A Jo su Luna de Miel le parecía tan lejana e irreal como un hermoso sueño.

    Habían pasado ya varias semanas desde que Dick comenzara en el hospital. Desde entonces, día tras día, se levantaba con el alba y no regresaba hasta el atardecer, tan agotado que apenas tenía fuerzas para hablar. Cenaban juntos, siendo el único momento en que podía disfrutar de su compañía, y después marchaba a su despacho a estudiar. La mayoría de las noches aún seguía allí cuando Jo, con los ojos casi cerrados de sueño, decidía irse a la cama.

    A pesar de tan temprana hora, Jo se levantaba con su marido, le preparaba el desayuno y le despedía en la puerta todas las mañanas. A continuación se encargaba de las tareas de la casa, que la mantenían ocupada y distraída durante un tiempo. Pero, cuando terminaba, la soledad y el silencio hacían presa en ella, sintiéndose tan atrapada en su propia casa como un animal en su jaula.

    En ocasiones tenía que ir al mercado: un espacio diáfano, inmenso y techado; muy diferente a los pequeños comercios a los que estaba acostumbrada. Un lugar feo, sucio y lleno de humo. Los tenderos vendían a gritos sus mercancías y los compradores se abrían paso a codazos. Aquel conjunto le causaba un terrible desasosiego. 

    La zona residencial en que vivían no estaba pensada para pasear. Cuando lo hacía, se encontraba ante sí la interminable cuadrícula de viviendas, llegando, más de una vez, a perderse por sus idénticas calles. Tampoco se atrevía a viajar sola a la ciudad, pues el metro la aterraba.

    Una tarde llamaron a la puerta. Cuando Jo la abrió se encontró ante sí una mujer gruesa, de cara redonda y fornidos brazos de tanto amasar. Sus ojos, de un azul profundo, sonrieron sinceros al presentarse como la Sra. Mackenzie, su vecina del piso de arriba. Jo, instintivamente, miró al techo sobre su cabeza: ahora comprendía por qué su nuevo hogar tenía dos puertas.

    - Les he traído un pastel, para darles la bienvenida al vecindario.

    - Oh… es usted muy amable – le agradeció Jo, muy sorprendida, y con torpeza la invitó a entrar y tomar juntas el té.

    Jo no estaba acostumbrada a ejercer de anfitriona y desconfiaba de los desconocidos, pero le fue inevitable sentirse cómoda con la Sra. Mackenzie. Le recordaba mucho a Juana, la antaño cocinera de “Villa Kirrin”, a quien Jo siempre había estado muy unida. Una versión irlandesa de Juana, en realidad, pues tenía un fuerte acento de Belfast.

    - ¡Oh! ¿Ese es su marido? - le preguntó de repente, señalando una foto enmarcada del día de la boda. Habían tomado asiento en el salón, frente a una reconfortante taza de té con leche -. ¡Es muy apuesto!

    - Gracias – murmuró Jo con modestia, aunque sonrojándose de orgullo.

    - ¡Y qué felices se les ve! - continuó la Sra. Mackenzie.

    Jo dirigió también la mirada al retrato. Efectivamente mostraba a una joven y feliz pareja de recién casados, tan seguros de tener por delante toda una vida de sueños por cumplir, como que mañana saldrá el sol. Súbitamente, Jo sintió como si el corazón le pesara dentro del pecho.

    - Siento que no haya podido conocer a mi marido – se disculpó Jo entonces -. Trabaja en el hospital de Great Ormond Street y no suele llegar hasta la cena.

    - ¿Es médico? - indagó la Sra. Mackenzie. Jo asintió con la cabeza -. El más sagrado de los oficios – afirmó con un respeto que rayaba en temor divino -. Debe ser duro pasar tantas horas separados, querida. Especialmente si acaban de contraer matrimonio. Pero así es el orden de las cosas… el hombre provee y la mujer le espera.

    Jo notó como su cuerpo se tornaba rígido. La Sra. Mackenzie, por su parte, no se dio cuenta del impacto que sus palabras habían causado en la joven.

    Cuando más tarde despidió a la Sra. Mackenzie, Jo ya había tomado una firme decisión: hablaría con Dick y le confesaría cuán desdichada era.




    Como de costumbre, Dick regresó a casa a la hora de la cena. Parecía tan agotado como en su primer día y algo ojeroso, cosa extraña en él, que dormía como un tronco por la noche. Se derrumbó en una silla de la mesa de la cocina, diciendo con tono quejumbroso:

    - ¡No me tengo en pie, palabra! Hoy los críos no paraban de berrear y tenía de enfermera a la señorita Campbell, esa vieja gruñona… y creo que mi jefe me odia, Jo, de veras.

    Mientras se quejaba Jo le había ido sirviendo la cena: Jacket potato, una de sus favoritas. El rostro de Dick recuperó su color al ver en su plato la patata horneada, chorreante de mantequilla y rellena de ensalada coleslaw.

    - ¡Jacket Potato! - exclamó gozoso. El insaciable apetito de Dick era siempre motivo de chanza entre los cuatro miembros humanos de Los Cinco -. ¿A qué se debe este honor? No he sido tan bueno – bromeó guiñándole un ojo a su esposa.

    “No, desde luego que no” pensó Jo, pero se mordió la lengua. Había cocinado a propósito un plato que le devolvía a su infancia, sabiendo que un estómago lleno era la clave para que él la escuchara con atención.

    Mientras cenaban Jo le habló de la Sra. Mackenzie. En un abrir y cerrar de ojos, el plato de Dick estaba vacío: suspiró de pura satisfacción y se recostó en la silla. Jo aprovechó la ocasión para entrar en harina:

    - Hay algo de lo que quería hablar contigo…

    - Dime – la invitó él, inclinándose sobre la mesa. Apoyó el codo derecho y dejó reposar la cabeza sobre la palma de la mano. Bostezó como un león.

    Jo no sabía ni por dónde empezar. Mirándose las manos sobre la falda, siguió:

    - Sé que tienes mucho trabajo en el hospital y que estás muy cansado… También sé que cuando te ofrecieron la beca yo te animé y que acepté mudarnos a Londres, lejos de Greyton y de Kirrin. Pero no esperaba sentirme tan… sola, ni tan encerrada entre estas cuatro paredes. No hablo con nadie a lo largo del día y, exceptuando los quehaceres domésticos, no tengo nada qué hacer salvo esperar tu llegada… no quiero ser ese tipo de esposa. No soy ese tipo de esposa – repitió corrigiendo el verbo -. Te echo mucho de menos, Dick, siento que ya no tienes tiempo para mí y…

    Un suave ronquido la interrumpió.

    Jo levantó la mirada de sus manos, con incredulidad: Dick, en algún momento de su monólogo, se había quedado profundamente dormido.




    A la mañana siguiente, como siempre, se levantaron con el amanecer. Jo se mostraba furiosamente callada con él, a pesar de que Dick se había desecho en disculpas la noche anterior, después de que Jo le zarandease el hombro para despertarle. Por primera vez no se dignó a acompañarle al umbral y cuando Dick hizo amago de darle un beso, le retiró la cara.

    Fue entonces, una vez estuvo sola, cuando le pareció escuchar, proveniente de la calle, la inconfundible música de una feria. Asombrada escudriñó el exterior a través de la ventana, pero no vio nada. Como hipnotizada por el canto de una sirena que la estuviese llamando a su encuentro, Jo tomó la gabardina y el pañuelo, y salió en su busca.

    Arrebujada dentro de su gabardina en aquella fría mañana, y con su pañuelo rojo cubriéndole la cabeza como la campesina que era, caminó a lo largo de las calles: la música cada vez se oía más fuerte y más cercana.

    Tras mucho caminar, alcanzó por fin una enorme y verde pradera, donde un circo se había asentado. Grandes carteles de coloridas letras anunciaban:


¡VUELVE EL CIRCO GALLIANO!

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