Ana, tomando aire, irguió bien recta la espalda y entró en el aula de las alumnas de primer grado.

    De inmediato, cesaron las risas y los gritos, y cada niña se apresuró a ocupar su pupitre; del que, levantando la tapa, extrajeron su plumín, tintero, papel secante, libro y cuaderno correspondientes.

    Ana caminó hasta el estrado, desde donde echó un rápido vistazo a sus nuevas pupilas: veinte inocentes pares de ojos estaban posados en ella, expectantes, y sus pequeños rostros sonrosados reflejaban gravedad. Todas ellas lucían igual uniforme (camisa azul claro, túnica azul marino y medias oscuras) a excepción del cinturón, cuyo color dependía de la Casa a la que pertenecieran. Ana les sonrió con calidez y se presentó:

    - Buenos días: soy la señorita Barnard. Seré vuestra profesora de Lengua inglesa y Literatura este año.

    - Buenos días, señorita Barnard – coreó en respuesta una veintena de voces angelicales.

    - Podéis sentaros – les indicó Ana con un gesto, y las niñas obedecieron.

    Se encontraba nombrando a sus recientes alumnas, memorizando sus nombres y sus rasgos, cuando el cajón de su escritorio pareció cobrar vida propia.

    La primera vez fue tan sutil que creyó haberlo imaginado. Se quedó quieta un breve instante y desvió la mirada hacia el cajón. Una risita sofocada le llegó desde el fondo del aula. Parpadeó, confusa, y continuó pasando lista.

    Sin embargo, un momento después, el cajón volvió a vibrar. Si Ana no hubiese quedado tan perpleja por el desconcertante fenómeno, habría reparado en las risas contenidas o en las malévolas miradas que intercambiaban aquellas personitas a su cargo.

    Por tercera vez el cajón se sacudió, con mayor brusquedad que las anteriores. Con el corazón   disparado, Ana tragó saliva y lo abrió con cautela.

    Un enorme, verrugoso y feo sapo la miró con sus ojos negros y saltones. Los propios ojos de Ana se agrandaron de horror: profirió un agudo y estridente chillido.

El repulsivo animal, asustado por el grito de la joven, llenó de aire su garganta, convirtiéndola en un globo, y se le oyó croar. Después, con un prodigioso salto de sus patas traseras, escapó del cajón y aterrizó en el pecho de Ana. Una salva de carcajadas acogió el suceso.

    La pobre Ana, al borde del desmayo, volvió a chillar, con todas sus fuerzas, llena de espanto. El sapo, de nuevo alarmado, saltó desde su blusa hasta la pizarra. Las niñas reían como locas, con ríos de hilaridad rodando por sus mejillas.

    Ana, aterrada y humillada a partes iguales, no pudo evitarlo: cegada por las lágrimas, huyó al pasillo, presa de grandes sollozos.

    - ¡Oh, cielos!… Ana, querida, ¿se encuentra bien?

    La señorita Lawson, la profesora de Historia, que se hallaba al otro lado de la pared en el momento del incidente, había salido a su vez al pasillo, alertada por el escándalo.

    Ana dio un respingo, sobresaltada. Con ademán nervioso, se alisó la falda y atusó el moño; y luchando con toda su alma por tragarse el llanto, respondió con temblorosa voz:

    - ¡Oh! Señorita Lawson… Sí, estoy bien... Una avispa ha entrado por la ventana – se inventó a trompicones –  y me ha dado un susto de muerte… soy alérgica – terminó de explicar a modo de disculpa, pues su compañera la observaba con las cejas enarcadas -. Siento mucho el alboroto que he armado.

    Tras esto, fingiendo recobrar la compostura, Ana entró nuevamente en el aula, con la señorita Lawson pisándole los talones. Las niñas, al descubrir a esta última, dejaron de cuchichear en el acto y se envararon en sus asientos, intranquilas: daban por sentado que Ana las había delatado y que recibirían un castigo.

    Sin embargo, cuál fue su sorpresa cuando la señorita Lawson comentó:

    - No veo ninguna avispa, querida…

    - Oh, ha debido de salir volando otra vez por la ventana - le restó importancia Ana, y dirigiéndose a sus alumnas, añadió con dulzura:

    - Por favor, perdonad mi comportamiento de hace un momento. Ha sido una falta de decoro por mi parte provocar tal revuelo. Aunque habéis de saber que les tengo terror a ese tipo de... criaturas, no es excusa.

    Las chiquillas, atónitas ante las palabras de Ana, se revolvieron inquietas por el remordimiento.

    - También me gustaría agradeceros vuestra bienvenida... - prosiguió Ana con tono intencionado-. Sabiendo que, siendo mi primer día, estaría nerviosa y deseosa de causaros una buena impresión, me habéis recibido con los brazos abiertos y dispuestas a aprender.

    La mayoría de las niñas, avergonzadas de sí mismas, agacharon la cabeza en señal de arrepentimiento. Una de ellas, incluso, dejó escapar un sollozo por la culpa.

    Ana, entonces, las alentó con una sonrisa y puso un punto y aparte al desafortunado comienzo:

    - Ahora, abrid vuestros libros por el primer tema.

    Y la clase entera, con docilidad, hizo lo que se le pedía.

    La señorita Lawson, que desde el inicio había sospechado que la joven maestra había sido víctima de una terrible broma y que estaba encubriendo a las niñas, sonreía para sus adentros: ¡qué sabiduría “castigarlas” poniéndolas frente al espejo de su mala acción! Además, de ahora en adelante, no sólo le estarían agradecidas por no haberlas acusado, sino que la respetarían y confiarían en ella. ¡Qué gran maestra prometía ser Ana!

Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO