GAYLANDS Boarding School for girls

Founded in 1850

 

    “Colegio Gaylands para señoritas. Fundado en 1850” recitó Ana en su mente, con el corazón a punto de estallar de emoción. Estas eran las palabras que, en hermosa rubrica, aparecían inscritas en una placa dorada sobre el portón. Ana inspiró hondo y pulsó el timbre.

    Hasta ella llegó el grave sonido del “ding dong” dentro del edificio, seguido de unos pasos rápidos pero serenos. La puerta se abrió con un quejido y el ama de llaves apareció en el umbral:

    - Buenos días… ¿qué se le ofrece?

    - Buenos días – saludó a su vez Ana, con su dulce voz y aún más dulce sonrisa-. Me llamo Ana Barnard. Tengo una cita con la señorita Kingsley.

    El ama de llaves asintió con la cabeza, confirmando este hecho. Después se hizo a un lado y con un gesto de su mano la invitó a pasar.

    Ana siguió a la mujer, a quien no conocía, a través de las entrañas de su antiguo colegio: los recuerdos de la infancia la asaltaban en cada esquina, la esperaban al doblar cada recodo y la acompañaban por cada pasillo. Sintió que los ojos se le humedecían sin poderlo evitar.

    Por fin se hallaron en la pequeña sala que precedía al despacho de la directora. El ama de llaves le pidió a Ana que esperase allí, mientras ella comunicaba su llegada.

    Ana aprovechó aquel escaso minuto para contemplarse en el espejo que colgaba de la pared, y cerciorarse, una vez más, de que su aspecto era el apropiado.

    Se había recogido el rubio cabello en un moño bajo, no demasiado prieto. Como única concesión de belleza se había rizado las pestañas y pintado, muy ligeramente, los labios con carmín. Vestía con elegancia pero sencillez: una camisa blanca con lazo al cuello y un traje de falda y chaqueta, de un gris claro. Los zapatos, de poco tacón, iban a juego con el traje.

    Sí, pensó Ana satisfecha, definitivamente era el aspecto que cabía esperar de una maestra.

    La puerta del despacho volvió a abrirse, y el ama de llaves reclamó su atención desde el umbral:

    - Ya puede pasar, señorita Barnard.

    Ana, nerviosa, no se hizo de rogar.

    La habitación era tal y como ella lo recordaba. Una estancia luminosa, con una mesita de té y sus dos sillones cerca de la puerta, las estanterías repletas de libros y el escritorio al fondo, justo delante del gran ventanal por el que se derramaba la luz del sol. Por un breve instante, Ana creyó ver a la señorita Peters sentada de espaldas al ventanal.

    Sin embargo no era su antigua y querida directora quien ocupaba ahora aquella silla, sino una mujer más alta y seria. Tenía el cabello plateado, recogido también en un moño, y gafas de media luna. Al ver a Ana se puso en pie y extendió la mano. La joven se apresuró a acercarse hasta ella, para estrechársela.

    - Señorita Barnard… Soy la señorita Kingsley, la nueva directora.

    - Encantada de conocerla - musitó Ana la fórmula de cortesía, con voz más baja de la que pretendía.

    La señorita Kingsley le indicó que tomase asiento. Ana se sentó, lo más recta posible, y colocó sus manos sobre el regazo: hubo de sujetarse una entre la otra, porque le temblaban. 

    Se hizo el silencio mientras la señorita Kingsley, con el ceño levemente fruncido, abría un portafolio y parecía releer unos documentos. Finalmente asintió para sí misma y miró a Ana por encima de sus gafas.

    - Tiene muy buenas credenciales, señorita Barnard… Antigua alumna de este colegio y de las más brillantes: fue Capitana de Deportes el penúltimo año y Delegada del Colegio durante su último curso, además de ocupar los primeros puestos en prácticamente todas las asignaturas... Sin mencionar que obtuvo una beca para estudiar Literatura en St Andrews, de donde se licenció con honores – terminó de resumir, con una sutil entonación admirativa. Ana, sin quererlo, enrojeció de orgullo.

    - Sin embargo, no son sus méritos académicos lo que me hizo decidirme por usted, a pesar del indudable valor que suponen -continuó la señorita Kingsley, al tiempo que extraía, de entre el resto de papeles, una hoja doblada y la desplegaba-, sino una carta de la señorita Peters, su antigua directora.

    Ana, atónita, contempló como la señorita Kingsley se recolocaba las gafas sobre el puente de su nariz y comenzaba a leer en voz alta:

    - “...la señorita Barnard es una de nuestras más queridas ex alumnas. Uno de nuestros mayores éxitos hasta la fecha. Laboriosa, inteligente, prudente, cortés y extremadamente bondadosa. Fue un gran ejemplo para sus compañeras, entre las que era muy apreciada, pues siempre estaba dispuesta a ayudarlas en cuanto fuese necesario...”

    Ana parpadeó con fuerza para retener las lágrimas, de emoción, que nublaban su vista. Perdió, momentáneamente, el hilo de la conversación al recordar con viveza a sus amigas del colegio: a su mejor amiga, Hetty Johns; a Simone, la pícara francesita; a la tranquila y sensata Amelia; a la inteligente, pero siempre en las nubes, de Cecilia; a la robusta y masculina Phillippa, a la que llamaban Phil…

    Cuando Ana volvió a poner los pies en el suelo, la señorita Kingsley seguía leyendo:

    - “… como Capitana de Deportes impulsó el equipo de Lacrosse y el de tenis, consiguiendo grandes victorias para ambos. Y durante su último año, en que fue Delegada del Colegio, obró siempre con justicia y velando por las niñas más pequeñas del internado...”

    Poco después, la señorita Kinsley llegó a las últimas líneas de la carta:

    - “… añoramos mucho a Ana cuando hubo de abandonarnos, y no nos cabe la menor duda de que se convertirá en una gran mujer y quizás, algún día, en una buena esposa y madre. Ana representa el tipo de persona que un colegio como Gaylands desea ofrecer al mundo: alguien en quien se puede confiar, responsable e inclinada a dar su amor a los demás...”

    Una gruesa lágrima rodó por la mejilla derecha de Ana al escuchar las apasionadas palabras de la señorita Peters hacia ella. Con un grácil movimiento de su mano, recogió aquella gota traicionera. 

    - “… Deseo de corazón que, a sus otras tantas aventuras, se sume la más noble, apasionante y valerosa de todas: la aventura de la enseñanaza.”

    La señorita Kingsley leyó la frase final sin ninguna extrañeza, creyendo que la referencia a las aventuras se trataba de una metáfora literaria. Ana, no obstante, se permitió una sonrisa, mitad divertida, mitad nostálgica. El desbordante afecto y la indescriptible gratitud que sentía por su antigua directora y maestra, le oprimía el pecho.

    La señorita Kingsley dejó la carta sobre el portafolio abierto y, de nuevo, fijó la mirada en Ana por encima de sus gafas. Entonces, preguntó con voz pausada:

    - Y bien, señorita Barnard… ¿qué es lo que espera usted de la enseñanza?

    Ana tardó un instante en responder, cogida por sorpresa. Reorganizó rápidamente sus pensamientos, deseosa de dar una respuesta que estuviera a la altura. Sin embargo, una vez despegó los labios, habló con el corazón:

    - Espero no sólo que esas niñas aprendan de mí… sino poder aprender yo también de ellas. Quiero llegar a conocerlas, saber qué les apasiona, qué mueve su mundo y sus corazones. No deseo únicamente que sientan pasión por los libros… sino por todo lo que hacen. Quiero enseñarles conocimientos, sí… pero también a conocerse a sí mismas. Mostrarles, a través de la literatura, como el amor mueve el mundo... y que ellas puedan, algún día, llenarlo también de amor. Quiero que vivan otras vidas, a través de las páginas… y que sientan a través de los personajes, para ser capaces, en la realidad, de ponerse en la piel de los demás. Deseo pasar por sus vidas dejando una huella, haciéndolas mejores personas... Tal y como hicieron mis maestras conmigo.

    Ana concluyó su soliloquio casi en un susurro, con las mejillas arreboladas y la emoción cortándole la respiración. La señorita Kingsley continuaba mirándola en silencio, sin apenas pestañear.

    De pronto, una sincera sonrisa floreció en los labios de la directora, que se quitó las gafas de media luna: su mirada también se había dulcificado, rejuveneciéndola. En ese momento Ana comprendió que, a pesar del cabello color plata y su actitud severa, la señorita Kingsley era una mujer cercana y maternal.

    Entonces, la directora se levantó de su silla y Ana la imitó; y por segunda vez extendió su mano, diciendo:

    - Sus alumnas serán muy afortunadas, Ana. Bienvenida a Gaylands… otra vez.

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