Morózov daba pequeños paseos de un lado a otro del salón, como un oso enjaulado: en verdad, Rogers estaba tardando más de la cuenta en regresar, tanto si lo hacía con las manos vacías como si no. Pensar en Rogers le puso aún más furioso: el policía era un débil mental. No sólo se había dejado descubrir por el chico, sino que ahora parecía que le había tomado simpatía, dejándose engatusar por él: Morózov sabía que el muchacho les había mentido desde un principio, entregándoles, aposta, los documentos incompletos.

    Morózov se detuvo a mitad de su caminar y contempló a Dick: ahí estaba, pensó el ruso con rencor, devolviéndole impertinentemente la mirada, creyéndose más listo que él…

    Morózov, súbitamente, agarró con brutalidad a Dick por el pelo, tirando tan fuerte que lo levantó de la silla. El muchacho bramó de dolor. Entonces el hombre le soltó, quedando nuevamente sentado, y Dick le insultó salvajemente.

    - ¿Cómo me has llamado? –preguntó Morózov en el acto, cogiéndole otra vez por el cabello-. No vuelvas a decir una cosa así de mi madre, si valoras tu vida… o la de la chica, ¿me oyes? Porque, si lo haces, le haré mucho daño… y te obligaré a mirar mientras lo hago. ¡Ah! Veo que lo entiendes… -añadió con cruel satisfacción, cuando el muchacho ahogó un gemido angustiado.

    A Jo, detrás de la puerta, se le heló la sangre en las venas… Tras terminar su inspección del pequeño almacén, había ido pegando su oreja a las distintas puertas de la planta baja, hasta reconocer tras una de ellas la voz de Dick. Ahora, más que nunca, comprendía que no podía irse sin él: si aquel terrible hombre descubría su desaparición, se vengaría en Dick… y sólo Dios sabía de lo que era capaz. 

    De pronto, Jo escuchó pasos nerviosos  que se acercaban, y de un salto se ocultó dentro de una chimenea cercana.

    Era Dennis, que abriendo la puerta de un enérgico tirón, espetó, sin ceremonias:

    - ¡La chica ha escapado!

    Aquello distrajo la atención de Morózov, que olvidándose de Dick, se encaró con el recién llegado:

    - ¡Eso es imposible!

    - ¡Te digo que no está en la habitación!

    - ¡Pues búscala, estúpido! –gritó su Jefe, encolerizado-. ¡No ha podido ir muy lejos! ¡Pon la casa patas arriba si es necesario, pero encuéntrala!

    - No la encontraréis –intervino de pronto Dick, con atrevimiento suicida. Un júbilo y un alivio indescriptibles le habían inundado, al escuchar que Jo había huido. Los ojos le brillaban y sonreía como loco-. ¡Es más lista que una manada de monos!

    - ¡CÁLLATE! –rugió Morózov, y le cruzó la cara de un violento bofetón. Dick, maniatado como estaba, con la inercia del golpe perdió el equilibrio y cayó al suelo desde la silla.

    Jo, en su escondite, se estremeció de angustia y tuvo que hacer un soberano esfuerzo para no acudir en su auxilio. Apretó los puños con tanta rabia, que las uñas se le hincaron en las palmas.

    - Ya hemos buscado por toda la casa, ¡y la chica no aparece por ninguna parte! –insistió Dennis -. Si ha conseguido abandonar la casa y huir, es posible que haya avisado a la Policía… Si la Pasma está en camino, ¡estamos perdidos!

    Morózov tenía el rostro transfigurado de ira. El miedo comenzaba a invadirle, al considerar la posibilidad de que la Policía estuviera rodeando la casa en aquellos momentos.

    - ¿Qué hacemos? –preguntó Dennis a su Jefe, con apremio. A él también la aterraba la idea de ser apresados. Si la Policía le cogía y le metía entre rejas, nunca más saldría de allí.

    Morózov pensaba rápidamente, enloquecido. Finalmente dijo:

    - Recoged, ¡recogedlo todo! ¡RÁPIDO! ¡No ha de quedar nada en la casa! Nos vamos de aquí.

    - ¿Y qué hacemos con éste? –señaló Dennis a Dick-. ¿Nos lo llevamos con nosotros?

    - No: sin los papeles, ni la chica, no nos sirve de nada. Además, yo nunca hago rehenes… No, nos desharemos de él –decidió con fría indiferencia. Y girando sobre sus talones, gritó:

    - ¡LEVÁNTATE!

    Dick no se movió. Morózov le pegó un fuerte puntapié en el estómago, y el chico se encogió de dolor. Entre los dos hombres lo levantaron en vilo del suelo y le pusieron en pie. El muchacho se tambaleó: las piernas apenas podían sostenerle.

    - Vamos a otro sitio –le explicó Morózov con una sonrisa sardónica-. No quisiera manchar estas bonitas paredes con tus sesos.

    Ana, bebiendo a sorbos una reconfortante taza de cacao caliente, respondía diligentemente a las preguntas de uno de los agentes. Estaba sentada a la mesa de la cocina, mientras Juana iba de acá para allá preparando café y sándwiches: nunca desperdiciaba la ocasión de agasajar a la Policía. Su prima Molly, por su parte, era atendida por otro agente de la ley, que tomaba nota, minuciosamente, de toda información que pudiese ser de ayuda para encontrar a Jo. Ambas mujeres, junto con Julián, se habían subido en Greyton al Ford Anglia de Molly, y volado por la carretera hasta Kirrin; llegando a la vez que el coche patrulla.

    Mientras tanto, al otro lado de la mesa, Julián abrazaba a Jorge por los hombros. La muchacha tenía delante de sí otra taza de cacao, que no se había dignado a tocar. El joven observaba preocupado a su prima, que se frotaba el cuello. Julián, con el dedo índice, empujó la taza hacia Jorge, animándole a probarla. Pero ella negó con la cabeza.

    - Vamos, Jorge, por favor… -le pidió su primo con delicadeza-. Te sentará bien.

    - Me duele mucho la garganta –explicó Jorge, que aún no había recuperado su voz: hablaba en un tono bajo y ronco.

    En la piel de Jorge aún podían verse impresas, bien claras, las marcas de los dedos de Rogers… Julián se sintió a punto de estallar de cólera: aquel joven sargento, que tan maravillosa primera impresión le había causado, había intentado hacer verdadero daño a Jorge… Y no sólo eso, sino que era la primera vez que la Policía, en quien ellos Cinco siempre habían confiado ciegamente, les traicionaba.

     - Has sido terriblemente valiente, Jorge –la alabó Julián, sinceramente admirado-. ¡Y muy inteligente! ¡Tu idea de escapar por el Pasadizo era brillante! No sé si yo hubiera podido pensar algo así, en semejantes circunstancias.

    - Si hubieras visto a Rogers, Julián… ¡Se volvió completamente loco! –empezó a recordar Jorge, sintiendo escalofríos. Tím, que apoyaba la cabeza sobre su regazo, le lamió la mano y ella se encontró mucho mejor. Siguió contándole-: Al verme, comenzó a chillar: “¡cómo has conseguido escapar!”… y, de repente, saltó a por mí. Y en ese preciso instante, simplemente, lo supe: que Rogers era uno de los hombres que andaba tras los secretos de mi padre.

    - ¿Por qué te preguntó que cómo habías escapado? ¿Qué quería decir con eso? –se extrañó Julián.

    - No lo sé… Parecía como si, por alguna razón desconocida, ¡me estuviera confundiendo con otra persona! –exclamó Jorge. Entonces, frunciendo ligeramente el ceño, teorizó-: Y si… ¿y si me estaba confundiendo con Jo? Aunque no veo que relación puede tener Jo con todo esto…

    Julián guardó silencio, interiorizando la hipótesis de Jorge… y la luz se hizo en su mente. Exclamó, exaltado:

    - ¡Jorge! No es que Rogers te estuviera confundiendo con Jo… ¡fue a Jo a quien confundieron contigo! –y brincó de su silla.

    Un poco más tarde, en el despacho de tío Quintín, a modo de improvisada sala de interrogatorios, el Inspector Wilkins se enfrentaba a Rogers; con Julián y Jorge de testigos. Tím, sentado sobre sus cuartos traseros, se había situado a un palmo del espía, dejando escapar de su garganta un interminable y amenazador gruñido, y mirando codiciosamente sus tobillos.

    - ¿Dónde les tenéis retenidos? –exigía saber el Inspector en aquel momento.

    - En una propiedad abandonada, llamada Wilton House –Jorge dejó escapar un “¡Oh!” de sorpresa.

    - Conozco al fiscal del condado, Wallace: si nos ayudas, intercederé por ti, para que te reduzcan la condena –le ofreció Wilkins un trato.

    - ¿Cree que le estoy contando todo esto para evadir la cárcel? –se rió Rogers lúgubremente. Meneó la cabeza y dijo-: Tendré suerte si jamás salgo de allí: al menos, seguiré con vida. Una vez que la KGB descubra que he caído en manos del MI6, no se molestará en averiguar si he “cantado” o no: eliminarán todo rastro que me vincule a su organización, y negarán mi existencia. Después, en cuanto tengan ocasión, me eliminarán también a mí… Así funciona: no pueden dejar ningún cabo suelto –era espeluznante la crudeza con la que Rogers hablaba de su propio asesinato.

    - No tiene por qué ocurrir así: nosotros podemos protegerte, Wallace –la aseguró el Inspector-. Yo puedo, y quiero, ayudarte –había una honda tristeza en sus ojos al hablar: había apreciado mucho a su joven subordinado.

    - ¿Protegerme usted? –se escandalizó Rogers, con el más absoluto desprecio. A continuación, escupió estas palabras-: ¡Si no es más que un viejo estúpido, que no conoce nada más allá de los límites de este insignificante pueblo! No comprende, en lo más mínimo, lo que está pasando: el Mundo está dividido en dos bandos, y pronto habrá otra Gran Guerra, que traerá consigo un Cambio que nos afectará a todos…

    - Y vosotros –se dirigió entonces a Julián y Jorge, con igual desdén- sólo sois unos pobres chiquillos pretenciosos, que jamás han visto la verdadera cara del Mal… No tenéis la menor idea de a qué os enfrentáis –concluyó, casi compadecido.

    - Dínoslo tú –replicó Julián, frío como el hielo: bajo ningún concepto se dejaría avasallar.

    - El hombre que les retiene es un individuo sumamente peligroso. Se llama Pavel Morózov y es un Agente de Inteligencia de la KGB. A la chica, mientras crea que es ella –señaló a Jorge-, aún la necesita para negociar con tu tío: quiere “convertirle” y que trabaje para nosotros. Sin embargo, tu hermano ya no le es de utilidad… Morózov ha hecho desaparecer, en la Unión Soviética, a más de una decena de personas… y hará lo mismo con él.

    Morózov empujó a Dick con la punta de su revólver, para que bajase los altos escalones de piedra hasta la bodega. El muchacho acató la implícita orden temiendo que, en cualquier momento, sus piernas le fallarían y rodaría escaleras abajo: un profundo, visceral y ancestral terror dominaba por entero todo su ser. Lo más parecido que había sentido en su vida, había sido cuando Rogers, dentro de su coche, le había encañonado… Pero lo que sentía ahora era mil, un millón de veces peor: un miedo mucho más allá de las palabras.

    Al llegar a la bodega, donde se vio rodeado por antiguas y olvidadas barricas de whisky escocés, las proféticas palabras de Jo reverberaron en su cabeza: “al fin y al cabo, vamos a morir”… Ahora se arrepentía, con cada fibra de su cuerpo, de haber dejado pasar aquella oportunidad única. Habría vendido su alma al Diablo por retroceder en el tiempo y regresar a aquel momento, y que Jo se le entregara.

    - Arrodíllate –le ordenó Morózov sin compasión alguna.

    El joven, temblando incontroladamente, hincó las rodillas en tierra. Notó como su verdugo, colocando la mano en lo alto de su cabeza, le obligaba con rudeza a bajar la mirada al suelo.

    Dick había temido aquel preciso instante: odiaba la perspectiva de que, movido por el miedo a la muerte, suplicase a Morózov por su vida o, peor aún, rompiera a llorar como un niño delante de él. Sin embargo, nada de eso ocurrió: todos sus sentidos estaban embotados de terror en estado puro, y éste no dejaba lugar para nada más. Rezó a Dios para que Morózov fuese rápido y todo acabase pronto.

    Por desgracia, aquel hombre era un sádico y disfrutaba viéndole sufrir. Empezó a dibujar círculos alrededor de Dick, como un lobo cerrando el cerco alrededor de su presa, posponiendo la ejecución… Llegó un momento en que el chico no pudo soportarlo más, y gritó con todo el aire de sus pulmones:

    - ¡DISPARA DE UNA MALDITA VEZ!

    Al segundo siguiente oía un potente golpe seco, que nada tenía que ver con el sonido de un disparo, y un posterior grito ahogado… seguido del ruido que producía un hombre al desplomarse contra un suelo de piedra.

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