Dick profirió un grito. Después llegó el dolor, y borró todo lo demás: fue como una descarga eléctrica, que le recorrió el cerebro, le arrasó los ojos en lágrimas y le sumió en una densa bruma de aturdimiento.

    Cuando recuperó la noción del tiempo y el espacio, llegó a sus oídos un gimoteo bajo y continuo; tardó un momento en comprender que era él mismo quien lo emitía.

    Dick, con dificultad, enfocó la vista: Rogers, que parecía muy alterado, le gritaba al hombre de cabello rojo. Le veía mover la boca y gesticular, pero no le oía: era como si tuviera la cabeza sumergida en agua.

    Pero ni estando en plenas facultades, habría podido Dick entender lo que Rogers decía, pues hablaba en ruso:

    - ¿Has perdido el juicio, Morózov? –acusaba a su jefe-: ¡Si apenas es un crío!

    - ¡Es casi un hombre! –le contradijo éste-. ¡Y está jugando con nosotros!

    - Creo que, aunque no te guste, está diciendo la verdad.

    - ¡Está mintiendo! –gritó Morózov.

    - ¡Sigue sin ser razón para lo que has hecho! –gritó Rogers a su vez. No pudo evitar desviar, durante un instante, la mirada hacia Dick.

    Morózov, que había descubierto compasión en aquella mirada, entrecerró sus propios ojos, especulando con desprecio:

    - No irás a decirme que le has cogido cariño al chico, Wallace…

    - Por supuesto que no –replicó Rogers, cortante. Echó un nuevo y rápido vistazo al muchacho, y después volvió a dirigirse a su jefe:

    - Yo regresaré a “Villa Kirrin”: si los papeles están allí, los encontraré. Esos chicos confían en mí, en especial el mayor. Me las ingeniaré para que me permita registrar el despacho…

    - ¿Han denunciado ya la desaparición de la chica? –le interrumpió Morózov.

    - No, todavía no… lo cual no me encaja en absoluto. Habrán preferido esperar, por si regresase por su propio pie… Sin embargo, han pasado ya veinticuatro horas, y ahora su hermano también ha desaparecido: no tardarán en llamar a Wilkins o presentarse en comisaría. Por eso debo irme ya mismo: les tranquilizaré, les tomaré nota de la denuncia, y así ganaremos tiempo.

         Jo, más y más intranquila a cada minuto que pasaba, esperaba el regreso de Dick. Pero el chico no era traído de vuelta. De repente, un graznido a su espalda le hizo pegar un brinco.

    Sólo era un grajo, constató la muchacha con alivio. Uno de los muchos que anidaban en el tejado, y que ahora volaba en círculos a través de la habitación: había entrado por el agujero del techo. Después, se posó sobre éste.

    - Ojalá yo también pudiera salir de aquí volando, igual que tú –le confió Jo al pájaro, con una mueca.

    - ¡Chack, chack, chack! –le replicó el grajo, que parecía decir: “¡Estoy muy de acuerdo!”.

    Jo levantó la vista al pedazo de cielo que podía ver a través del socavón… y el corazón le dio un vuelco.

    Obviamente, no podía salir de allí volando… ¡pero sí escalando!

    Se había criado en un circo: su padre había sido un excelente acróbata y su madre había amaestrado perros, consiguiendo de ellos todo cuanto deseara. Y ella había heredado ambos talentos innatos.

    La pequeña familia había disfrutado de la sencilla, salvaje y feliz vida del saltimbanqui; hasta el día en que la madre había muerto prematuramente… No mucho tiempo después, el padre había caído mal en una de sus acrobacias, quedando cojo para siempre: padre e hija habían tenido que abandonar la compañía. Y ese había sido el comienzo de una nueva, terrible y desdichada vida para la niña.

    De vuelta al presente, Jo estudiaba la manera de acceder al techo. La pintura de la pared se había descascarillado, dejando al descubierto las piedras que formaban la fachada de la casa. Jo las palpó, constatando que eran macizas y estaban bien encajadas unas sobre otras. Un desprendimiento inesperado de una de ellas, mientras llevaba a cabo su escalada, podía ser fatal.

    Dio media vuelta y corrió a la otra punta de la habitación, desde donde empujó el catre hasta la pared que se proponía subir. Una vez lo apoyó contra esta, se subió a él, e introduciendo manos y pies en las hendiduras entre piedra y piedra, empezó a ascender con gran decisión.

    No fue empresa difícil para Jo escalar aquella pared, a pesar de no disponer de la acostumbrada hiedra que le servía de apoyo. Sus pequeñas manos palpaban cada piedra, para confirmar su solidez, antes de introducir sus finísimos dedos en los recovecos; y con sus pies de gato tanteaba si éstas soportaban bien su peso. Mientras ascendía, le asaltó el recuerdo de una hazaña semejante: la vez en que había escalado “Villa Kirrin”, en plena noche. Sonrió para sí, con cierta malicia, al rememorar el susto que se había llevado la pobre Ana.

    Como si el Cielo le castigara por aquel instante perverso, de pronto la pared cedió bajo sus manos… Jo soltó un grito de espanto.

    Por fortuna, ya había alcanzado el tejado: la muchacha quedó con medio cuerpo sobre las tejas y las piernas balanceándose en el vacío. La separaban al menos cuatro metros del suelo… y eso, si caía dentro de la casa. Si lo hacía fuera, le esperaba una caída de tres pisos que, con toda seguridad, no llegaría a contar. Apretando los dientes, Jo se dio un fuerte impulso y consiguió extraer su cuerpo entero, piernas incluidas, de la habitación: al hacerlo rodó sobre sí misma, quedando boca arriba, con los miembros estirados. Jadeaba.

    Cuando recuperó el aliento, se incorporó hasta quedar sentada.

    - Bien, y ahora… ¿cómo demonios bajo de aquí? –pensó en voz alta.

    Miró en todas direcciones… y fijó la mirada en los canalones oxidados que recogían el agua de lluvia. Recorrían el tejado y vaciaban su contenido en el desagüe de la fachada lateral. Si caminaba por aquellos canalones, pensó Jo rápidamente, llegaría hasta la cañería y, bajando por ella, podría alcanzar el suelo.

    Con sumo cuidado, se puso en pie sobre las tejas, y con mayor cuidado aún, descendió por ellas hasta los canalones. Y cual equilibrista sobre la cuerda floja, comenzó a andar colocando en fila un pie delante del otro. Gracias a Dios, no tenía ni pizca de vértigo.

    Por fin llegó hasta el desagüe. Manteniendo el equilibrio, se acuclilló y pasó una pierna por encima de la cañería. Muy pronto estuvo firmemente agarrada con pies, manos y rodillas: comenzó a descender con agilidad, igual que un mono.

    Cuando en última instancia sus pies tocaron el suelo, Jo se sintió alborozada: ¡lo había conseguido!

    Pero no podía perder tiempo en vanagloriarse de su proeza: en cualquier instante, aquellos hombres podrían sorprenderla. Debía doblar el recodo hasta la fachada posterior, y desde allí correr al enverjado; y buscar a tientas la puerta oculta entre la maleza, tal y como le había explicado Dick.

    Se disponía ya a echar a correr, cuando la duda le golpeó con fuerza: ¿era realmente buena idea dejar atrás a Dick, aunque fuese por un bien mayor? El muchacho había sido inflexible en sus instrucciones: si ella conseguía escapar, debía buscar ayuda de inmediato, aunque ello significara abandonarle a su suerte. Y se lo había hecho prometer…

    No, decidió Jo con firmeza, no se marcharía sin él: rompería su promesa. Así que, ahora, debía encontrar la manera de volver a entrar en la casa, sin ser vista.

    Con la espalda pegada a la pared, se empezó Jo a mover con sigilo. Probó a abrir cada ventana que encontró a su paso, pero, por supuesto, estaban clausuradas a conciencia. ¡Qué ironía haber corrido tantos peligros para escapar, cuando ahora pretendía volver a penetrar en ella!

    Al llegar a la puerta de la cocina, probó a girar el pomo: fue en balde. Empezaba a creer que su única opción era huir ella sola, tal y como habían planeado en un principio; cuando pisó algo duro y plano, que gimió con ruido de metal: la tapa de la carbonera.

    En la mente de Jo se dibujó un recuerdo: una carbonera similar, en Twining… Así habían allanado la casa sobre la colina, Julián y Dick, al acudir al rescate de Jorge; a través de la carbonera. ¡Eureka!

    En aquella ocasión, había sido la propia Jo quien había concebido la brillante idea. Pero, dado que ellos no sabían que les pisaba los talones (pues la habían prohibido acompañarles, ¡los muy canallas!), había tenido que retirar la tapa y esperar que ellos mismos descubrieran el agujero.

    Ahora, nuevamente, Jo apartaba la tapadera. Miro dentro: sí, había un buen montón de carbón que amortiguaría su caída. Sin pensárselo dos veces, saltó.

    Aterrizó con gracia sobre la montaña de carbón, que se deslizó bajo sus pies. Había ido a parar a un enorme sótano, sucio y maloliente. Deseando salir de allí cuanto antes, localizó la puerta y corrió a ella, abriéndola con facilidad.

    La puerta daba a una bodega, que atravesó sin apenas mirar, hasta una escalera de piedra. Silenciosa como una sombra, Jo subió peldaño a peldaño.

    Llegó así hasta la cocina: no había ni un alma. Jo se acercó con precaución a la puerta y la abrió apenas unos milímetros, asomando la nariz: el palaciego distribuidor de la planta baja parecía también desierto. La muchacha se arriesgó a salir.

    ¡Qué fatalidad cuando, mientras cruzaba de puntillas el gran espacio diáfano, Jo oyó voces que se aproximaban! Presa del pánico, buscó desesperadamente un lugar donde esconderse… Los dueños de aquellas voces hicieron su aparición, justo en el instante en que Jo se introducía en una pequeña despensa. La muchacha, desde dentro, pegó el ojo a la cerradura.

    Eran dos hombres. De hecho, ¡el par que la había secuestrado, mientras esperaba junto al apeadero del autobús! Uno de ellos le comentaba al otro:

    - Confío en que Rogers no tarde en volver con las páginas que faltan. En caso contrario, no me gustaría encontrarme en la piel de ese chico…

    El segundo individuo asintió, comprendiendo el oscuro significado de sus palabras. Se permitió añadir:

    - Sí… ese ruso es un psicópata -Jo, al oírle, sintió un escalofrío correr por su espalda. El hombre bajó la voz, hasta ser casi un cuchicheo, y confesó a su compañero-: ¿Sabes, Miles? A veces me arrepiento de haber aceptado este trabajo, creo que nos viene demasiado grande. Ese Morózov está completamente loco y no se anda con tonterías… parece capaz de cualquier cosa, cualquiera, por obtener esos dichosos documentos.

    - Pero está muy bien pagado, Dennis –le recordó Miles.

    - Lo sé… Pero, dime: ¿de qué nos va a servir ese dinero, si no estamos vivos para disfrutarlo?

    - ¡Dios bendito, Dennis, no digas esas cosas! –le reprochó su compañero, que había palidecido, ciertamente asustado.

    - Las digo tal cual las pienso –se encogió Dennis de hombros-. ¿A mí qué me importan los soviéticos y sus intrigas? Viajar al espacio antes que los americanos… ¡cómo si quieren conquistar la Luna! A mí, lo único que me importa es mi pellejo… y la pasta, claro.

    Tras este último comentario, los hombres abrieron el portón principal de la mansión y salieron al exterior. Jo, en tinieblas dentro de la despensa, suspiró de alivio.

    Con cautela abrió la puerta, dispuesta a abandonar su escondite. Sin embargo, al ir a cerrarla tras de sí, descubrió que aquello no era una despensa, tal y como había creído… ¡sino el más completo almacén que podría soñar el Crimen Organizado!

    Tres estanterías, repletas de baldas, cubrían por entero las paredes de la diminuta habitación. Y sobre ellas, agrupadas según género: armas y munición, chalecos antibalas, pasaportes falsos, decenas de fajos de dólares americanos… y un sinfín de cosas más.

    - Válgame Dios... –murmuró Jo para sí. No obstante, se recompuso pronto de la impresión, y con gran iniciativa comenzó a registrar balda por balda-: Veamos si algo puede serme útil…

    - ¡Greyton! –cantó el conductor la parada, echando el freno.

    Julián, que había viajado agarrado a la barra con una mano y con la otra en torno al collar de Tím, bajó del autobús entre una algarabía de mujeres; que con sus cestos de mimbre bajo el brazo, parloteaban entre ellas.

    Resueltamente, Julián se dirigió a la más joven de todas y le preguntó con exquisita educación:

    - Disculpe que la moleste, señorita… -la muchacha le prestó toda su atención, ruborizándose de contento-. ¿Pero me podría indicar cómo llegar al Camino de los Abedules? Busco la casa de la señora Lawrence.

    - ¿La señora Lawrence? –repitió ella arrugando el ceño, pensativa-. ¡Ah, se refiere a Molly! Es por allí, todo recto hasta la última casa del Camino –le indicó en la distancia. Y a continuación, le preguntó con la sencilla indiscreción de la gente del campo-: ¿Por qué busca a Molly?

    - Oh, bueno, en realidad no es a ella a quien busco, sino a su hija –explicó Julián, que no vio ningún mal en satisfacer su curiosidad.

    - ¿A Jo? –preguntó ella nuevamente, con sorpresa. Julián asintió; y en el rostro de la joven se pintó la gran decepción que sentía, al saber que aquel joven alto, guapo y de finos modales, iba al encuentro de otra muchacha.

    Julián se despidió de ella, sintiéndose divertido y algo culpable, y enfiló el Camino con Tím trotando a su lado.

    Enseguida llegó al final de la calle, y se detuvo frente a una linda casita de ladrillo rojo. Un cuidado y pequeño jardín, en el que crecía precisamente un abedul, la rodeaba. Abrió la cancela del vallado que encerraba el conjunto y anduvo hasta la puerta. Allí una campanita hacía las veces de timbre: tiró de su cuerda, haciéndola sonar.

    Julián oyó las pisadas y la voz de una persona al otro lado de la puerta; y antes de que ésta abriese, ya sabía que se trataba de Juana. La querida cocinera, al reconocerle allí plantado en el umbral, chilló emocionada, sin dar crédito a lo que veían sus ojos:

    - ¡Señorito Julián! ¿Qué hace aquí?

    - Hola, Juana. ¿Cómo está? –le dijo Julián con calor, sonriéndola.  

    - ¡Y Tím! –se sorprendió Juana, cuando el perro la saludó apoyando las patas en su enharinado delantal. La cocinera, súbitamente, descubrió el enorme morado que lucía Julián sobre su pómulo izquierdo; y exclamó-: ¡Julián! ¿Qué le ha pasado en la cara?

    - Oh… un pequeño accidente –le restó importancia el joven-. ¿Puedo pasar?

    - ¡Sí, sí! Por supuesto –se apresuró a afirmar Juana, dejándole espacio.

    Julián caminó por un estrecho pasillo hasta llegar a la cocina, seguido por Juana. Allí se encontró con Molly Lawrence, que amasaba vigorosamente.

    - ¡Vaya! Hola, señorito Julián… ¡Qué grata sorpresa! –dijo la mujer con torpeza, atónita.

    - El gusto es mío –repuso Julián educadamente-. He venido a hablar con mi hermano, señora Lawrence. ¿Puedo verle?

    - ¿Con…su hermano? –repitió Molly, sin entender.

    - Dick no está aquí, Julián –terció Juana preocupada-. ¿Ocurre algo? ¿Dónde está Jorge? –pues nunca había visto al animal separado de su ama.

    Julián, en lugar de responderle, volvió a dirigirse a Molly, pues una fuerte inquietud comenzaba a invadirle:

    - ¿Y Jo? ¿Podría hablar con Jo?

    - ¿Jo no está con ustedes? –fue la respuesta de Molly, con entonación alarmada.

    - ¡Nosotros creíamos que había regresado con usted!

    - Julián, ¿desde cuándo no ven a Jo? –le preguntó Juana ansiosamente, acercándose a él.

    Julián miró con solemnidad a Molly. Y dijo, apesadumbrado:

    - Desde hace dos días –y Molly rompió a llorar.

    - ¡Oh, Dios del Cielo! ¿Qué ha podido pasarle? –sollozó, desconsolada, cubriéndose la cara con las manos, manchadas de harina.

    - No llore, señora Lawrence, por favor… -quiso calmarla Julián, y posó gentilmente una mano en su espalda-. Es probable que Jo esté a salvo… y sencillamente haya huido.

    - ¿Huido? –Molly se descubrió el rostro: sus enrojecidos ojos se redondearon como platos.

    - Me refiero a que puede haberse fugado… –empezó Julián con suma delicadeza. Molly seguía sin comprender su línea de pensamiento. Julián añadió, tenso-: …con mi hermano –y Molly redobló con creces su llanto. Juana se había tapado la boca con la mano, horrorizada.

    - ¿Puedo usar el teléfono? –preguntó entonces el joven a Juana. La cocinera, que no podía articular palabra, asintió con la cabeza y le guió hasta el aparato.

    Julián marcó el número de “Villa Kirrin”, pero la línea telefónica seguía cortada… y un sudor frío le recorrió todo el cuerpo.

    Primero la misteriosa desaparición de Jo, después la de Dick, y ahora las chicas estaban incomunicadas en “Villa Kirrin”… No podía ser casualidad, algo no marchaba nada bien. ¡Y él las había dejado solas, completamente solas, a Jorge y a Ana! ¡Incluso se había llevado a Tím consigo!

    Con dedos temblorosos, marcó esta vez el número de la Policía. Un instante después, hablaba con el Inspector Wilkins:

    - ¿Inspector Wilkins? Soy Julián Barnard, le llamo desde Greyton. Necesito que compruebe, urgentemente, si mi hermana y mi prima están bien… Sí, en “Villa Kirrin”… De acuerdo. Gracias, muchísimas gracias…

    Se disponía a colgar cuando, de repente, recordó algo:

    - ¡Inspector! ¿Sigue usted ahí?... Quisiera, además, denunciar la desaparición de dos personas… Richard Barnard y Josephine Lawrence.

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