Como el despertar de un sueño, la Luna de Miel tocó a su fin.

    Una fría y neblinosa mañana el coche de Dick cruzó el Támesis, a través del puente de Westminster. La silueta del Parlamento Británico, junto con el Big Ben, se recortaba entre la bruma londinense. Era la última semana de agosto, pero el verano ya había abandonado la capital inglesa: el otoño, un año más, había llegado antes de tiempo.

    La Abadía, el Palacio de Buckingham, Picadilly, Trafalgar Square… para Dick eran el escenario de su niñez. Conducía por las calles de Londres con una sonrisa en los labios, pero sin dejarse impresionar. Jo, sin embargo, parecía poco menos que aterrada mientras el vehículo se abría camino por los entresijos de la ciudad, en pos de los suburbios.

    Cuando dejaron atrás la magnitud sobrecogedora de la metrópoli, Jo casi pudo sentir como sus pulmones se ensanchaban de alivio. No obstante, no llegó a verse rodeada por el verdor del campo, al que ella estaba tan acostumbrada; sino por un entramado de pequeñas casas, dispuestas en hileras que parecían discurrir paralelas hasta el infinito.

    Tras pasar de largo varias de aquellas hileras, todas idénticas, Dick giró el volante para introducirse por una de las muchas y estrechas calles que formaban. Paró el motor frente a una de aquellas casas, que en nada se distinguía de las demás.

    - Aquí es – le indicó a Jo. Después, ambos se bajaron del coche.

    Cruzaron una deslucida cancela, y atravesaron un diminuto y descuidado jardín. El pequeño edificio presentaba dos puertas de entrada: Dick sacó de su bolsillo un juego de llaves y abrió la derecha. Con galantería, cedió el paso a su esposa.

    Se trataba de una única planta. Un pasillo distribuía la vivienda de la siguiente forma: a mano izquierda, la cocina; y a continuación el cuarto de baño. A mano derecha el salón, y luego una habitación pequeña. Por último, al fondo, el dormitorio. Era una casa sencilla y funcional, no especialmente bonita. Apenas estaba amueblada y transmitía cierta frialdad.

    Dick observaba atentamente a Jo, pendiente de su reacción. Ella, con sus vivos ojos escrutadores, estudiaba cada rincón, sin decir una palabra.

    Una vez terminado su examen, Jo, aún muda, dirigió sus grandes ojos a Dick. Él, nervioso, se pasó la mano por el cabello y preguntó:

    - ¿Qué te parece?

    Jo encogió sus delgados hombros y respondió:

    - Para mí es más que suficiente. No me crié precisamente en un palacio, ya lo sabes.

    Dick quiso decirle que él, más que nadie en el mundo, desearía poder ofrecerle un palacio… En su lugar, le explicó con modestia:

    - Ahora mismo, con mi sueldo de médico interno, es todo lo que me puedo permitir… sin la ayuda de mi padre. Y confieso que no quiero tener que pedírsela. Deseo ser el tipo de hombre que se hace a sí mismo… que puede cuidar por sí solo de su familia.

    Jo le sonrió, fieramente orgullosa de su nobleza de espíritu: le echó los brazos al cuello para besarle. Dick dejó escapar un suspiro, agradeciendo el amor y la lealtad de su esposa: el peso que le oprimía el corazón se aligeró.




    Al día siguiente, Dick y Jo viajaron en metro a la ciudad.

    Era la primera vez para ella, que no puede decirse que disfrutara la experiencia… Al principio, se negó en redondo: la idea de internarse bajo tierra la aterraba. Dick tuvo que hacer uso de toda su seductora ternura para convencerla.

    Una vez dentro del tren subterráneo, Jo se agarró con pavor a su marido. Le angustiaba la inusitada velocidad del convoy, que amenazaba con hacerla salir disparada en cualquier momento; y la inconcebible marabunta de pasajeros, apretados entre sí, que en él viajaban.

    Bajaron en Victoria Station y anduvieron hasta el Palacio de Buckingham, justo a tiempo para el cambio de la Guardia Real. Rígidos como un poste, con su expresión impávida, y su característico uniforme rojo y negro; llevaron a cabo su famosa Ceremonia del Relevo. Una vez terminó continuaron su camino hacia la Abadía de Westminster. Era domingo y tenían intención de acudir al oficio.

    Jo jamás había entrado al magnífico y grandioso templo, donde los reyes de la Gran Bretaña y otras personas célebres, Charles Dickens entre ellas, dormían el sueño eterno; y se sintió inmensamente cohibida. Comenzó a ir a la Iglesia, en contra de su voluntad, cuando Molly la adoptó, y lo cierto es que no le gustaba. No obstante, se mantuvo quieta y callada durante la larga misa; aunque sin cesar de mirar en todas direcciones, abrumada por tamaño esplendor. Mientras, el eco de la profunda voz del pastor reverberaba en las paredes de gruesa piedra.

    Cuando, una hora más tarde, abandonaron la Abadía el sol les cegó: era ya el mediodía. Dick guió a su esposa hasta Hyde Park, donde compró el almuerzo: los tradicionales sándwiches de lechuga y jamón; y una botella de sidra para cada uno. Se sentaron en la hierba húmeda: Jo sobre la chaqueta de Dick, que él caballerosamente le había ofrecido, a fin de no estropear su falda.

    - Qué lejos quedan aquellos días en que bebíamos cerveza de gengibre… - comentó Dick con añoranza, tras haber dado un largo trago a su sidra. Risueño, empezó a recordar:

    - ¡Qué maravillosos picnics hacíamos! Toneladas de sándwiches: jamón, tocino, huevo, queso… Regados con litros de limonada casera. ¡Y aquel delicioso pastel de carne que Juana solía cocinar! Y los postres, Jo… ¡Qué postres! Pastel de ruibarbo, tarta de melaza,de manzanas y moras…

     - Lo sé, por eso me hice amiga vuestra… ¡Por la comida! – declaró Jo, provocando la risa de ambos.

    Súbitamente los ojos de Dick se iluminaron, al recordar algo:

    - ¡Casi lo olvido! Escucha... tengo una sorpresa para ti.

    - ¿Qué es? - saltó Jo de inmediato, excitada. Le encantaba que él la sorprendiera… y lo hacía muy a menudo.

    Dick metió la mano en el bolsillo posterior de su pantalón, y extrajo dos tickets que tendió a su esposa. Ella se los arrebató prácticamente de los dedos. Enseguida descubrió que eran entradas para un concierto.

    - ¿Los Escarabajos? - leyó Jo, arqueando las cejas-. Qué nombre más extraño para un grupo de música…

    Dick se echó a reír abiertamente.

    - Los Escarabajos no… ¡Los Beatles! - exclamó con vivaz entusiasmo-. Vienen de Liverpool y son realmente famosos allí. Tocarán esta noche en el Club Gardenia Azul, ¡y he conseguido entradas!

    Jo sonrió, contagiándose de su entusiasmo. Dick era un apasionado de la música y a ella le encantaba bailar, especialmente con él.

    - El concierto empieza a las siete, tenemos mucho tiempo por delante hasta entonces – calculó Dick mirando el reloj de su muñeca.




    El Club Gardenia Azul se hallaba semi escondido en un callejón del Soho londinense. Tras mostrar sus entradas en la puerta, descendieron hasta las profundidades del local.

    Entregaron sus respectivas chaquetas a la muchacha encargada del guardarropa, y se internaron en la pista de baile: estaba abarrotada de jóvenes como ellos y un incesante murmullo de expectación llenaba el aire. Dick tomó a Jo de la mano y la guió hasta la barra, donde pidió una pinta de cerveza.

    De pronto, las luces de la pista se apagaron, sumiendo al público en la oscuridad. Por contra los focos se encendieron, para bañar de luz el pequeño escenario.

    Cuatro veinteañeros, vestidos iguales y con el mismo corte de pelo a tazón, aparecieron con sus instrumentos en medio del furor del público, que gritó enardecido ante su mera presencia.

    - ¡Sí que parecen escarabajos! - le susurró Jo al oído. Y no le faltaba razón: la vestimenta negra y el peinado les confería un curioso parecido con el insecto.

    El líder del grupo presentó a sus cuatro miembros, y a continuación comenzó a cantar el tema “Love me do”. El público literalmente rugió en masa.

    Eran tan buenos como Dick había supuesto. Una tras otra, el grupo interpretó sus canciones mientras su joven público bailaba, saltaba, chillaba e incluso lloraba de histérica emoción.

    Jo, con los brazos en el aire, saltaba tanto como el que más. Él mismo, desinhibido por el alcohol, se sumaba a los aullidos de la multitud.

    Llegó entonces el turno de las baladas y Dick, con ademán posesivo, estrechó firmemente a su mujer contra sí. Sentía cada curva de su cuerpo, a través de la ropa. No pudo evitar apretarla aún más, conteniendo a duras penas la excitación. Jo, envuelta en penumbra, estaba preciosa con un suéter blanco ceñido y una falda azul de talle alto, que abrazaba su cintura. Cada vez que la besaba, Dick sentía que se le iba la cabeza: sus dulces labios sabían a cerveza.

    No veía el momento de llegar a casa.



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