- Bueno, Jorge… Cuéntame qué le ocurre al viejo Tím.

    El señor Hunt, el veterinario, había formulado su pregunta con paternal condescendencia: conocía a Jorge desde que ésta, con diez años, le había llevado al cachorro primera vez, tras habérsele clavado una astilla en una pata. Desde entonces, ambos le habían visitado de tanto en cuando; si bien, en los últimos años, sus visitas se habían incrementado exponencialmente.

    - Es su respiración… jadea más de lo normal. Sobretodo por la noche, mientras duerme -explicó Jorge, con evidente ansiedad.

    El señor Hunt le indicó que subiera al perro a la camilla, para escuchar los pulmones y el corazón de Tím con su fonendoscopio. Mientras lo hacía, una arruga se dibujó en su frente. A Jorge no le pasó desapercibido ese detalle. Sin embargo, al terminar la auscultación volvió a sonreír, y rascó cariñosamente al perro detrás de las orejas.

    - Buen chico -le dijo, y él mismo lo bajó al suelo.

    - ¿Y bien? -preguntó Jorge en el acto, con impaciencia.

    Pero, en lugar de darle una respuesta, el señor Hunt preguntó a su vez:

    - Jorge… ¿cuántos años hace que tienes a Tím?

    Jorge, sorprendida, realizó el cálculo mental rápidamente:

    - Catorce años.

    Había encontrado a Tím, entonces un cachorro perdido y lleno de barro, en el pantano; detrás de “Villa Kirrin”. Ahora, durante un breve instante, aquel lejano recuerdo inundó su mente y su corazón. Casi le parecía imposible que existiese una época en que Tím no estuviera a su lado. No concebía la vida sin él.

    - ¿Sabes cuántos años vive un perro? -volvió a preguntar el veterinario, con suavidad. A Jorge le dio un enorme vuelco el corazón. Al ver que la joven palidecía y no contestaba, continuó hablando: - Cada año humano equivale a siete años perrunos. Si no me equivoco, Tím tiene ahora noventa y ocho años… Ha vivido más tiempo del que le corresponde. Tím no está enfermo, Jorge… es, sencillamente, muy anciano.

    Jorge, que siempre se vanagloriaba de no derramar ni una sola lágrima, despreciando el llanto como una debilidad propia de las mujeres, no pudo evitar que dos lágrimas rodasen por sendas mejillas; mientras que el nudo que notaba en su garganta amenazaba con asfixiarla.

    El señor Hunt, compadeciéndose, depositó una mano sobre su hombro, añadiendo en tono animoso y consolador:

    - ¡Vamos, vamos! ¡No hay por qué entristecerse! Tím goza de buena salud, a pesar de todo; y es un perro fuerte: apostaría a que aún le quedan una o dos aventuras vuestras por vivir -este último comentario consiguió arrancarle a Jorge una sonrisa.

    Momentos después abandonaban la consulta del señor Hunt. El perro, ajeno a la conversación que habían mantenido su dueña y el veterinario, trotaba feliz a su lado. No obstante, comprendió que algo había entristecido sobremanera a su amada Jorge: con efusividad, le lamió la mano que colgaba de su costado.

    Jorge, emocionada, se arrodilló en el camino y rodeó fuertemente a Tím con sus brazos. Y sepultando la cabeza en su pelaje, lloró quedamente. Tím, mientras tanto, no paraba de lamerla ni de gemir, acompañándola así en su duelo.

    Por fin, más tranquila, se secó las lágrimas y se riñó a sí misma:

    - Bueno, basta de tonterías… Volvamos a casa.

    Caminaron por las calles del pueblo hasta salir de sus lindes, y se internaron por el camino que, campo a través, llevaba hasta “Villa Kirrin”. El sol de julio calentaba, implacable, sobre sus cabezas. Los campos se estaban tornando amarillos: el trigo comenzaba a agostarse y muy pronto llegaría la temporada de cosecha.

    A lo lejos, Jorge distinguió la silueta de la Granja Kirrin: como tantas otras veces, la joven se preguntó qué ocurriría con la granja. El encontrarse deshabitada iba, poco a poco, haciendo estragos en ella. Con pesar, Jorge recordó al señor y a la señora Sanders, el amable matrimonio de granjeros. Ambos ancianos habían fallecido en el último año.

    Por desgracia, puesto que no habían tenido hijos, tras su muerte la granja había quedado abandonada. Tía Fanny, que era la legítima dueña de la Granja Kirrin, no podía hacerse cargo ni tampoco había  encontrado a nadie interesado en comprarla.

    Con un suspiro, Jorge desvió la mirada y la dirigió en dirección contraria, hacia la Bahía. En la playa, un pescador estaba llegando a tierra con su embarcación: dentro de ella, su red aparecía repleta de peces plateados que coleaban desesperados por volver al agua. Le acompañaba un niño pequeño, de unos cinco o seis años. A pesar de la distancia, la vista de lince de Jorge reconoció al pescador: era su amigo Alf.

    Con un gesto indicó a Tím que se desviase hacia el acantilado, y ambos bajaron por el camino hasta la arena. En lo que tardaron en llegar, Alf y el niño habían puesto pie en tierra, y transportaban entre los dos la pesada red: el chiquillo resoplaba por el esfuerzo, pero no osó expresar la más mínima queja. Jorge sonrió para sí ante el aplomo del pequeño.

    - ¡Hola, Alf! -saludó a su más viejo amigo.

    - ¡Señorito Jorge! ¡Qué feliz sorpresa! - replicó éste con una sonrisa, al tiempo que se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano; que era morena, grande y llena de callos. Posando esa misma mano sobre la cabeza del niño, añadió: - Este es mi hijo, James.

    El niño levantó sus ojos, tan azules como los de su padre, hasta encontrarse con los de Jorge. Su carita morena mostraba una grave expresión, que divirtió mucho a Jorge, cuando preguntó con su voz infantil:

    - ¿Cómo está usted?

    - Muy bien, James, gracias – le respondió la joven, sonriéndole. A su lado, sentado sobre sus cuartos traseros, Tím ladró con impaciencia, deseoso de ser tenido en cuenta. Jorge, igual que había hecho Alf, posó su mano sobre la cabeza del perro y le presentó: - Este es mi perro, Tím. Saluda a James, Tím.

    Y para sorpresa y deleite del crío, que dejó escapar un “¡Oh!”, el perro, obediente, levantó con solemnidad una pata. James se echó a reír, desapareciendo al instante aquel rictus de gravedad de su pequeño rostro, y le estrechó la pata que le tendía. Los dos adultos se echaron a reír también. 

    - ¿Están sus primos en “Villa Kirrin”? -preguntó entonces Alf.

    Jorge se envaró un poco. La pregunta le había pillado con la guardia baja. Para ella, aquel tema era delicado y doloroso a partes iguales.

    - Oh… no, no están. Julián ha empezado a trabajar, Dick está de viaje de Luna de Miel y Ana en Londres.

    - Oh, sí, oí hablar de la boda – comentó Alf permitiéndose una sonrisa.

    Jorge refunfuñó para sus adentros. Por alguna razón que escapaba a su compresión, la boda de Dick y Jo había sido la comidilla de la región. Suponía que, en cierto modo, sentían como un triunfo personal que el señorito de buena familia hubiese tomado por esposa a una de ellos.

    - De todas maneras – prosiguió Alf-, hace tiempo que no les veo. Ya no vienen mucho por Kirrin, ¿verdad?

    Jorge sintió como si un yunque le hubiese caído en el estómago… Por fortuna, no tuvo que responder: en ese mismo momento una mujer joven, vestida de campesina, con una cesta llena de comida colgada del brazo y abultado vientre; llegó a la playa y llamó al niño por su nombre. James, de inmediato, soltó la red en la arena y corrió a abrazar a su madre.

    - El almuerzo - explicó Alf a Jorge con una sonrisa-. Ya le he dicho a Sarah que no debería bajar por el acantilado, en su estado. Pero no me hace caso. Es una mujer con mucho carácter -terminó con una mezcla de orgullo y exasperación.

    Tras esto Alf se despidió, y se reunió con su mujer y su hijo. Jorge los contempló durante un largo instante, sintiéndose extrañamente sola de repente. Dando media vuelta, Tím y ella continuaron su camino de regreso a casa por la orilla del mar.

    “Pase lo que pase, seremos nosotros Cinco… siempre”

    Jorge se estremeció ligeramente al asaltarle, a traición, este recuerdo. Habían pasado ya siete años desde aquellas palabras de su primo Julián. Palabras que habían templado su corazón desasosegado por los cambios que habrían de venir, y que amenazaban a la unión de ellos Cinco.

    El comentario que Alf había hecho, tan a la ligera, había removido su memoria. Aquel verano había sido el último en muchos aspectos… El último verano antes de regresar a Gaylands, las últimas vacaciones de ellos Cinco en Kirrin… y la última de sus aventuras.

    Aquel septiembre de 1955, Jorge había regresado a Gaylands, el internado para señoritas que la había visto crecer, para cursar su último año. Su padre, a pesar de toda una vida sacrificada a la Ciencia, no ganaba el suficiente dinero para brindarle a su esposa una vida desahogada y libre de deudas, ni para enviar a su hija a una buena escuela. De hecho, no habían sido sus teoremas físicos ni sus inventos de ingeniería los que lo habían sacado de la pobreza, sino el tesoro en forma de lingotes de oro que ellos Cinco, de niños, habían encontrado en la Isla de Kirrin. Fue entonces cuando, aunque tarde, su padre había podido darle la educación que deseaba para ella.

    Sin embargo, su tardía escolarización fue un obstáculo para Jorge, que a sus once años hubo de esforzarse mucho para alcanzar el nivel académico que se esperaba de ella; y que siempre encontraría difícil la escuela. A pesar de tan gratos años, no pudo evitar suspirar de alivio cuando por fin se graduó. Hacía tiempo que había decidido que no asistiría a la Universidad.

    El verano que finalizó sus estudios y que cumplió dieciocho años, la volvió a reunir en Kirrin con sus primos Dick y Ana. El primero, al igual que ella, se había graduado en St. Christopher y comenzaría la carrera de Medicina el siguiente otoño, en Cambridge. Ana, por su parte, regresaría a Gaylands como orgullosa Delegada del internado, para realizar el sexto y último grado.

    Como él mismo había presagiado un año antes, Julián, por primera vez, les abandonó… No regresó a Kirrin, ni tampoco a Londres: se quedó en Oxford, estudiando duramente para los exámenes. Aunque ya lo sospechaban, resultó que todos echaron terriblemente en falta no sólo su presencia, sino también su liderazgo: Julián había sido la piedra angular que los había sostenido siempre. Su madurez, su confianza en sí mismo y su resolución; habían equilibrado la despreocupación de Dick, el temperamento de Jorge y la inseguridad de Ana.

    Para colmo de males, Jorge no sólo había acusado la ausencia de Julián, sino la incorporación al grupo de un miembro que no era precisamente de su agrado… Esta persona era, por supuesto, Jo.

    Jorge no habría sabido decir que era peor: que Dick les dejase de lado para ir a visitarla en Greyton, o que Jo fuera quien acudiese a verle a Kirrin. Al menos, en el primer caso, aunque sin cesar de expresar a Ana, cuya paciencia rayaba en la santidad, su opinión sobre la lealtad (virtud de la que, a su parecer, Dick carecía); la jornada, si bien aburrida, pasaba tranquila y sin sobresaltos.

    Mientras que, en el segundo, las muestras de amor que, abiertamente, se profesaban Dick y Jo la avergonzaban o irritaban en grado sumo, según su estado de humor; en el mejor de los casos. En el peor de ellos, Jorge acababa perdiendo los estribos en su eterna rivalidad con Jo. Esta última, además, no ocultaba su placer haciendo de rabiar a la primera. Dick asistía divertido a aquellas ridículas discusiones, en tanto que Ana sufría, deseando con toda su alma que terminasen.

    Nada dura por siempre, y aquel primer verano sin Julián no fue la excepción. No obstante, Jorge no contaba con lo largo que se le haría el invierno, ni lo terriblemente sola que se sentiría…

    Llegó el siguiente verano, y a la falta de la calidez y de la familiar sobre protección de Julián; se sumaron la espontaneidad y las bromas de Dick. Ana, la benjamina de la pandilla, fue la única en acompañar a Jorge y a Tím en Kirrin. Se había graduado con honores en Gaylands y, el próximo curso, estudiaría Literatura en la Universidad de St. Andrews, en Escocia. Jorge, ese verano, se sorprendió a sí misma echando de menos incluso a Jo.

    De nuevo, llegó el otoño y otro invierno de insoportable soledad para Jorge. El verano de sus veinte años, Jorge lo pasó sola… Sus primos, demasiado ocupados en sus respectivos estudios universitarios y romances, parecían haberla olvidado. Aún se reencontraban de tarde en tarde: por Navidad, algún año por las vacaciones de Pascua, una semana en verano… Jorge vivía por y para aquellos momentos, y en dichas ocasiones su monótona y solitaria existencia en Kirrin cobraba sentido.

    Pero, a pesar de la promesa de Julián, ya no serían nunca más Los Cinco, comprendió un día, con infinito dolor… Ya no habría más aventuras. Y ella se sentía aún más sola, si cabe, que cuando sus primos la habían conocido: porque, entonces, ella no sabía lo que era la verdadera amistad, y no podía echar de menos lo que no conocía.

    Fue así, sumida en tan tristes reflexiones, que Jorge llegó a “Villa Kirrin”, y ya desde la cancela los gritos de su padre, dentro de la casa, alcanzaron sus oídos:

    - ¡HE DICHO QUE NO, FANNY, Y ES MI ÚLTIMA PALABRA!

    Jorge abrió la puerta principal y dejó pasar a Tím: éste, al escuchar los gritos de tío Quintín, ladró un par de veces en son de protesta. Las peleas alteraban al perro, pero por desgracia eran el pan de cada día en “Villa Kirrin”. El padre de Jorge era una persona condenadamente difícil de tratar, y los años no habían hecho sino empeorar su carácter. La joven le dio un golpecito de advertencia en el lomo, a fin de que se callara: de bastante mal humor parecía estar ya su padre, como para que Tím le provocase aún más. El perro captó la orden, pero dejó escapar un interminable y profundo gruñido de disgusto, desde lo más profundo de su garganta.

    Los gritos provenían del despacho de su padre, su lugar de trabajo, en la planta baja. Jorge se acercó hasta allí, y con una mano sobre el collar de Tím, hizo girar con la otra el pomo de la puerta.

    - Pero, Quintín, te lo ruego… ¡sé razonable! -le suplicaba su mujer. Su cabello, castaño, estaba veteado de gris; y su rostro, de dulces facciones, comenzaba a presentar las arrugas de la vejez-. ¡Es tu salud la que está en juego! El Dr Warren ya te explicó las consecuencias que puede tener un exceso de presión sanguínea…

    - ¡Bah, qué sabrá ese matasanos! -gruñó tío Quintín con desdén.

    - De medicina mucho más que tú, querido -repuso su esposa, con suavidad.

    - ¡Como si es el mismísimo Avicena! - exclamó su marido, con ferocidad-. ¡No pienso dejar de trabajar, y mucho menos ahora! ¡Estoy a punto de demostrar una hipótesis que cambiará la Historia de la Física Nuclear! ¡Es el culmen de mi carrera!

    Tía Fanny, que a lo largo de su vida había escuchado aquella extraordinaria afirmación decenas de veces, no se dejó impresionar. Apuntándole con el dedo índice de su mano derecha, le dijo:

    - Te lo advierto, Quintín, si no te retiras de una vez por todas, me marcharé de esta casa y no regresaré. Me niego a ver como mi marido sufre un ataque al corazón o una apoplejía, sólo porque no puede aceptar que tiene que jubilarse.

    “Oh, Santo Dios”, pensó Jorge con desesperación , “el tema de la jubilación otra vez no, por favor…”

    - ¡Tú no harás tal cosa…! -empezó tío Quintín a contradecirla, aunque en sus ojos se leía el evidente temor a que su mujer llevase a cabo su amenaza.

    - ¡Por supuesto que lo haré! -expresó tía Fanny, ahora con ambos brazos en jarras-. ¡Me iré con mi hermana a Dorchester y…!

    - ¡Oh, madre! -intervino Jorge en ese momento: sus padres, que en su acalorada discusión no habían reparado en ella, desviaron la mirada al umbral de la puerta, con sorpresa-. No digas esas cosas… sabes que no son verdad. Y tú, padre -se dirigió de pronto a tío Quintín, con el ceño tan fruncido como él-, harás lo que te diga el Dr Warren. Madre tiene edad de descansar y de no seguir andando detrás de ti, preocupada de si comes o duermes lo suficiente.

    Su padre, molesto, abrió la boca para responder… pero en ese preciso instante sonó el gong, anunciando la cena.

    Tía Fanny se acercó a ella, con maternal sonrisa, y la besó con ternura en la mejilla. Entonces, la tomó del brazo y la guió al comedor, diciendo:

    - Tienes toda la razón, hija mía… Bueno, dejemos  por el momento esta discusión, que no nos lleva a ninguna parte. Una deliciosa cena es lo que necesitamos ahora, para calmar los nervios y el estómago.

    Tím siguió a ambas mujeres, mientras tío Quintín seguía a su vez al perro, mascullando cosas tales como que nadie alcanzaba a entender la importancia de su trabajo, ni su responsabilidad para el mundo.

    Los padres y la hija, junto con Tím a los pies de su dueña, se sentaron alrededor de la mesa esperando a que Verity, la cocinera, les sirviera. Era una gruesa joven, sumamente agradable, de mejillas coloradas y risa fácil.

    Cuando Verity apareció en la estancia, transportando la sopera, tío Quintín preguntó en voz alta:

    - ¿Quién es ésta? ¿Dónde está Juana?

    Jorge, abochornada, se tapó el rostro con la mano. Tía Fanny, sin embargo, respondió sin perder la paciencia:

    - Es Verity, querido, lo sabes de sobra. Juana hace años que no trabaja con nosotros… Verity es ahora quien ocupa su lugar – tía Fanny miró entonces a la cocinera y tuvo unas palabras de agradecimiento para ella: - Y lo hace estupendamente.

    - ¡Muchas gracias, señora! - replicó Verity alegremente.

    Aquellas pérdidas de memoria de su padre, que en el pasado le habían resultado hilarantes, ahora alarmaban a Jorge. Se preguntó si debería hablarle de sus temores al Dr Warren.

    - Fanny, no olvides que mañana viene Lenoir – aseveró tío Quintín a su mujer, súbitamente.

    Tanto su esposa como su hija levantaron la mirada de sus platos, atónitas.

    - ¿De qué estás hablando, Quintín? -le cuestionó tía Fanny, asombrada. Jorge, muy preocupada, creyó que se trataba de un nuevo desvarío de su padre.

    Pero, contra todo pronóstico, tío Quintín extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un sobre, que blandió en el aire.

    - ¡Mi colega Lenoir, Fanny! ¡Viene a visitarnos mañana! Él y su hijastro, Pierre, ese al que los chicos llaman con un nombre tan raro…

    - “Hollín” -le ayudó Jorge, sonriendo ampliamente.

    - ¡No me interrumpas! -la increpó su padre, irritado-. Bueno, como iba diciendo, Lenoir y su hijastro vendrán mañana: ese joven, Pierre, es ingeniero (bastante brillante, a juzgar por lo que me ha contado Lenoir) y tiene ideas para llevar a cabo el drenaje del pantano de Kirrin…

    - ¿Drenar el pantano? -parafraseó Jorge, sin dar crédito a lo que oía.

    - … tal y como hicimos Lenoir y yo, con éxito, en aquel lugar desolado donde viven, el Cerro del Paracaidista...

    - Contrabandista -le corrigió Jorge en un murmullo.

    - … Ese joven, os digo, parece tener un ambicioso proyecto para transformar esas tierras pantanosas inútiles, en provechosos campos de cultivo y pasto para la ganadería.

    Jorge escuchaba con interés a su padre: no veía cómo pretendía “Hollín” drenar el pantano de Kirrin, ni estaba segura de compartir semejante idea… Pero la perspectiva de gozar de la compañía de “Hollín”, en aquellos momentos, la llenaba de una inmensa alegría.

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