Mientras tanto, ¿qué les había ocurrido a Dick y a Jo?

    La pareja de recién casados había dormido una noche más en casa de Molly, y a la mañana siguiente había partido de viaje de Luna de Miel.

    Dick había trazado un ambicioso plan de ruta, cuyo destino final era París. Recorrerían, en su flamante descapotable, las costas del sur de Inglaterra hasta llegar al puerto de Dover; y cruzarían desde allí el Canal de la Mancha. De esta manera, entrando a Francia a través del Paso de Calais, bajarían desde el norte hasta la Ciudad del Amor.

    Con la capota bajada, el sol de verano sobre sus cabezas y la brisa revolviéndoles los cabellos; Dick hacía rodar el vehículo por las sinuosas carreteras comarcales, a una velocidad que el siempre prudente Julián habría considerado alarmante. Recorrían millas y más millas de verde campiña, dejándose guiar por el tic tac de sus estómagos a la hora de hacer un alto en el camino. En dichas ocasiones desplegaban un mantel de cuadros rojos y blancos sobre la hierba,  y Jo preparaba un improvisado picnic, con los productos que habían comprado en las granjas, cottages y bed & breakfast donde pernoctaban.

    Bournemouth, Brighton, Eastbourne… Por fin alcanzaron las playas de Dover, bajo los blancos acantilados. Dick se bañó largamente en el mar, disfrutando como si fuese un niño. Jo, que no había superado su miedo al agua y probablemente jamás lo haría, se dejaba tostar sobre la arena mientras tanto.

    Dick compró los pasajes de ferry para cruzar el Canal. Jo era la primera vez que montaba en un barco de semejante tamaño y estaba terriblemente emocionada.

    - Algún día, Jo, construirán un túnel bajo el mar, desde Dover a Calais; y se podrá viajar en tren hasta Francia - imaginó Dick.

    Se encontraban en la proa del ferry, agarrados a la baranda para no caer al agua; sintiendo el viento húmedo y salado en la cara. Jo, que tenía los ojos cerrados para saborear el momento, los abrió y, echándose a reír incrédula, replicó:

    - ¡Qué cosas dices!

    Llegaron así al país vecino y nuevamente se lanzaron a la carretera. Esta vez no siguieron la línea de costa, sino que viajaron por el interior, a través de la región de Picardía. Dick apenas podía contener su impaciencia por contemplar la cara de Jo cuando ésta viese, por vez primera, París. Estaba seguro de que, como el común de los mortales, su mujer caería rendida a los pies de la capital francesa.

    Efectivamente, su joven esposa quedó sobrecogida por la belleza de la ciudad, cuando finalmente enfilaron sus calles. El manto del atardecer comenzaba a cubrir el cielo y el sereno a encender las farolas. Dick, a propósito, alargó el trayecto hasta el hotel para mostrarle a Jo sus monumentos: la torre Eiffel, la catedral de Notre Dame, el museo del Louvre, el Arco del Triunfo… La joven tenía los ojos desorbitados ante tales maravillas.

    En última instancia, Dick aparcó frente al hotel donde se alojarían. El mozo le abrió la puerta a Jo, que aceptó, desconfiada, la mano que le tendía para ayudarla a bajar del vehículo.

    - Permettez – moi, madame?

    Dick no pudo evitar reírse de la expresión asustada de Jo, cuando el botones se dirigió a ella en francés. Él mismo hablaba con fluidez el idioma, pues había pasado seis semanas con sus padres y hermanos en el país, cuando tenía quince años. Precisamente el mismo verano que, en Kirrin, había conocido a Jo.

    Dick abrió entonces el maletero y extrajo el equipaje, que entregó con suma naturalidad al mozo; al que acto seguido acompañaron dentro del edificio.

    El hotel era inmenso, elegante y lujoso. Los suelos eran de mármol y una larguísima alfombra persa indicaba el camino desde las puertas giratorias hasta la recepción. Del techo, que parecía no tener fin, colgaba una majestuosa lámpara de araña. Al fondo del vestíbulo, un hombre vestido de chaqué tocaba una suave melodía al piano.

    Jo, fuertemente agarrada del brazo de su marido, parecía aterrada, no habiéndose visto en su vida rodeaba de tal lujo. Escuchó, con los ojos redondeados como platos, como Dick conversaba en francés con el encargado de la recepción. No entendía ni una sola palabra, pero notó como el corazón se le aceleraba al oírle hablar.

    Poco después, el mozo, con una maleta en cada mano, les guió hasta los ascensores. Subieron hasta la última planta y fue él quien abrió las puertas de la suite nupcial. Esta vez, el propio Dick quedó boquiabierto.

    - Profitez – en, messieurs -les deseó el mozo con una sonrisa cómplice, mientras cerraba las puertas tras de sí.

    La estancia era tan grande como un apartamento. No sólo disponían de la cama matrimonial (en la cual, pensaron, podrían llegar a perderse) sino  también de un escritorio, una mesa ovalada con sus seis sillas y dos sillones orejeros junto a la chimenea. En el aseo, de porcelana blanca, relucía una bañera de patas y grifos dorados que llenarían hasta sus bordes de espuma; tan honda que casi podrían nadar en ella. Los ventanales, que llegaban hasta el alto techo, estaban protegidos por cortinajes de sedosa tela: cuando Jo los descorrió, París, a oscuras pero bellamente iluminada, apareció ante sus ojos. A lo lejos la torre Eiffel se erguía, orgullosa.

    Dick, que se había acercado hasta ella, la rodeo con sus brazos y Jo, dichosa, apoyó su espalda en él.  Contemplaron en silencio la ciudad dormida.

    De pronto, Jo se separó, se dio media vuelta y le hizo una sorprendente petición:

    - Dime algo en francés.

    - ¿Qué? -se rió él, sin comprender.

    - Que me digas algo en francés, ¡lo que sea! - exigió ella.

    - J’ aime le pain au chocolat – dijo él, con voz profunda y seductora. Jo reprimió un escalofrío de excitación.

    - ¿Qué has dicho? - susurró ella, sintiendo como aumentaban sus latidos.

    - “Me encanta el pan con chocolate” -tradujo Dick, muy serio.

    Jo enrojeció de vergüenza al tiempo que Dick rompía a reír. Ella le propinó un puñetazo en el pecho y exclamó enfadada:

    - ¡Eres un idiota!

    Dick, sin parar de reír a carcajadas, echó a correr por la habitación para escapar de su enfurecida esposa, que intentaba obsequiarle con un segundo puñetazo. Acabó saltando sobre la cama y al instante siguiente Jo le cayó encima. Ambos, tendidos sobre la colcha, rieron juntos hasta que se les saltaron las lágrimas.

    Cuando por fin se fueron calmando sus risas, Jo se apoyó sobre un codo para mirarle y volvió a solicitar:

    - Dime algo en francés… ¡por favor!

    - Pero, mujer… ¿qué es lo que quieres oír? - se rió nuevamente su marido.

    Jo, por toda respuesta, le desabrochó la camisa mientras él, conteniendo el aliento, observaba sus pequeños dedos soltar los botones de sus hojales. Entonces ella le miró fijamente y, con voz baja y aterciopelada, repitió por cuarta vez:

    - Dime algo en francés.

    Dick suspiró y, cerrando los ojos, murmuró:

    - Je t’aime follement…




    El primer día en París lo pasaron, íntegramente, en su habitación. El Servicio del hotel les dejaba en el umbral de la puerta, puntualmente, una bandeja de plata con el desayuno, el almuerzo y la cena. Abajo, en la cocina, se cuchicheaba entre guiños pícaros y disimuladas risas acerca de su voluntario encierro. Pero a ellos, poco les podía importar el comadreo a su costa:  eran jóvenes, recién casados y estaban locamente enamorados. París podía esperar.

    Al segundo día, por fin, rebasaron las puertas del hotel y se aventuraron, cogidos de la mano, por las calles de París. Aquel día, y los que siguieron, se empaparon de las maravillas que la capital francesa les ofrecía.

    Subieron hasta lo más alto de la Torre Eiffel y otearon desde allí los Campos Elíseos. Se maravillaron con las obras de arte del museo del Louvre. Se sintieron en paz y comunión con el mundo dentro de Notre Dame, donde rezaron en silencio. Escucharon ópera en el Palacio Garnier. Visitaron la tumba de Napoleón en los Inválidos. Pasearon por el cementerio de Père-Lachaise. Contemplaron a los pintores del Barrio de Montmartre y vislumbraron París desde las alturas de la Iglesia del Sagrado Corazón.

    Compraron baguettes recién hechas y sabrosos crêpes en los puestos callejeros. Acompañaron el té con deliciosos croissants de mantequilla en las cafeterías parisinas. Comieron ratatouille y bebieron exquisito champagne.

    Vivían la vie en rose como si el mundo les perteneciera y nada pudiese interponerse en su felicidad. No hubo nunca más dulce Luna de Miel.




    Una tarde, mientras paseaban por la famosa Rue de Rivoli y contemplaban fascinados los lujosos escaparates, Jo bizqueó ante un maniquí. Dick, que cayó en la cuenta de ello, se sonrió y le explicó:

    - Se llama mini falda.

    - ¿Eso es una falda? - exclamó Jo con sorpresa, señalándola con el dedo.

    Dick, riendo entre dientes, continuó diciendo:

    - ¡Es la última moda en París! Dicen que muy pronto se impondrá en toda Europa… Aunque me cuesta imaginarlo.

    Jo, que le había escuchado con atención, seguía mirando con fijeza a la figura del escapate. Dick, entonces, llevado por un súbito impulso, la incitó:

    - ¡Pruébatela! ¡Estarás espectacular!

    Jo, que nunca había sido capaz de negarle nada, acató de inmediato su deseo: entraron en la boutique y él, en aquel perfecto francés que la derretía, pidió a la encargada que les mostrase la prenda. Jo, que jamás había comprado ropa prêt a porter y además no entendía el idioma, se mostraba tímida e insegura.

    Sin embargo la encargada, muy sonriente, la tomó del brazo y la condujo hasta unos espejos de cuerpo entero. Le ofreció la mini falda y, de su propia cosecha, también unas botas, que Jo cogió extrañada: tenían tacón y la caña muy estrecha. Nunca había visto un calzado parecido en Inglaterra. Tras esto, la mujer francesa colocó un biombo para concederle intimidad.

    Cuando, momentos después, la encargada retiró el biombo y Jo apareció, a Dick se le abrió la boca y pasó un buen rato hasta que consiguió cerrarla.

    Jo parpadeaba atónita al contemplarse ante los espejos. La falda, que habría hecho desmayar de escándalo a cualquier respetable mujer inglesa, era tan corta que dejaba ver la mitad del muslo; y las botas, por contra, eran inusualmente altas, llegando hasta las rodillas. 

    - C’est magnifique, madame! -le aplaudió la encargada, muy satisfecha consigo misma.

    Dick seguía sin salir de su sobrecogimiento, mientras en su fuero interno luchaban entre sí sus instintos: por un lado, se arrepentía de haberla animado y le horrorizaba que se paseara así por las calles de París, a la vista de otros hombres; y por otro, no sólo quería mostrar al mundo entero aquella Venus que le pertenecía, sino que le obsesionaba la idea de poseerla vestida así.

    - ¿Te gusta? -le preguntó Jo con sincera inocencia. Se mordió el labio en un gesto de incertidumbre, y él pensó que iba a morirse allí mismo de deseo.

    - Sí… me encanta - fue capaz de articular, con la boca seca. Y ella, que lo único que necesitaba en la vida para ser feliz era su aprobación, respondió con una gran sonrisa.

    Pagaron al contado, se despidieron de la amable encargada y salieron a la calle. No habían dado ni tres pasos, cuando Dick la tomó entre sus brazos y la besó desesperadamente.

    Sin necesidad de palabras, acordaron regresar en ese mismo momento al hotel. Por el camino toparon con un heladero y su carrito, y Dick le compró un cucurucho de sabor creme brulee, que Jo lamió con entusiasmo. Como el joven había temido, los hombres con los que se cruzaban no podían evitar seguirla con la mirada.

    Llegaron al hotel riendo felices y excitados, y subieron a su habitación: apenas habían cerrado la puerta tras de sí, cuando Dick, sin poder contenerse más, se arrojó sobre ella con pasión salvaje. Y ella, como en cada ocasión, se dejó amar sin límites.




    Despertaron en su cama, enredados el uno en brazos del otro. Dick, aunque dichoso, estaba al borde de la extenuación, sin poder mover ni un músculo. Se preguntó, con verdadero asombro, cómo había podido tener la templanza de esperar todos esos años… más aun cuando ella, durante el largo noviazgo, había intentado seducirlo más de una vez.

    Oh, ¡qué delicia era sentir aquel cuerpo suave y tibio sobre su piel! Podría pasarse el resto de su vida amándola… de hecho, tal era su ardor, ¡qué Dick temía no ser capaz de hacer otra cosa!

    Su atrevida, apasionada y devota mujercita, mantenía su esencia también bajo las sábanas del lecho conyugal, para enorme regocijo de Dick. Él, educado en una familia de fuerte moral inglesa, enrojecía al rememorar sus encuentros… aunque habiendo sido gozados en el amor, no se arrepentía de ni uno solo. Para Jo, de orígenes humildes y vida sencilla, no existían tales cosas como la decencia o el pecado en el amor entre el hombre y la mujer.

    Sin embargo, aquella sencillez también tenía sus inconvenientes… Como la mayoría de las personas del campo, Jo aceptaba la llegada de los hijos como una bendición de Dios, en la que ella no tenía nada qué opinar. Pero Dick, que además era médico, vivía con el temor de que toda aquella desbordante pasión diese como fruto un hijo… Hecho para el cual, al menos por ahora, no se sentía preparado.

    Jo puso fin a su reflexión, desperezándose como un gato. Se frotó los ojos con los puños, y al abrirlos se encontraron con los de su marido, que le sonreía con dulzura.

    - Buenos días, Bella Durmiente - susurró él -. ¿Quieres desayunar?

    - No, todavía no… -respondió ella en otro susurro, al tiempo que comenzaba a acariciarle.

    Y él, dejando escapar un largo suspiro, volvió a abandonarse al placer.

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