En el umbral del dormitorio de los chicos, se separaron.

    - Buenas noches, pequeña Jo –le susurró Dick, acariciándola.

    - Buenas noches.

    Se dieron un último y casto beso, y Jo subió las estrechas escaleras que conducían al ático. Dick la observó marchar hasta que desapareció de su vista. Sentía la respiración agitada y la sangre palpitarle en las sienes: deseaba hasta la locura seguirla.

    Un momento después, el muchacho se encontraba en su cama con los brazos cruzados tras la nuca, la mirada perdida en el techo, y la boca abriéndose en una ensoñadora sonrisa.

    Dos golpes secos sobre la puerta resonaron en la oscuridad. Jo se sentó sobre la cama de un salto, y preguntó ansiosamente:

    - ¡Dick! ¿Eres tú?

    Una voz llegó desde el otro lado:

    - Soy yo, Julián. ¿Puedo pasar?

    Jo encendió la luz, se levantó de otro salto y corrió a abrirle. Julián, mirándola con gravedad, entró en la sencilla habitación.

    - ¡Julián!, ¿qué ocurre? ¿Hay fuego en la casa? –le preguntó la muchacha con creciente alarma. No comprendía qué podía motivar una visita de Julián a esas horas de la noche, a no ser que hubiese un incendio. ¿Quizás había olvidado apagar los fogones y habían prendido la cocina? ¡Cielo Santo, no!

    - No, no hay fuego –la tranquilizó el joven, y con un gesto le indicó que se sentara. Jo, que no podía disimular su extrañeza, se sentó sobre su lecho. Julián acercó una silla que reposaba en un rincón, y tomó asiento también.

    - Jo, mañana te marcharás –le espetó Julián, sin más preámbulo.

    - ¿Cómo? –balbuceó Jo, aturdida.

    - Que mañana volverás a Greyton con tu madre, tal y como habíamos acordamos.

    -Julián, verás… lo he pensado mejor y he decidido, finalmente, quedarme –empezó a explicar Jo-. Tenías razón: me comprometí a suplir a Juana y la señora me necesita ahora más que nunca. Debo quedarme –terminó con una beatífica sonrisa.

    Pero la sonrisa se congeló en sus labios cuando Julián le replicó con suma dureza:

    - Os he visto, Jo, en la cocina: a Dick y a ti. Así que no intentes engañarme con tus mentiras, haciéndome creer que te quedas por la bondad de tu corazón.

    A Jo le dio un tremendo vuelco dicho órgano. Con que ese había sido el ruido que les había sobresaltado durante su encuentro furtivo…

    Julián miraba con expresión pétrea a la chica. Se encontraba en duermevela cuando, de repente, había recordado el pequeño ventanuco de la despensa. Probablemente Dick lo pasaría por alto. A su pesar, Julián se había tenido que levantar para cerrarlo. Resultaba irónico que hubiera sido precisamente Jo quien, de niña, cual contorsionista, se había conseguido colar por aquel ventanuco.

    No obstante, no había llegado hasta la despensa… La visión de su hermano y Jo, enredados en un abrazo y besándose con pasión, le había clavado al suelo.     

    Durante un segundo había permanecido inmóvil, incapaz de asimilarlo… para, acto seguido, sentirse ultrajado. ¿Cómo podían ser tan atrevidos y desconsiderados? ¡Y en la cocina de tía Fanny, nada menos!

    En silencio, había vuelto sobre sus pasos. Pero, al hacerlo, había golpeado sin querer el paragüero del recibidor. Desde allí escuchó las exclamaciones ahogadas y el ruido que hacían ambos al separarse precipitadamente. Profundamente disgustado, Julián regresó a su habitación.

    Unos minutos más tarde les oía despedirse en el umbral de la puerta. En la penumbra, vio la silueta de Dick desvestirse y meterse en la cama. No tardó en llegar a sus oídos la respiración acompasada de su hermano, que le indicaba que el sueño le había vencido. Sólo entonces se levantó de su propia cama y subió al ático.

    En el momento presente, Jo había enmudecido. Aquella revelación le había cogido con la guardia baja.

    Julián, con la misma acritud, continuó diciendo:

    - Aunque, en realidad, no he venido a hablar de lo imperdonable de vuestra conducta, ni a recordarte nuestro trato. Sino a pedirte algo.

    - ¿El qué? –recobró Jo el habla.

    Entonces, Julián expuso bien clara su petición:

    - Aléjate de Dick.

    La muchacha palideció sobremanera. Repuso:

    - No puedes pedirme eso, Julián.

    - Puedo y debo pedírtelo, Jo.

    Jo se puso en pie de un brinco, iracunda:

    - ¿Por qué, Julián? ¡Yo no he hecho nada malo! ¡Lo único que he hecho ha sido quererle! –se defendió con verdadera desesperación.

    - Yo también le quiero, Jo, es mucho más que un hermano para mí. Y no deseo verle sufrir por tu culpa.

    - ¿Por mi culpa? –repitió Jo, ofendida-. ¡Yo jamás le haría daño!

    - ¡Pero se lo harás, Jo! No podrás evitarlo. Al final, os haréis mucho daño el uno al otro –le aseguró Julián.

    Y añadió:

    - Esto tiene que parar, Jo… habéis ido demasiado lejos. Él no es como tú, y no te ha hecho ningún favor haciéndote creer lo contrario. Tú eres el servicio, y él forma parte de la familia a la que sirves. A la larga, no podrá mirarte igual que tú a él… porque tú le miras desde abajo. Y llegará el día en que comprenda que no eres una compañera adecuada… Y, entonces, sufrirá mucho.

    La muchacha le observaba fijamente, con sus enormes ojos redondeados por el inmenso dolor que aquellas palabras le infligían. Acertó a replicarle:

    - ¡Te equivocas! ¡Él jamás haría eso! Él es bueno.

    - Eso no cambia nada, Jo.

    Jo se miró las palmas de las manos, abatida. Quería a Julián como a un hermano, y nunca habría creído posible escuchar tales palabras de su boca… Casi podía sentir como se le partía el corazón. Con voz trémula, dijo:

    - Lamento mucho que me consideres tan indigna de su amor, Julián… Pero no pienso renunciar a él –y levantó la mirada con rabioso desafío.

    Julián le devolvió la mirada con serenidad. Tras una pausa, se levantó de la silla dispuesto a marcharse, no sin antes replicar:

    - Si de verdad le quieres, Jo, harás lo correcto. Porque, en el fondo, sabes que tengo razón. 

    Estaba rompiendo el alba: un haz de luz entraba por la ventana del techo aboardillado, iluminando el polvo en suspensión. Jo, con la gabardina puesta y su pañuelo rojo al cuello, cerraba la pequeña maleta. Dentro había introducido sus pocas pertenencias. Los surcos morados bajo sus ojos, evidenciaban que había pasado la noche en vela.

    Procurando hacer el menor ruido, bajó la escalera que comunicaba el ático con el piso superior de “Villa Kirrin”. De puntillas, se acercó al dormitorio de Julián y Dick, y atisbó a través de la puerta entornada.

    Dick dormía con los brazos por encima de la cabeza. El flequillo le caía sobre los ojos y sonreía en sueños. Jo se sintió desfallecer al recordar lo que estaba a punto de hacer. Deseaba besarle por última vez, pero temía despertarle. Con un último esfuerzo de voluntad, se alejó de allí.

    Bajó a la planta baja, y en el mismo mueble del recibidor donde, en su día, había dejado el telegrama, depositó un sobre con el nombre de Julián. En su interior había una carta:

    “Julián,

    He hecho lo que me pediste. Despídete de las chicas por mí.

    No me llames ni vengas a mi casa.

Jo” 

    Aquellas pocas frases era cuanto había escrito: no tenía nada más que decirle.

    Se dirigió a la cocina para abandonar la casa… ¡y qué grata sorpresa al encontrarse allí al viejo Tím, que había bajado sediento a beber!

    - ¡Tím! –le llamó Jo, feliz, en un susurro.

    Tím, al oír su nombre, levantó la cabeza de su cuenco, y al reconocer a Jo abrió el hocico en una gran sonrisa perruna. Soltó un alegre ladrido al aire.

    - ¡Shss! –le chistó Jo con urgencia, temiendo que el perro despertara a los otros. Volvió a llamarle susurrando-: ¡Ven aquí!

    Tím trotó felizmente a su encuentro. La muchacha se puso de rodillas en el suelo para abrazarle, y hundió el rostro en su suave y pardo pelaje. Podía sentir su cuerpo inquieto, como un motor al ralentí.

    Cuando Jo se separó de él, notó la visión enturbiada por las lágrimas: se las secó con la manga de la gabardina.

    - Adiós, querido Tím –se despidió del perro rascándole la cabeza. Y anduvo hasta la puerta para salir al jardín.

    Pero Tím, con su larga lengua colgando entre los dientes y jadeando de puro contento, la siguió.

    - No, Tim, no puedes venir conmigo. Vuelve arriba con Jorge –le indicó Jo.

    Tím soltó un ladrido de disconformidad: evidentemente no estaba de acuerdo con ella. Jo le miró y no supo resistirse a su compañía.

    - Está bien, daremos un paseo.

    Salieron juntos al jardín y bajaron hasta la cancela del camino. Jo tenía la intención de andar hasta la parada del autobús que la llevaría a su hogar en Greyton, y allí ordenar a Tím que regresara a “Villa Kirrin”.

    Tím brincaba excitado alrededor de Jo, encantado con aquel inusual paseo. Era una fría mañana y las gotas de rocío titilaban en las hojas del camino. En el este, el sol había comenzado su ascenso al cielo tiñéndolo de dorado. Jo, a pesar de su congoja, no pudo evitar maravillarse con la belleza del amanecer.

    En ningún momento se percató de que un coche, con los faros apagados, lenta pero inexorablemente, la estaba siguiendo.

    - ¡MIRA ALLÍ! ¡Es ella, la chica! ¿No la ves?

    - ¿Estás seguro de que es ella? –dudó su compañero.

    - ¡Tiene que serlo! Ese de ahí es su perro. ¿La seguimos? Va sola y no se ve ni un alma por los alrededores… No tendremos otra oportunidad como ésta.

    Su compañero reflexionó durante un breve instante:

    - Sí, tienes razón: es ahora o nunca –y a continuación arrancó el coche.

    Con el motor al mínimo de revoluciones y las luces apagadas, para pasar inadvertidos, los hombres siguieron a la muchacha desde una prudente distancia.

    Unos quinientos metros después, la joven había llegado hasta el poste donde el autobús que conectaba entre sí los pueblos de la región, recogía viajeros. Vieron que la chica leía los horarios dela ruta. Tras esto, se acuclilló junto al perro, pareciendo hablarle. Vieron como el animal lamía a su dueña y luego daba media vuelta, regresando por donde habían venido. Por fin, ahora sí, se había quedado completamente a su merced.

    Esperaron pacientemente, para asegurarse de que el perro, al oír a la muchacha, que probablemente se defendería, no acudiera en su ayuda. Cuando lo consideraron oportuno, se bajaron del vehículo.

    Jo se encontraba de pie junto a la parada, maleta en mano. Había enviado a Tím de vuelta a la casa, no fuera Jorge a notar su ausencia. Ahora se arrepentía de haberlo hecho, pues dos hombres desconocidos se acercaban resueltamente hacia ella. Jo había aprendido de niña cuando era momento de huir… y su instinto le decía que este era uno de ellos.

    Demasiado tarde se decidió a dejar la maleta tras de sí y poner pies en polvorosa, pues los hombres estaban ya casi a su altura. Parecían preparados para algo así, pues saltaron sobre ella con una velocidad de reacción alarmante.

    - ¡SOLTADME! –chilló Jo furiosa.

    - Será mejor que no te resistas, si no quieres salir herida –le recomendó uno de sus captores. Jo, en respuesta, le intentó arañar la cara-: ¡ESTATE QUIETA! ¡Madre mía, menuda fiera!

    Los hombres estaban estupefactos: ¡cómo luchaba! Se retorcía, daba patadas a diestro y siniestro, les golpeaba… Finalmente, aunque con gran esfuerzo, consiguieron inmovilizarla: no en vano era la fuerza bruta de dos hombres contra la de una muchacha de quince años.

    Mientras uno de ellos iba poniendo el coche en marcha, el otro, que la tenía sujeta por el cuello, acercó la boca a su oído y le susurró con lascivia:

    - Eres muy guapa, ratita… ¿lo sabías? –y hundiendo la nariz en su cabello, inhaló su olor como si de un perfume se tratara.

    Jo, asqueada, gritó e inesperadamente le clavó los dientes en la mano. El hombre la soltó de inmediato, con un aullido de dolor, y ella corrió como alma que lleva el diablo. Escaló el vallado de maderos que encerraba una hectárea de campos de trigo, y saltó dentro.

    El individuo se cogió la mano magullada con la otra, y exclamó:

    - ¡ARGH! ¡Me ha mordido! ¡Será desgraciada! –y al comprobar que la muchacha huía a todo correr campo a través, dio la voz de alarma a su compañero-: ¡SE ESCAPA! ¡CÓGELA!

    El otro hombre le dio caza al instante. Jo, entonces, cometió el error de mirar por encima de su hombro para comprobar la distancia que le aventajaba de sus asaltantes… y no vio en su furiosa huida la piedra que le hizo caer: aterrizó sobre la dura tierra golpeándose la frente.

    Intentó volver a levantarse, al tiempo que sentía su conciencia desvanecerse y oía a aquellos hombres cada vez más cerca, a punto de alcanzarla…

    Cuando por fin llegaron hasta ella, el mundo para Jo había desaparecido con un fundido en negro.

   

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