Dick levantó sus ojos del suelo: Morózov aparecía tendido cuan largo era, bocabajo, con brazos y piernas en ángulos extraños. Dick no habría podido asegurar a ciencia cierta si aún respiraba. A sus pies, una pequeña figura, cubierta de hollín, respiraba afanosamente, aferrando el atizador del fuego de la chimenea.

    - ¡JO!

    Entonces, Dick comenzó a gritar.

    Jo lanzó lejos el atizador y se tiró al suelo ella también, enroscando los brazos alrededor de su cuello y apretándole contra sí. Dick, que estaba sacando fuera toda la tensión y el terror vividos, no podía parar de pegar alaridos mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Jo, asustada al verle en tal estado, le abrazó más fuerte aún.

    - ¡Desátame! ¡Desátame, por favor! –le rogó él. Jo, enseguida, hizo lo que le pedía.

    No fue tarea fácil para Jo deshacer los prietísimos nudos, pero había deshecho ligaduras peores, se animó a sí misma, recordando la aventura en el castillo de Faynights.

    Por fin Dick estuvo libre, pero ahora violentos calambres y temblores recorrían sus brazos: Jo, como si le estuviera dando friegas de alcohol, se los frotó con fruición, ayudando a la sangre estancada a volver a circular. La cuerda había mordido la carne de Dick, dejándole violáceas marcas en las muñecas.

    Finalmente, Dick dejó de tener espasmos y recobró el dominio de sí mismo. Lo primero que hizo a continuación, sin mediar palabra, fue atraer a Jo hacia sí y besarla con fiereza. Cuando la soltó, con ojos enrojecidos y húmeda sonrisa, el joven le acarició el rostro y susurró:

    - Gracias... por salvarme la vida –después, mirando por encima del hombro de la muchacha, preguntó con ansiedad-: ¿Está muerto?

    Jo se puso en pie y se acercó al cuerpo inerte de Moróvoz. Con precaución, le dio un toquecito con la punta del zapato: nada ocurrió. Luego, le empujó haciéndole rodar sobre sí mismo, hasta ponerle bocarriba. Dick, que se había acercado también a gatas, llevó sus dedos índice y corazón al cuello de Morózov, buscándole el pulso. Un instante después dictaminaba, con alivio:

    - Sigue vivo, sólo está inconsciente… Gracias a Dios.

    - ¿Gracias a Dios? –repitió Jo indignada-. ¡Ha estado a punto de meterte un tiro en la nuca!

    - Sí… pero no quiero que cargues con una muerte en tu conciencia.

    Jo no discutió más, aunque por su expresión era indudable que su conciencia habría seguido igual de tranquila.

    - Vamos –le dijo Dick, levantándose y cogiéndola de la mano-: salgamos de aquí.

    Subieron la empinada escalera de piedra que conducía a la cocina: Dick hubo de apoyarse en Jo, pues las piernas apenas le respondían. Al llegar arriba, llegó a sus oídos un murmullo lejano: era el ruido que producían el resto de malhechores vaciando la casa, tal y como Morózov les había ordenado.

    - ¿Qué hacemos? –le preguntó Jo en un susurro.

    - Esperar –respondió él en otro susurro-, no tardarán en irse.

    - Pero en algún momento notarán que falta su Jefe… y bajarán a buscarle a la bodega.

    Dick soltó un improperio. Y después:

    - ¡Tienes razón! No lo había pensado… -intentó pensar rápidamente en otra solución, pero sólo había una alternativa-: Tenemos que conseguir salir de la casa, entonces.

    Pero abandonar la casa sin ser vistos, ¡era harto complicado! Dick optaba por, una vez que se hubiesen asegurado de que no había moros en la costa, escapar por la puerta principal; Jo, por el contrario, prefería huir a través de la carbonera. Y le relató su fuga por el tejado y todo lo acontecido después.

    - ¡Por eso pareces un deshollinador! –entendió Dick de pronto. No pudo evitar reírse de la mirada que le echó Jo.

    Seguían discutiendo en susurros una estrategia, cuando escucharon un chirrido. Jo, del susto, se refugió en los brazos de Dick.

    - ¡Tranquila! –susurró él tapándole la boca, pues había estado a punto de soltar un grito-. Es el portón del camino, lo están abriendo. Escucha…

    Efectivamente, los hombres estaban abriendo la gran puerta oxidada, por donde, la noche anterior, había entrado el coche de Rogers. De hecho, lo siguiente que oyeron Dick y Jo, fue el rugido de un motor preparándose para tomar la carretera.

    - ¡Se marchan! –volvió a susurrar Dick, incrédulo. Y refiriéndose a Morózov-: ¡Se marchan sin él!

    Se miraron entre sí, sin comprender qué estaba ocurriendo. Aquellos hombres se habían dado verdadera prisa en desalojar su cuartel de operaciones, creyéndose descubiertos. Pero… ¿por qué abandonar a su Jefe?

    La respuesta les llegó en la forma de un sonido inconfundible: la sirena del Cuerpo de Policía.

    - ¡La Policía! ¡La Policía está aquí, Jo! –exclamó Dick, olvidándose en su desbordante entusiasmo de bajar la voz-. ¡ESTAMOS SALVADOS!  

    Locos de júbilo, se abrazaron y se besaron. Después Jo se acercó a la puerta, para atisbar por ella y constatar que había vía libre; mientras Dick, que aún se sentía muy débil, se apoyaba contra una pared. Suspiró y cerró los ojos, feliz de que toda aquella pesadilla hubiese, por fin, terminado…

    Al abrirlos, al tiempo que se separaba del muro, contempló una imagen que se le quedaría grabada en la retina para siempre… Sintió cómo un frío glaciar le paralizaba cada músculo del cuerpo, y le erizaba el vello de la nuca.

    Morózov, con la cara congestionada de ira, le apuntaba con su revólver, directamente al corazón.

    El estruendo del disparo a quemarropa le destrozó los tímpanos, y un poderoso impacto le envió de nuevo contra la pared a su espalda: el choque fue brutal.

    Pero no había sido una bala lo que había colisionado con Dick… sino Jo, que cual escudo humano, se había interpuesto entre Morózov y él.

    Un sonido ensordecedor, como el estallido de una bomba, se propagó por la casa vacía, provocando que los policías, instintivamente, se cubrieran la cabeza. En el tejado los grajos echaron el vuelo en desbandada, graznando espantados. Julián gritó horrorizado:

    - ¡NOOO! –y antes de que Wilkins pudiese detenerle, corrió hacia el lugar de donde provenía el disparo: abrió la puerta con su propio cuerpo, como habría placado a un adversario en el campo de rugby del St Christopher.

    Julián se agachó justo a tiempo de esquivar un segundo disparo, que incrustó una bala en el marco de madera. Entonces los agentes entraron en estampida en la cocina, vociferando:

    - ¡SUELTE EL ARMA!

    Morózov, completamente rabioso, gritó en ruso y desoyó la orden: un tercer disparo casi alcanza a uno de los agentes. La Policía dejó la cortesía a un lado y empezó a disparar a puntos no vitales, para obligarle a soltar el revólver.

    El primer intento hizo diana: Morózov fue malherido en el brazo y abrió la mano en el acto, dejando caer el arma. Chillando, apretó el brazo contra su pecho. Los agentes se le echaron encima inmediatamente.

    Mientras tanto, Julián había localizado a Dick… Estaba en el suelo, apoyándose contra la pared y encogido sobre sí mismo: protegía así un pequeño cuerpo inmóvil y desmadejado… Cuando Julián comprendió que era Jo, el alivio inenarrable que había experimentado al saber a su hermano con vida, se trocó en la más absoluta consternación.

    - No… -susurró para sí mismo y se acercó hasta ellos.

    Posó una mano sobre la cabeza de Dick y le notó temblar bajo sus dedos. Tenía el rostro enterrado en la mata de rizos de Jo, pero al sentir aquel contacto levantó la mirada: Julián tuvo un sobresalto al encontrarse con un par de ojos desquiciados y unas mandíbulas fuertemente apretadas, mostrando las dos hileras de dientes.

    No obstante, al reconocer a su hermano mayor, Dick relajó sus facciones y murmuró:

    - ¡Julián!

    Julián se sintió terriblemente conmovido por la esperanza que había impregnado su voz, al pronunciar su nombre. Como si, con su sola presencia, ya encontrase consuelo en la inmensidad de aquella tragedia…

    Dos de los agentes intentaban desprender el cuerpo de Jo de los brazos de Dick, pero éste se rebeló en cuanto hicieron el amago:

    - ¡NO! –y pidió ayuda a Julián, desesperado-: ¡Julián, tenemos que llevarla a un hospital inmediatamente!

    Julián denegó con la cabeza, apenadísimo… Era lógico que estuviese trastornado, pensó. Le dijo:

     - No, Dick… ya nada puedes hacer. Suéltala…

     - ¿Pero es que no me oyes? ¡Hay que llevarla al hospital de inmediato! ¡Está herida! –repitió Dick, alarmado al ver que Julián no comprendía la urgencia de la situación.

    - Dick, suéltala, por favor… -repitió también Julián, mientras los agentes aprovechaban aquel segundo de distracción para arrebatarle a Jo: retuvo con fuerza a su hermano.

    Los policías depositaron el cuerpo de la muchacha en el suelo, a la vez que Dick forcejeaba furiosamente para librarse de Julián, sin lograrlo: siempre había sido más fornido que él.

    - Habrá que llamar al forense –dijo en voz baja uno de los agentes al otro.

    Dick, que les oyó, cesó en su lucha y quedó muy quieto… Entonces, asimiló el significado de aquellas palabras y meneó la cabeza, negando una y otra vez.

    Julián aún le retenía cuando Dick comenzó a llorar… Era un lamento que le puso los pelos de punta, más parecido al de un animal en agonía, que al de un ser humano llorando la pérdida del ser querido.

    - Pero qué demonios…

    Julián levantó la vista al instante: los dos policías palpaban el pecho de Jo, desconcertados. Uno de ellos le abrió la camisa… descubriendo así un chaleco antibalas. E incrustada en él, la bala que había interceptado.

    - ¡Santo Dios!–exclamó el segundo agente.

    El primero había pegado ya la oreja a su corazón y confirmaba, maravillado:

    - ¡Aún está viva!

    Y de pronto, igual que Lázaro, Jo regresó de nuevo a la vida.

    Cual Bella Durmiente, Jo abrió sus hermosos ojos de largas pestañas, parpadeó un par de veces… y chilló de dolor.

    - ¿Qué le ocurre? –preguntó Julián asustado. En su asombro había soltado a Dick, que se había arrastrado hasta ella.

    El agente que había anunciado que Jo aún vivía, le explicó:

    - El impacto de la bala… es muy doloroso.

    Ahora el otro policía, con exquisito cuidado, estaba ayudando a Jo a incorporarse. Cuando quedó sentada, le ayudó a despojarse del chaleco y la examinó. También le hizo un par de preguntas sencillas, para descartar que estuviera desorientada. Sin embargo, a excepción de un gigantesco hematoma, Jo parecía encontrarse perfectamente bien.

    En cuanto el policía proclamó que su estado de salud era bueno, Dick, que había permanecido ansioso a su lado, se abalanzó sobre ella y la cubrió de besos. Julián desvió la mirada, turbado, pero dando su bendición.

    El agente los separó con gentileza, y explicó a Dick:

    - Habrá que llevarla a un hospital igualmente, para que la examine un médico. Hasta entonces, será mejor que no se mueva mucho.

    Fue en ese momento que oyeron, al otro lado de la puerta, una voz airada:

    - ¡Déjenme pasar ahora mismo! –seguida de dos ladridos impacientes, que parecían corroborar sus exigencias.

    Un segundo después, hacían acto de aparición: Jorge, hecha un basilisco, Ana, nerviosa y despeinada, y Tím… que ladró de felicidad al verles, y corrió a su encuentro.

    Tím lamió generosamente a Dick y a Jo, que le colmaron a su vez de caricias. No había acabado el adorable perro de prodigar su cariño, cuando Ana se echó al suelo para abrazar a su hermano, hasta casi asfixiarle: ¡había pasado tantísimo miedo por él!

    - ¡Oh, Dick, gracias a Dios que estás bien!

    Jorge, que se había mantenido en un discreto segundo plano, observaba la emotiva escena. Dick reparó en ella, y tras asegurarle por enésima vez a Ana que estaba bien, se desprendió de sus brazos y se puso en pie.

    Se aproximó a Jorge, a quien ya le temblaban los labios. Sólo le hizo falta mirarla a los ojos… su prima le abrazó con fuerza y escondió la cara en su hombro.

    Jorge lloraba en silencio, sobrepasada por toda la angustia sufrida. Dick, apiadándose de ella, la apartó un poco de sí. Entonces señaló su propia cara sucia de hollín y surcada de líneas más claras, allí por donde las lágrimas habían corrido; y bromeó, fingiendo avergonzarse:

    - ¡Qué deshonra que me veas así, Jorge! Ya sabes que los hombres no lloran… –y Jorge rió y lloró al mismo tiempo, y le propinó un puñetazo cariñoso.

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