Días más tarde Dick y Jorge, junto con Tím, regresaban de la Granja Kirrin tras completar su lista de recados. Aquella granja pertenecía en herencia a tía Fanny, pero la regentaban el señor y la señora Sanders. Eran un amable matrimonio de granjeros, ya muy entrados en años. Había pasado mucho tiempo desde aquella Navidad, en que Los Cinco habían visitado la granja por primera vez.

    -Ha sido agradable volver a ver a los Sanders –comentó Dick-. Aunque me ha impresionado encontrarles tan ancianos… Qué lástima.

    -Sí que lo es –admitió Jorge-. ¿Te acuerdas de aquellos falsos artistas a los que hospedaron, y que robaron los papeles de mi padre? ¿Y de aquel horrible señor Roland, que nos pusieron de preceptor y que resultó ser su cómplice? ¡Oh, cómo le odiaba!

    -Le odiabas porque insistía en llamarte Jorgina –sonrió Dick. Pero añadió conciliador-: Y porque convenció a tu padre para que Tím durmiera en su caseta, muerto de frío, en mitad de una nevada. Pobre viejo  -dijo acariciando a Tím detrás de las orejas. Sacó entonces la lista-. Mantequilla, huevos, leche, harina… Creo que lo tenemos todo. Jorge, ¿me oyes?

    Su prima, que miraba intensamente por encima de su hombro, se sobresaltó.

    -¿Qué ocurre? –preguntó Dick extrañado.

    -Esto te va a parecer una locura, Dick… Pero tengo la sensación de que alguien nos observa.

    Dick se giró en el acto y echó un rápido vistazo en rededor, pero no encontró nada fuera de lo normal. Los campos se mecían suavemente al compás de la brisa; por lo demás, reinaba la calma más absoluta. De pronto, en un campo cercano donde los girasoles se erguían sobre gruesos tallos, detectó un movimiento…  pero al instante siguiente una bandada de pájaros emprendía el vuelo desde aquel  lugar. El joven esbozó una mueca y se dirigió a su prima:

    -Mi querida Jorge, creo que estás algo paranoica…

    Jorge frunció el ceño y le espetó:

    -¡Quizás tú también estarías paranoico si te hubieran secuestrado, no una, sino dos veces en tu vida!

    -Te recuerdo que yo también fui víctima de un secuestro, aquella vez que me confundieron con Richard Kent. Y no voy pensando que alguien va a saltar sobre mí desde una mata, y meterme de cabeza en un saco.

    Jorge le dio un empujón, molesta y avergonzada a partes iguales, y dijo:

    -¡Está bien! Olvídalo.

    Pronto llegaron a “Villa Kirrin”, donde un Ford Anglia blanco, pasado de moda y muy deslucido, se encontraba aparcado en el camino.

    -¿Quién será? –se preguntó Dick en voz alta. Jorge, sin embargo, dejó escapar un largo suspiro y se lamentó:

    -Oh, no… ya está aquí.

    Dick sonrió para sí mismo, al comprender que Jo había llegado.

    - ¿Estás dispuesta, por una vez en tu vida, a obedecerme? –preguntaba Julián en aquel momento a Jo, con fingida severidad. Pero su amplia sonrisa le delataba.

    - Yo siempre te he obedecido, Julián –mintió Jo con descaro.

    - Ya… ¿Cómo aquella vez que te prohibí coger mi bicicleta, porque querías ir pedaleando hasta la Feria de Gringo, en mitad de la noche?

    -Y no osé poner ni un dedo sobre tu bicicleta, Julián –le recordó Jo con candidez, sin lograr engañar a nadie. En ese preciso momento, oyó a su espalda:

    - Es verdad… Porque fui mi bicicleta la que te llevaste.

    Jo giró sobre sus talones al escuchar aquella querida voz, que reconocería en cualquier parte, y exclamó con infinita alegría:

    - ¡DICK!

    Y antes de que nadie pudiera evitarlo, se lanzó sin pensarlo dos veces a los brazos del joven, al que casi hizo caer en su entusiasmo. Dick la abrazó a su vez, riendo y ligeramente ruborizado.

    - ¡Oh, Dick, qué felicidad verte! No sabes qué desilusión más grande llegar a “Villa Kirrin” y descubrir que no estabas… -empezó Jo a relatar.

    - Doy fe de ello –corroboró Julián con una mueca. Nunca había sido un secreto la adoración que sentía Jo por su hermano.

    Jorge, que se había demorado ayudando a su madre, hizo su aparición seguida de Tím, que ladró con fuerza al reconocer el olor de Jo y corrió hacia ella de inmediato. La muchacha soltó a Dick y cayó de rodillas al suelo, acogiendo al perro entre sus morenos brazos. Dijo, mientras le acariciaba:

    -¡Mi buen Tím!

    Jorge, que siempre se había sentido celosa del poder que Jo ejercía sobre Tím, le llamó:

    -¡Ven aquí, Tím! No seas pesado.

    Tím obedeció la llamada de su ama y se desprendió de los brazos de Jo, a su pesar. Ésta se levantó del suelo y saludó con sobriedad:

    - Hola, Jorge.

    - Hola, Jo.

    Los tres hermanos –Julián, Dick y Ana- se miraron con complicidad entre ellos. Siempre había existido cierta rivalidad entre Jorge y Jo, quien, irónicamente, guardaba un gran parecido físico con la primera. Hasta tal punto que, años atrás, Jo se había hecho pasar por Jorge, para que ésta pudiera escapar de la torre donde la mantenían secuestrada.

    - Deberías bajar a despedirte de tu madre, Jo –sugirió Julián.

    Jo asintió con la cabeza y todos la acompañaron al piso inferior. Molly, que así se llamaba la prima de Juana, se despidió de su hija adoptiva, advirtiéndola:

    - ¡Y pórtate bien! Más te vale que yo no me entere de lo contrario…

    - Se portará bien –aseguró Juana, rodeando con su brazo los delgados hombros de Jo. Y añadió en son de amenaza-: Porque si no, pienso sacudirla de tal manera, ¡que no podrá sentarse en un mes!

    Todos rieron las palabras de Juana, e incluso Jo le dedicó una plácida sonrisa. Estaba acostumbrada a las maneras de la cocinera, que si bien aprovechaba la menor oportunidad para reñirla, la quería sinceramente.

    Finalmente, Molly se marchó en su Ford Anglia blanco y Juana entregó a Jo un juego de sábanas limpias, indicándole:

    - Dormirás en mi cama una vez que yo me haya ido. Hasta entonces, he dejado montado un catre en la misma habitación.

    Jo subió a preparar su lecho. La habitación de Juana, que se encontraba en el ático, era modesta pero impecablemente limpia. Se encontraba extendiendo las sábanas sobre el catre cuando Dick apareció, llamando con los nudillos a la puerta, que estaba abierta:

    - ¿Puedo?

    Jo levantó la mirada y le sonrió, feliz de encontrarle allí. Dick apoyó el hombro contra el marco de la puerta, se cruzó de brazos y piernas, y preguntó con suavidad:

    - ¿Es cierto que has dejado la escuela?

    La sonrisa de Jo se esfumó y su expresión se tornó huraña. Se encogió de hombros con vaguedad, como solía hacer cuando no quería hablar. Replicó:

    - Sí… Estaba aburrida y ya he aprendido todo lo que necesito saber… Leer, escribir y hacer cuentas. ¿Para qué sirve todo lo demás?

    - Para muchas cosas, Jo –repuso Dick, con la misma suavidad que antes. Tenía un don especial para tratar a Jo y comprendía, mejor que nadie, que ella respondía con mucha más eficacia al cariño que a los sermones o las amenazas.

    - Pues estudiar a la tonta de María Estuardo no sirve, que yo sepa, para recoger la vendimia o cocinar un buen puchero –argumentó Jo con testarudez. En Greyton, que prácticamente era una aldea, llevaba una vida rural y sencilla.

    Dick tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no romper a reír, ante semejante respuesta. Únicamente meneó la cabeza, rindiéndose.

    Jo, que le contemplaba, comentó con una timidez impropia de ella:

    - Has cambiado, Dick. Estás… mayor –acertó a definir.

    Dick la contempló a su vez. Era innegable que la propia Jo había crecido.

    Al igual que Jorge, tenía el cabello oscuro y rizado, y casi tan corto como un chico. Las pecas, asimismo, salpicaban su nariz respingona y sus pómulos; apenas visibles en su moreno rostro. Por contra, sus blancos, pequeños y regulares dientes resaltaban en él. Fruncía el ceño con la misma frecuencia que su prima, y su expresión podía ser igual de feroz. Pero, a diferencia de Jorge, sus grandes ojos eran tan oscuros como su pelo, protegidos por larguísimas pestañas.

    Seguía siendo de complexión pequeña y delgada, y habría pasado por una niña, de no ser por las delicadas curvas que evidenciaban que casi era una mujer. Vestía una camisa blanca, que ofrecía gran contraste con su morena piel; y una falda corta y gris, que ceñía a su cintura con un cinturón. Su madre adoptiva no le permitía llevar pantalones, para su disgusto. Los calcetines hasta la rodilla, también grises, le otorgaban un aire infantil. Lucía un pañuelo rojo anudado al cuello y pequeños aretes en las orejas.

    Durante un breve instante, Dick recordó el verano en que habían conocido a Jo. Había sido en la playa, donde un chico indigente se había enfrentado a Jorge, que se había aprestado a la lucha. Antes de que llegaran a las manos, Dick había intervenido… y recibido un inesperado puñetazo de aquel pillete. Este había pegado a su vez, haciendo volar por los aires al chico… que resultó ser una niña. Así había entrado Jo en sus vidas.

    Ahora, al observar a la muchacha, Dick no pudo evitar pensar en el cuento del patito convertido en cisne. En un súbito arranque de ternura, alargó la mano y acarició a Jo en la mejilla.

    - Tú también has cambiado, pequeña Jo –le dijo con voz cariñosa. Y abandonó la habitación.

    Jo se sentó en el catre y se tocó la mejilla que Dick había acariciado, emocionada. Aún estaba maravillándose de lo sucedido, cuando nuevamente llamaron a su puerta. Jo levantó la vista en el acto, pero era Ana en esta ocasión.

    -Juana me ha pedido que te suba esta manta, por si tuvieras frío –explicó Ana con su dulce sonrisa.

    - Gracias –dijo Jo cogiendo el bulto que le tendía.

    - Nos alegra mucho tenerte con nosotros, Jo. Y haremos todo lo posible para que tú te sientas a gusto –continuó Ana, cogiendo la mano de Jo entre las suyas, para dar veracidad a sus palabras.

    Jo, sin embargo, se desprendió de sus manos. No le gustaba que le acariciaran… Aunque hubiera cierta persona con quien habría hecho, sin dudarlo, una excepción. Aun así, agradecía el gesto de Ana, y dijo cálidamente:

    - A vuestro lado, me será imposible no estar a gusto.

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