Antes de abandonarla, Julián quiso echar un último vistazo a su habitación. Contempló con solemnidad la sencilla cama, cuyo colchón aparecía ya desprovisto de sus sábanas. El querido escritorio con su recia silla, donde tantas horas de estudio había pasado.  Las viejas estanterías, sin sus libros, ofrecían triste aspecto. Con un leve asentimiento de cabeza, a modo de adiós, Julián, maleta en mano, cerró la puerta tras de sí y se dirigió hacia las escaleras.

    Bajó al piso inferior, que correspondía a las habitaciones de quinto grado. Tras recorrer el pasillo, entró resueltamente en la última de ellas. Los dos muchachos que se encontraban dentro, haciendo sus respectivos equipajes, levantaron la mirada.

    -¿Has venido a meterme prisa, Julián? Eso no es propio de ti –fingió asombrarse su hermano Dick. Su compañero de habitación, Pierre Lenoir, que respondía al apodo de “Hollín”, soltó una carcajada.

    - Muy gracioso –comentó Julián, sin perder el buen humor- Como de costumbre, no estás preparado… No he conocido persona más pesada para hacer una maleta que tú, Dick.

    - Vamos, Julián, relájate –intervino “Hollín”. Realmente aquel sobrenombre le sentaba de maravilla: era tan oscuro de piel y cabello como su propio apellido indicaba- Deberías estar disfrutando de tus últimos instantes en el St. Christopher. Date un paseo por el campo de fútbol… o acércate a los dormitorios de primero, para reprenderles con severidad, sé que eso te encanta –concluyó el chico con su habitual descaro.

    Dick no pudo evitar echarse a reír. Julián, lejos de enfadarse, sonrío a su vez, encajando el golpe. A finales del curso anterior, había recibido el honor de ser nombrado Delegado del colegio. Durante aquel último año, había ostentado el cargo con gran empeño, quizás demasiado. A pesar de sus buenas aptitudes, como rectitud y elevado sentido de la responsabilidad, aquel puesto potenciaba a su vez otras tendencias, no tan deseadas…  De ahí la burla.

    Ahora que abandonaba el internado, debía ceder su lugar a Charles Preston, compañero de clase de Dick. En su fuero interno, Julián se había sentido decepcionado al no ver elegido a su hermano. Pero si bien era buen estudiante y muy apreciado entre sus compañeros, Dick no habría encajado como Delegado. Le gustaban demasiado las bromas y saltarse las normas de cuando en cuando.

    -Ya estoy listo, Ju –anunció entonces Dick, abrochando las correas de su maleta- Cuando quieras.

    - Lo mismo digo –corroboró “Hollín”. Al pasar junto a Julián, le dio una amigable palmada en la espalda.

    Los tres muchachos se dirigieron, charlando y riendo, a la entrada principal del enorme edificio. Al pie de su escalinata, se encontraba el autobús que les llevaría a Londres.

    -Deberíais venir a visitarme, como aquel verano que se cayó el árbol sobre “Villa Kirrin” ¿os acordáis? ¡Menuda aventura pasamos juntos! –dijo “Hollín” recordándola con añoranza.

    - ¡A fe mía que tienes razón! –asintió Dick sonriendo.

    - No reconoceríais “el Cerro del Contrabandista” –les aseguró “Hollín”- Desde que mi padrastro y vuestro tío llevaron a cabo el drenaje de los pantanos, la niebla ha desaparecido y el lugar ha perdido ese halo de misterio que le envolvía… Ahora es un hermoso y apacible valle, que sube desde el mar hasta el pueblo. Es una verdadera pena.

    Julián y Dick rieron ante la sincera consternación de su amigo.

    El trayecto por carretera se les antojó corto, y pronto se encontraron en King´s Cross. En aquel punto de destino los esperaba su padre, que los recibió muy feliz de verles,  tras todo un trimestre fuera de casa.

    Pasaron una semana junto a sus padres, en su casa de Londres. Ambos disfrutaron la vuelta al hogar, donde su madre se ocupó de alimentarles bien, para deleite de Dick. Pronto llegó el día en que tomaron el metro hasta la estación de Paddington, donde por fin montaron en el tren que les llevaría a Bahía Kirrin.

    -Estoy deseando ver a las chicas y al viejo Tím –dijo Dick mirando ensoñadoramente por la ventana. El tren iba tomando velocidad mientras dejaban atrás los suburbios de Londres- El verano, Los Cinco juntos en Kirrin, es el mejor momento del año.

    - Desde luego  –confirmó Julián. Una sombra de tristeza apareció en sus ojos durante un instante. A su hermano, sagaz como siempre, no le pasó desapercibida.

   - Te preocupa que este sea nuestro último verano, todos juntos –adujo Dick mirándole con seriedad.

    Julián asintió con la cabeza y replicó:

    -Sí, en cierto modo será el último… En otoño empezaré en Oxford y no sé lo que me espera allí. Todo será distinto, eso seguro. Dios sabe si podré disfrutar de vacaciones, o por el contrario las pasaré memorizando Leyes hasta perder el sentido. Ha sido duro decir adiós al St. Christopher.

    - Sí… va a ser muy raro regresar allí sin ti –admitió Dick, comprendiendo los sentimientos de su hermano. Súbitamente, se dio una palmada en la pierna y dijo alegre- ¡Basta de lloriqueos, estamos de vacaciones! Tenemos todo el verano por delante para nosotros y no debemos pensar más allá de eso.

    - ¡Bien dicho! –apoyó Julián, contagiándose del ánimo de su hermano.

    -¡Sooo! –ordenó Jorge tirando con fuerza de las riendas. El viejo y leal pony se encabritó un breve instante, para acto seguido esperar quieto y paciente nuevas instrucciones.

    Tím bajó de un salto de la tartana, con su larga y rosada lengua colgando entre los dientes. Su boca, como de costumbre, parecía sonreír.

    -¡Ya está entrando en la estación, Ana! –dijo Jorge sin poder ocultar su alegría- ¡Lo oigo!

    Las dos muchachas y el perro corrieron hasta el andén. Efectivamente, el tren entraba en aquellos momentos. A lo lejos, en el último vagón, dos manos saludaban con amplios ademanes. George saludó a su vez con energía, ruborizada de emoción ante la expectativa de ver a sus dos primos. ¡Por fin estarían todos juntos, otra vez!

    Una vez que la máquina hubo frenado, los dos muchachos bajaron y, cargando con sus respectivos equipajes, caminaron hacia ellas. Ana echó a correr a su encuentro y Tím la imitó en el acto, adelantándola. De un salto se lanzó sobre Dick, al que casi tira al suelo.

    -¡Tím, viejo amigo! Yo también me alegro de verte ¡pero contrólate! ¡Por poco me echas a las vías! –riñó con dulzura al perro, cuyas patas delanteras se apoyaban en su pecho, sosteniéndose en pie sobre las traseras.

    - ¡Hola! –gritó Ana al tiempo que se lanzaba a los brazos de su hermano Julián. Este la abrazó con fuerza y la besó en la rubia coronilla, que quedaba a la altura de su barbilla. Dick, tras obligar a Tím a bajar al suelo, abrazó estrechamente también a su hermana menor, una vez que Julián la hubo soltado.

    Jorge, que en otros tiempos se habría sentido celosa ante la cariñosa bienvenida prodigada a Ana, esperó pacientemente, pero sonriendo de oreja a oreja, a que llegaran caminando a ella. Propinó entonces un cariñoso puñetazo a Dick, que protestó:

    -¡Auch, Jorge! Cualquiera diría que te alegras de verme…

    - ¡Calla, marrullero! –rió Jorge- ¡Por supuesto que me alegro de verte! Y también a ti, Ju –añadió. Julián pasó un brazo por los hombros de su prima y apretó suavemente su hombro. A ambos les unía un especial cariño.

    Salieron de la estación y montaron en la vieja tartana, rumbo a “Villa Kirrin”. Era un hermoso camino de campo, rodeado de rojas amapolas y de violetas, acompañado del zumbido de las laboriosas abejas libando la miel.

    Había pasado mucho tiempo desde aquel primer verano en que Los Cinco se conocieron. Julián, Dick y Ana tenían entonces doce, once y diez años respectivamente. Sus padres los habían enviado con sus tíos, que necesitaban el dinero, a un precioso pueblo de costa llamado Kirrin, en la comarca de Dorset. Sus tíos tenían una hija de la misma edad que Dick, a quien jamás habían visto. Aquella desconocida prima, Jorgina, insistía en hacerse llamar “Jorge” y sólo atendía a dicho nombre. Era, además, la chica más peculiar que nunca conocieran… Solitaria y huraña, odiaba su condición femenina y todo su empeño era  comportarse como un muchacho, hasta el punto de vestirse como tal. Decía ser la propietaria de la Isla de Kirrin, un pequeño islote en mitad de la Bahía, y mantenía escondido a un adorable perro mestizo, apenas mayor que un cachorro, al que había bautizado como “Timoteo”. Ese había sido el principio de la amistad más sólida que jamás existiera entre cuatro niños y un perro.

    Pero de niños, tenían ya poco… los años no habían pasado en balde por ellos. Julián, el mayor del grupo, tenía ya dieciocho años. Alto, fuerte y de expresión resuelta; su cabello rubio se había ido oscureciendo al crecer, pero sus ojos pardos mantenían aún aquella serena mirada que tan chocante había resultado de niño. Seguía envuelto en aquella aura de confianza en sí mismo y seguridad, que tanto había gustado a los adultos. Con los años, su carácter aventurero se había ido trocando en prudencia, y no resultaba tan fácil como antes convencerle de “meterse en líos”. Por el contrario, su tendencia a ejercer su autoridad en el grupo, por el mero hecho de ser el miembro de más edad, había aumentado; cosa que irritaba en grado sumo a Jorge y a Dick. Ana, sin embargo, seguía disfrutando del aspecto sobreprotector de su hermano.  

    Dick era, a sus diecisiete años, quien más había crecido en los últimos tiempos. Había sido un niño de complexión más pequeña que Julián y de agradable rostro. Ahora, había casi alcanzado en estatura a su hermano, y sus facciones aniñadas habían dado paso a unos hermosos y jóvenes rasgos. Prometía convertirse en un hombre realmente guapo. Sus ojos, de una cálida tonalidad verde, no habían perdido su alegre brillo, y el cabello castaño oscuro aún le caía rebelde sobre la frente. La boca se abría siempre en una sonrisa, que se tornaba pícara o burlona la mitad de las veces. Era el más bromista del grupo, e incordiar a Jorge (especialmente en sus momentos álgidos de “yo valgo tanto como un chico”) seguía siendo su deporte favorito. Inteligente y de buen corazón, comenzaba a tener desencuentros con Julián, que tenía muy arraigada la costumbre de imponer su opinión.

    Jorge, que pronto cumpliría los diecisiete, había también crecido, a su pesar. Su ensortijado y oscuro cabello, tan corto como siempre, enmarcaba su rostro lleno de pecas y sus ojos azules como el mar. La nariz respingona, la prominente barbilla y el famoso ceño del que hacía uso cada dos por tres, eran los mismos. Sin embargo, la camisa masculina apenas podía disimular ya la femenina silueta. Su estatura, su constitución y su voz, también desmentían el engaño. Era ya difícil que alguien pudiera confundirla con un chico, como antaño. Sólo su nombre podía provocar dudas. Los años habían suavizado su carácter y pulido sus defectos. Sin embargo, seguía habiendo “destellos” de aquella personita de genio vivo, testaruda, dispuesta a salirse con la suya y celosa en sus afectos.

    Ana, de dieciséis, apenas recordaba a aquella niña melindrosa. De la noche a la mañana, se había convertido en una bellísima jovencita, como la rosa que se abre en todo su esplendor. De aspecto delicado pero no frágil, había dejado crecer su dorado cabello, que se rizaba en las puntas. Sus ojos, de un verde azulado, estaban protegidos por largas pestañas. Tenía un carácter tranquilo, reflexivo y sumamente dulce. Adorada por sus dos hermanos, aún era asustadiza y evitaba con todo su afán “las aventuras”. Pero valiente, a su manera, pues jamás consintió que no contarán con ella.

    Tím, el leal y querido perro, de orejas puntiagudas y cola exageradamente larga, al que Jorge amaba por encima de todas las cosas, también acusaba los años. No era tan ágil ni vigoroso como antes y su pardo pelaje ya no era tan lustroso, pero sí igual de suave. Con todo, aún le quedaba energía suficiente para acompañarles en algunas aventuras más.

    -¿Sabéis qué? –anunció Ana, con el entusiasmo brillando en sus ojos- ¡He sido nombrada Capitana de Deportes de Gaylands! –éste era el internado femenino en donde estudiaba, junto con Jorge.

    - ¡Vaya con la pequeña Ana! ¡Enhorabuena! –dijo Dick, con amplia sonrisa.

    Julián la apretó cariñosamente contra sí y dijo:

    - Serás una estupenda Capitana.

    Ana estaba ruborizada de orgullo.

    - Y tú qué, Jorge ¿También tienes alguna buena nueva? –preguntó Dick.

    Jorge se encogió de hombros, algo molesta, sin soltar las riendas.

    -No me ha ido mal este año en el colegio, me he defendido. Pero no seré Delegada ni nada de esa índole, si es lo que preguntas.

    Dick se echó a reír y replicó:

    -No te enfades, vieja amiga, sólo preguntaba. Yo tampoco he sido nombrado Delegado, por cierto. Para decepción de Julián –añadió, mirándole de soslayo.

    - No digas tonterías, Dick –repuso Julián, sin alterarse- Me hubiera gustado que lo fueras, es verdad. Eres justo, popular entre tus compañeros y no te falta cerebro. Sin embargo, yo mismo he vivido momentos en que hubiera deseado no serlo.

    - Y tú, Ju ¡estás a punto de convertirte en abogado! ¿Qué se siente? –intervino Ana.

    - ¿A punto, dices? ¡Si ni siquiera he empezado! –rió Julián, y sus hermanos rieron con él. Sólo Jorge permanecía hosca y silenciosa.

    Para ella, que Julián tuviera edad suficiente para ir a la Universidad, sólo significaba una cosa: los días en que sólo eran ellos Cinco, disfrutando de una vida sin preocupaciones, lejos del mundo adulto, y viviendo emocionantes e inolvidables aventuras, llegaban a su fin.

    -¡Mirad, ya se ve “Villa Kirrin”! –declaró Jorge justo entonces, feliz de poner fin a aquellos pensamientos que tanto la angustiaban.

                                                                                                                                                             

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