poner nuevamente al galope. También los cabalgó de espaldas e incluso apoyándose sobre sus manos, cabeza abajo. Su temeridad iba en aumento y con ella el entusiasmo del público.

    Dick, con gran impotencia, presenciaba como su esposa se exponía voluntariamente al peligro, una y otra vez. “¡Se matará!”, chillaba su cerebro, horrorizado. No soportaba seguir mirando ni un segundo más… pero tampoco el no hacerlo.

    Su alivio fue inenarrable cuando, por fin, concluyó la actuación de Jo. El maestro de ceremonias, megáfono en mano, proclamó:

    - ¡Un último y fuerte aplauso para esta increíble amazona… nuestra maravillosa Jo! - y el público, ebrio de emoción, no se hizo de rogar.

    “Nuestra maravillosa Jo”… Dick ya había tenido suficiente. Se sentía enfermo de traición. Necesitaba escapar de allí tanto como el respirar. Se levantó de su asiento.

    El espectáculo ecuestre había sido el número final. Ahora todos los artistas que habían participado se reunían en la pista, para despedirse de su muy alborozado público.

    Dick, desde el pasillo central, fue testigo de como su mujer cogía de la mano a Jimmy Brown. Estaba sudorosa pero resplandeciente: parecía haber alcanzado una suerte de éxtasis. Ambos jóvenes se miraron y sonrieron con feliz complicidad. Dick sintió como los celos - unos celos salvajes, como jamás había sentido - le retorcían las entrañas.

    Como si su intuición la hubiese alertado, Jo giró la cabeza y su mirada, llena de luz, se posó en Dick… y se apagó.

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