- ¡Ah de la casa! ¡Traigo suculentos manjares para todos!

    Desde el umbral de la puerta de la cocina, “Hollín” meneaba en el aire una cesta. Tím, que adoraba al joven, cuyo amor por los perros era siempre correspondido por ellos, corrió hacia él entre alegres ladridos. Al llegar a su lado saltó para enganchar la cesta entre sus dientes, pero “Hollín” la mantuvo en alto, lejos de su alcance, riendo:

    - ¡Has olido tu hueso!, ¿verdad, viejo? Le he pedido al señor Walsh, el carnicero, el hueso más grande que tuviera – Tím aprobó estas palabras con otro fuerte ladrido, mientras seguía saltando a su alrededor.

    Por fin el joven, sin dejar de reír, extrajo el ansiado hueso: Tím por poco se lo arranca de los dedos de un mordisco, tal era su desesperación. Después, se acomodó en su rincón y empezó a devorarlo con fruición.

    - ¡No te lo acabes de una sola sentada! - le reconvino “Hollín. Luego se volvió hacia Verity y le tendió diversos alimentos:

    -  Para ti, Verity: todos los ingredientes, de la mejor calidad, para que prepares tu delicioso estofado y esos pastelitos de jengibre que tanto te gustan – añadió guiñándole un ojo.

    - ¡Qué amable es usted, señor Lenoir! - le agradeció la joven cocinera. Sus ojos, azules como los de un niño, brillaban con regocijo.

    Entonces, “Hollín” se acercó a la mesa de la cocina, donde Jorge, con el ceño fruncido, estaba sentada almorzando.

    - Y por último, pero no menos importante, una enorme tableta Cadbury para mi querida Jorge.

    Esta última levantó la mirada de su plato y contempló el chocolate, su golosina favorita. Con sequedad le dio un escueto “gracias”, pero sin dignarse a cogerlo.

    - Vamos, vieja amiga, te endulzará el carácter – se burló “Hollín”, mientras movía la tableta delante de su nariz, como si fuera un cascabel y ella un gato.

    Jorge, furiosa, le propinó un manotazo a la chocolatina. Después se levantó y se marchó de la estancia, como un vendaval.

    - Jorge… ¿hasta cuándo vas a estar enfadada conmigo? - se quejó “Hollín”, que la había seguido hasta el salón.

    - Hasta que tú y tu estúpido proyecto os marchéis de Kirrin, ya lo sabes – le respondió con fiereza y cruzándose de brazos.

    “Hollín” gruñó y alzó al techo sus ojos negros como el carbón, sumamente irritado: desde el primer momento, Jorge le había declarado la guerra por su intención de drenar el pantano. El joven ingeniero, sencillamente, no comprendía aquella obstinada oposición a su fabulosa idea.

    - Ya lo hemos hablado cientos de veces – protestó “Hollín”, frunciendo él mismo sus pobladas y tiznadas cejas -. Esas tierras están imperdonablemente desaprovechadas. En ese estado pantanoso son inservibles, pero si se drenasen se convertirían en un vergel. Ricas hectáreas para el cultivo y el pastoreo. Una gran oportunidad para las buenas gentes de Kirrin. Estás siendo muy egoísta, Jorge, ¡y ni tan siquiera entiendo el por qué!

    Jorge le dio la espalda, negándose así a darle una respuesta.

    Desde la llegada de “Hollín”, Jorge había discutido en incontables ocasiones con él a causa de su plan. Al principio la joven no había podido ocultar su alegría por la presencia de su viejo amigo, por el que (aunque jamás lo admitiría) sentía una inexplicable debilidad.

    Se habían conocido unas vacaciones de Pascua, cuando ambos contaban doce años de edad. Como de costumbre, los tres primos de Jorge habían ido  a Kirrin, con la perspectiva de disfrutar de aquella época del año, cuando el campo se llenaba de coloridas flores y la Isla de conejitos recién nacidos. Sin embargo, la primera noche, un terrible temporal había derrumbado el viejo fresno sobre el tejado de “Villa Kirrin”, salvándose de milagro de morir aplastados durante el sueño: había sido Julián quien había presenciado como el gran árbol se doblaba y alertado a todos los habitantes de la casa.

    Pero la suerte había querido que un colega del tío Quintín, el señor Lenoir, al conocer la noticia, les hubiera ofrecido su propia casa, El Cerro del Contrabandista: un enorme y antiguo caserón sobre una extraña colina llamada Castaway, rodeada de un terreno pantanoso, donde en otro tiempo el mar había hecho batir sus olas. El científico tenía un travieso pero avispado hijastro, Pierre, y una hermosa hija, Mary Belle. El primero, tan moreno como su hermana albina, iba a clase con Dick y respondía al apodo de “Hollín”.

    Jorge, que de niña había llevado una existencia muy solitaria, por lo que encontraba difícil hacer nuevas amistades, había congeniado sorprendentemente rápido con el muchacho. Juntos habían vivido una trepidante aventura en las laberínticas catacumbas del Cerro del Contrabandista, y su amistad, gracias al nexo de unión que era Dick, se había consolidado en los años venideros.

    De vuelta al presente, Jorge pensó, una vez más, que no podía confesar la verdadera e infantil razón por la que se oponía en redondo al drenaje del pantano: en aquel lugar había encontrado a Tím, hundido en el fango y aullando de terror, cuando era un cachorro. Había días en que la mera visión del pantano desde la ventana de su dormitorio consolaba su inquieto corazón. No quería, no podía, renunciar a ello.

    “Hollín” suspiró, dándose por vencido, y desarrugó el ceño de su frente. Con tono amable le sugirió a Jorge, que seguía dándole la espalda:

    - Alcemos la bandera blanca por un día y disfrutemos juntos, Jorge. ¿Te parece? Además, me prometiste que me llevarías a conocer esa famosa Isla tuya – le recordó.

    Jorge volvió a mirarle. Su propio ceño también había desaparecido con solo mentar su amada Isla, tal y como “Hollín” había pretendido. La joven amagó una sonrisa y reconoció:

    - Es cierto. Te lo prometí.




    No mucho más tarde “Hollín” y ella, junto con Tím, se encontraban en la playa empujando su vieja y querida embarcación roja, varada en la arena, hasta que se balanceó sobre el agua salada. Tím, con una agilidad pasmosa para sus perrunos años, se metió de un salto dentro del bote. Ambos jóvenes siguieron su ejemplo y cada uno tomó sendos pares de remos.

    - Así que fue en esa playa donde la conoció – comentó “Hollín” mientras remaba, viendo como se  iban alejando de su orilla. La voz de Jorge le llegó por la espalda:

    - ¿De qué estás hablando?

    - De Dick. Me contó que había conocido a Jo en la playa de Kirrin.

    Jorge soltó un sonoro bufido. Si había un tema de conversación a evitar para ella, ese era Jo. “Hollín” se rió de su reacción y relató, sin parar de remar con brío:

    - ¡Cómo nos reíamos de él, aquel último curso, cuando le veíamos escribirle cartas! Por supuesto, era nuestra forma de ocultar cómo nos fascinaba que mantuviera correspondencia con una chica… ¡su novia! Hasta la palabra nos era ajena… ¡Ah, la maravillosa educación inglesa y su segregación por sexo! - ironizó riéndose.

    - Pero el día de la graduación – continuó narrando, para sufrimiento de Jorge – tuvimos que tragarnos nuestras burlas. Cuando ella hizo su aparición con aquel vestido y corrió hasta él…

    Dejó la frase en el aire, recordando la conmoción que él y los otros chicos habían sentido. No sólo era realmente guapa, con aquellos grandes ojos oscuros; sino que aquel sencillo modelo rosa pálido, con ribeteado y botones negros, hacía volar la imaginación. Una deseable muchacha de carne y hueso, que había corrido a los brazos de Dick y le había besado en la boca, para estupor y celos de todos ellos. Estaban a las puertas de la Universidad, pero no se atrevían siquiera a soñar coger a una chica de la mano.

    - Levanta los remos: yo soy la única que sabe sortear estas rocas – dijo Jorge bruscamente. Se veía incapaz de seguir escuchando. La simple idea de que Jo pudiera resultarle atractiva a “Hollín” se le antojaba insoportable.

    Desembarcaron en la ensenada de siempre, con sus aguas tan cristalinas que podían ver nadar en el fondo pequeños peces dorados y naranjas. Saltaron fuera de la embarcación y, mientras Tím daba alegres cabriolas, la empujaron hasta dejarla bien anclada en la arena.

    “Hollín” contempló maravillado la pequeña cala y dijo:

    - ¡Caramba, esto es precioso!

    - Pues aún no has visto nada  – le aseguró Jorge, sonriendo y con las mejillas arreboladas por la emoción.

    Escalaron las rocas y, al llegar a la cima, “Hollín” quedó boquiabierto. Toda la superficie de la Isla estaba alfombrada por un salvaje verdor y el olor de los arbustos de aulaga aromatizaba el aire. Conejos silvestres brincaban de aquí para allá, moviendo graciosamente sus bigotes, tan acostumbrados a su tranquila libertad que no repararon en ellos. Sobre un cielo azul y sin una sola nube, el sol brillaba, calentándoles;  a la vez que la brisa marina les refrescaba: un contraste exquisito para los sentidos. En medio de aquel paraíso se erguían los restos de una construcción medieval, que había resistido a los elementos y al paso del tiempo: el Castillo de la Isla de Kirrin.

    “Hollín” cerró los ojos y respiró fuertemente por la nariz, para llenar sus pulmones de aquel aire limpio y salado… y pegó un violento respingo al oír chillar a Jorge:

    - ¡TIM, NO!

    El anciano perro paró en seco y se encogió sobre sí mismo, al oír el chillido de su ama. Como era de esperar, la visión de todos aquellos sabrosos conejos le había hecho olvidar la estricta prohibición de Jorge acerca de darles caza. Los pobres animales, algunos poco más que gazapos, habían huido despavoridos, escondiéndose en sus madrigueras.

    Tras amonestar con severidad al viejo Tím, que agachó compungido las orejas y la cola, preguntó a “Hollín”, sin poder ocultar su orgullo:

    - Bueno, ¿qué te parece?

    - Estoy sin palabras… ¿de verdad toda la Isla es tuya?

    - Sí, mía y de mis primos – declaró con lealtad. Tras la primera de sus aventuras, aquella en que habían encontrado el tesoro en forma de lingotes de oro en las mazmorras del castillo, había decidido compartir la Isla con Julián, Dick y Ana -. Era de mi madre, y ella me la regaló a mí.

    - ¿En serio?

    - Totalmente. Los antepasados de mi madre eran dueños de todas estas tierras, a las que dieron el nombre de su apellido – le explicó con un movimiento de su mano, abarcando así toda la Bahía -. Lamentablemente, se arruinaron y se vieron obligados a venderlo casi todo. Pero nadie quiso comprar la Isla, pues tenía muy poco valor, en especial el castillo, que estaba en ruinas. Ahora, sólo nos queda en propiedad “Villa Kirrin”, la Granja y la Isla.

    - ¿Qué granja? - se interesó “Hollín”.

    - La Granja Kirrin, la que se ve en aquella colina – le señaló Jorge con el dedo. Desde aquella distancia, “Hollín” apenas pudo distinguir un bulto diminuto -. Antes se hacían cargo de ella dos viejos granjeros, los Sanders… - se le hizo un nudo en la garganta al recordar al amable matrimonio – pero murieron el pasado invierno. Madre no encuentra comprador alguno y poco a poco se está viniendo abajo… Es una pena, una granja tan grande y tan bonita.

    Entonces, “Hollín” le propuso algo sorprendente:

    - Pues hazte cargo de ella tú misma.

    - ¿Qué? - preguntó Jorge estúpidamente, perpleja.

    - Si tu madre no puede hacerlo, y tampoco consigue venderla, hazte cargo tú de la granja – repitió el joven, como si fuera evidente -. ¿Acaso tienes algo mejor que hacer?

    - Yo… no podría. No tengo ni la más remota idea de cómo llevar una granja. Además, primero haría falta pintarla, reformarla, comprar el ganado… - enumeró con desaliento.

    - ¡Excusas! - le acusó “Hollín” alegremente, y añadió con entusiasmo: - ¡Yo te ayudaría a ponerla en marcha! Tengo previsto estar por aquí bastante tiempo, bien lo sabes.

    Jorge frunció levemente el ceño, al recordar el asunto del pantano.

    Sin embargo, a “Hollín” no le faltaba razón: tristemente, no tenía nada mejor que hacer. Además, cuidar de una granja siempre le había parecido una noble ocupación. Recordaba con viveza aquellas que habían visitado cuando niños: los olores y sonidos de los animales; la maravillosa comida, preparada con alimentos propios; el duro pero enriquecedor trabajo de sol a sol…

    Sí, desde luego era un tipo de vida que merecía la pena, se dijo a sí misma, con cierta ilusión. Miró a “Hollín” y le prometió:

    - Lo pensaré.




    Enseñándole la Isla a su más querido amigo, Jorge perdió la noción del tiempo. Le mostró absolutamente todo, hasta el más mínimo detalle: el Castillo, sus habitaciones y el pasadizo secreto oculto en la chimenea; el pozo por donde Dick había descendido, cuya escalera de hierro conducía hasta las mazmorras; el antiquísimo naufragio, encajado entre las rocas; la cueva donde ellos Cinco habían vivido, escapando de los horribles Stick, y que más tarde daría refugio a la pequeña Jenny Armstrong…

    Era pasada la hora del té cuando Jorge y un impresionado “Hollín” remaron de regreso a Kirrin. Una vez arribaron a la playa se dirigieron al pueblo, para darle a Tím un último paseo por sus calles.

    Caminaban por la calle principal cuando se cruzaron con un par de jóvenes mujeres, que sin ninguna discreción cuchichearon entre ellas y después sofocaron unas risas, al tiempo que les lanzaban furtivas miradas. Jorge, con el rostro encendido, cerró los puños con verdadera furia.

    “Hollín”, al que no había pasado desapercibida la escena, preguntó a Jorge en voz baja:

    - ¿Qué ocurre? ¿Conoces a esas dos?

    Jorge, temblando de pura ira, le respondió con los dientes apretados:

    - Se ríen de mí porque voy contigo…

    - ¿Y qué? - replicó él, encogiéndose de hombros.

    - En el pueblo corren rumores… porque siempre he odiado ser una mujer, utilizo un nombre masculino y estoy soltera - apenas podía hablar debido a la rabia y la vergüenza.

    “Hollín” comprendió exactamente lo que había entre líneas… y se compadeció inmensamente. Se sintió igualmente furioso contra aquellas dos arpías que, al mirar por encima de su hombro, comprobó que se habían detenido y seguían cuchicheando y riéndose a costa de la pobre e indefensa Jorge.

    Él también se detuvo y agarró a Jorge del brazo, obligándola así a hacer lo mismo.

    - ¿Qué haces…? - empezó a preguntar: no pudo continuar porque, para su indescriptible sorpresa y espanto, “Hollín” la tomó firmemente entre sus brazos y la calló con un largo y profundo beso.

    Las dos jóvenes chismosas se habían quedado tan estupefactas como la propia Jorge, y reanudaron la marcha a toda prisa, muy violentadas. “Hollín” mantuvo sus labios pegados a los de su amiga hasta que, por el rabillo del ojo, las vio desaparecer tras una esquina. En ese momento, muy satisfecho porque su ardid había surtido efecto, separó su boca.

    El puñetazo que Jorge le lanzó, con todas sus fuerzas, le alcanzó en plena mandíbula. Se tambaleó por la inercia del golpe y rompió en carcajadas:

    - ¡Cielos, pegas como todo un hombre! - comentó con admiración, y se apartó justo a tiempo de esquivar un segundo puñetazo.

    - ¡CÓMO TE ATREVES! - le gritó Jorge, enardecida por la cólera. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan enfadada, y eso, siendo ella, era mucho decir -. ¡Vuelve a intentar algo semejante y te voy a…!

    Estaba tan enfurecida que no le salían las palabras. “Hollín” se movía en círculos, manteniendo así una prudente distancia con ella, que parecía querer matarle; mientras que Tím, si bien no comprendía el porqué de su enfado, ladraba exaltado en solidaridad con su ama.

    - ¡Sólo quería darles una lección a esas dos! - se defendió él con las manos en alto, en son de paz.

    - ¡No me importa lo que piensen de mí!

    Siguieron así, ella gritando e intentando pegarle, y él defendiéndose y esquivándola, un rato más; hasta que Jorge se hartó y le anunció:

    - ¡Me voy a mi casa! ¡Ni se te ocurra seguirme! - le advirtió apuntándole con el dedo índice - . ¡Vamos, Tím!

    El animal le obedeció en el acto y Jorge se alejó a grandes zancadas de allí.

    Sí, estaba locamente furiosa con “Hollín”. Siempre había sido muy atrevido y descarado, pero aquello era harina de otro costal… era imperdonable.

    Pero Jorge no sólo estaba furiosa con el joven, sino consigo misma… porque le había devuelto el beso.




 

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