Le despertó el ruido de un motor al ponerse estrepitosamente en marcha. Con dificultad entreabrió los ojos: un agudo dolor le martilleaba las sienes. Con un gruñido, Dick se tapó hasta la coronilla con la colcha y dio media vuelta en la cama.

    Los recuerdos de la pasada noche revoloteaban inconexos en su conciencia: el concierto, las pintas de cerveza (Oh, Señor, la cabeza le iba a estallar… ¿por qué había bebido tanto?), el pequeño y sinuoso cuerpo de Jo entre sus brazos, la impaciencia en el trayecto de vuelta a casa, la noche en vela amándola… y su irritante voz interior recordando que mañana tendría que ir pronto a trabajar.

    De repente, se le encogió el estómago.

    Con sensación de catástrofe inminente, alargó la mano hacia el reloj despertador, al que había olvidado dar cuerda.

    - Oh, Santo Dios… - murmuró para sí, sin dar crédito a la hora que señalaban las manecillas. Aquello le despejó por completo. Gimió en voz alta: - ¡NO PUEDE SER!

    Jo se despertó a su vez, sobresaltada:

    - ¿Qué ocurre?

    - ¡Me he quedado dormido! - aulló él mientras corría de un lado a otro del dormitorio, buscando ciegamente su ropa, que había sido esparcida por doquier en el fragor de la batalla-. ¡Voy a llegar tarde en mi primer día!

    Jo, comprendiendo rápidamente el alcance de la tragedia, saltó de la cama y corrió a la cocina; mientras Dick, que maldecía como un marinero, luchaba por subirse los pantalones.

    Justo cuando la cafetera pitaba anunciando que estaba lista, Dick apareció como un vendaval. Desde luego, no ofrecía su mejor aspecto: se había abrochado coja la camisa, el nudo de la corbata estaba torcido e iba en calcetines, incapaz de encontrar sus zapatos.

    Por fortuna, no mucho después, con la inestimable ayuda de Jo, estaba calzado, debidamente vestido y peinado. Se bebió de un solo trago el café, que aún humeaba, abrasándose la garganta. Sólo entonces pudo agarrar su chaqueta y el maletín, despedirse de su mujer con un fugaz beso y volar hacia el coche.




    El Hospital de Great Ormond Street, fundado hacía más de cien años, había sido el primer hospital para niños de Inglaterra. Era un edificio de ladrillo rojo, imponente, que ocupaba toda la manzana.

    La recepción de los nuevos médicos residentes, que tenía lugar en el anfiteatro, había dado comienzo. Dick entró por la puerta de atrás, confiando en que pasaría desapercibido. Un hombre en sus sesenta, de cabello cano y expresión adusta, daba una lección magistral desde el atrio.

    Al terminar, tras ser aplaudido, paseó la mirada en silencio por su audiencia y, súbitamente, señaló a Dick. Su voz sonó tan repentina y potente como un trueno: 

    - Usted, póngase en pie, por favor.

    Dick, con el corazón desbocado, hizo lo que se le pedía.

    - ¿Cuál es su nombre?

    - Dick… Richard Barnard – se corrigió apresuradamente.

    El hombre bajó la vista al atrio y pareció que le buscaba en una lista. Después, le espetó con severidad:

    - Ha llegado tarde, Dr Barnard. No volveré a consentirle una falta como ésta.

    - Yo… lo lamento muchísimo – balbuceó Dick a media voz, consternado-. No volverá a ocurrir.

    - Más le vale.

    Dick volvió a tomar asiento, encogido sobre sí mismo. Le ardían las mejillas. Definitivamente, pensó con gran desazón, había empezado su beca con muy mal pie.

    Después de amonestar a Dick, aquel hombre volvió a barrer el anfiteatro con su afilada mirada y se presentó:

    - Soy el Dr Diggory. Seré el responsable de su formación y supervisaré su ejercicio de la medicina. Les exigiré el máximo y les haré trabajar muy duro. Durante el tiempo que dure su residencia en este hospital vivirán por y para él. No me interesan sus vidas fuera de estos muros, así que no aceptaré excusas: se entregarán en cuerpo y alma, o serán expulsados del programa.

    Dick, ante semejante introducción, había palidecido sin darse cuenta. No debía de ser el único, pues el Dr Diggory suavizó el tono de su discurso:

    - Si tienen la gran fortuna de haber sido elegidos para estar aquí hoy, es porque son los médicos recién licenciados más prometedores de este país. Únicamente les estoy pidiendo que cumplan con las altas expectativas que tenemos puestas en ustedes.

    Acto seguido el viejo doctor recogió sus papeles del atrio y les ordenó:

    - Ahora, síganme.




    El hospital no era en absoluto como Dick lo había imaginado. Era viejo y lúgubre. El blanco estridente de las paredes hería la vista. Las lámparas emitían una tétrica luz, que destellaba en cortocircuito. El suelo, en mal estado, producía un desagradable sonido hueco al pisarlo. Y en cuanto al olor… una extraña mezcla del hedor de la enfermedad y el amoniaco, que le provocaba náuseas.

    Los pasillos aparecían repletos de personas: niños sollozantes con sus madres, esperando a ser atendidos; médicos con batas blancas y carpesanos bajo el brazo, que caminaban con aire endiosado; y enfermeras con impolutos, y crujientes, uniformes almidonados.

    El Dr Diggory les iba mostrando las diferentes alas del hospital y, con frases cortas y matiz autoritario, explicando su respectivo funcionamiento. Caminaba sin molestarse en comprobar que el pelotón de jóvenes médicos le seguía, con la cabeza rígida y los hombros bien cuadrados. Era como volver al ejército, se dijo Dick con desaliento.

    En un momento dado, se detuvo frente a un control de enfermeras. Una joven, vestida con el uniforme reglamentario, se encontraba ordenando las órdenes de tratamiento.

    - Buenos días, señorita Lovett – la saludó el Dr Diggory: la joven dejó al punto lo que estaba haciendo y se puso en pie, cogiéndose las manos sobre el regazo -. Caballeros, ella es la señorita Lovett: comadrona y Jefa de Enfermeras del Ala Norte.

    La enfermera Lovett sonrió con evidente timidez a los nuevos doctores. Tenía unos grandes y redondos ojos oscuros, que semejaban los de un ratón asustado; y un hermoso cabello castaño bajo la cofia, que formaba elegantes ondas. Su delicado rostro y la gracilidad de sus gestos reflejaban una bondad innata. A Dick le recordó sobremanera a su hermana Ana.

    De pronto, los ojos de la joven enfermera se cruzaron con los suyos: durante un largo segundo, le sostuvo la mirada. Dick, amable por naturaleza, le devolvió una de sus encantadoras sonrisas: la joven, con una femenina caída de ojos, rompió el contacto visual. Sus mejillas se habían teñido de rubor.   

    - La labor de nuestras enfermeras es imprescindible: sin ellas, este hospital no podría funcionar – les instruyó el Dr Diggory con gravedad -. Velan día y noche por nuestros pacientes. Conocen bien su trabajo y su intuición es acertada la mayoría de las veces: no cometan el error de menospreciar sus opiniones. Y, por descontado, trátenlas con el respeto que se merecen.

    El tour por el Great Ormond Street terminó en el mismo punto de partida. Allí el Dr Diggory se despidió de la siguiente manera:

    - Por último recordarles que, como parte de su aprendizaje, deberán estudiar de firme y preparar temas de actualidad que luego expondrán – buscó a Dick entre el grupo de jóvenes médicos -: Enhorabuena, Dr Barnard: usted será el primero. Considérelo un “premio” a su falta de puntualidad. Sabrá que, ahora mismo, hay un brote descontrolado de poliomelitis en Londres, ¿verdad?

    - Sí, señor. Lo sé.

    - Bien: quiero una exposición de al menos una hora. Para mañana.




    - ¡Hola! ¿Cómo ha ido?

    Tras concluir la intensa recepción del Dr Diggory, Dick había pasado el resto de su jornada laboral atendiendo en consulta, sin descanso, a decenas de niños. El ritmo era agotador, y la carga de trabajo inabarcable. Para colmo la enfermera que le había tocado en suerte, la señorita Campbell - una mujer entrada en años, de cabello gris y gesto agrio – no había cesado de levantar las cejas y torcer la boca, en una muy poco discreta alusión a su inexperiencia. Tras almorzar un espantoso sándwich en la cantina del hospital, había visitado la biblioteca para preparar su exposición del día siguiente.

    Ahora, pálido y exhausto, y cargando con gruesos tomos de Pediatría, aparecía en el umbral de su pequeña casa, donde su también pequeña esposa había salido a recibirle.

    - Bien – le mintió, esforzándose por sonreír. De pronto un delicioso olor asaltó su nariz y lo inhaló con placer -. ¡Caramba, huele de maravilla!

    - He hecho pollo asado con toda su guarnición: patatas, guisantes y zanahorias. Con la piel muy tostada, como a ti te gusta – le dijo Jo con orgullo. Se secó las manos, recién lavadas, en el delantal sobre la falda -. Sentémonos a cenar y me lo cuentas todo.

    - Oh, Jo, me encantaría… pero no tengo tiempo: he de estudiar y preparar una sesión para mañana mismo. Tendré que quedarme despierto hasta tarde – le explicó con un suspiro pesaroso.

    - ¡Pero tienes que comer! - le contradijo ella, que jamás le había visto saltarse la cena, mientras le seguía por el pasillo hasta su despacho.

    Allí, sobre su escritorio, Dick depositó los pesados libros. Después, acusando súbitamente todo el cansancio de aquel interminable día, le pidió:

    - ¿Podrías traerme un poco de esa fantástica cena aquí mismo? Iré comiendo mientras trabajo, te lo prometo.

    - Sí, pero…

    Sin esperar a que terminase de hablar, Dick la besó suavemente en la frente y le dio las gracias. A continuación tomó asiento en su escritorio y abrió uno de los volúmenes, enfrascándose en su lectura.

    Jo, anonadada, le observó durante un instante. Finalmente, con una sensación de inquietud que no comprendía, volvió a la cocina, para hacer lo que le había pedido. Cuando un momento después le puso el plato sobre la mesa, él ni siquiera se percató.

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