- ¡Tú! ¡DESPIERTA!

    Con estas palabras, seguidas de un brutal tirón de tobillo, que le hizo dar con sus huesos en el duro y frío suelo; fue Dick arrancado de su sueño. Jo se despertó a su vez, sobresaltada, al sentir que el cuerpo del chico, que había dormido pegado al de ella, se desprendía de golpe.

    El hombre que había propinado el tirón a Dick con su enorme zarpa, le lanzaba ahora sus zapatos, diciendo:

    - Cálzate, deprisa: el Jefe quiere hablar contigo.

    Dick, a pesar de la orden, se calzó con parsimonia. Se sentía sucio y desaliñado, y tremendamente desorientado. Al ponerse en pie, cuando hubo terminado de atarse los cordones, se tambaleó, sintiendo las piernas como gelatina.

    - ¡Vamos! –le metió prisa el hombre, impaciente, y agarrándole de un brazo le arrastró consigo.

    Antes de abandonar la habitación, el hombre contempló a Jo, que continuaba sentada sobre el catre y tapándose hasta el cuello con la manta, como si la hubiesen sorprendido sin estar vestida. Frunciendo el ceño, le preguntó a Dick, en el colmo de la estupefacción:

    - ¿Pero qué clase de primos sois vosotros?

    Julián se despertó ahogando una exclamación.

    Sentía la respiración y el corazón acelerados. Se frotó los ojos con las palmas de las manos: gracias a Dios, había sido sólo una pesadilla. Su subconsciente le había revelado lo que él ya intuía… Que sentía remordimientos por haber, en cierto modo, expulsado a Jo de la casa.

    Contempló el techo sobre su cabeza, preguntándose, con verdadero abatimiento, cuándo había empezado a convertirse en ese joven rígido y autoritario... ¡Él no era así, en realidad! Él era responsable pero espontáneo, prudente pero atrevido, serio pero bromista…  Era “Ju”, como le llamaban cariñosamente Dick, Jorge y Ana. Tenía conciencia de clase, era cierto; pero siempre desde el respeto. Quería a Jo porque era, y siempre había sido, la amiga más leal que Los Cinco habían tenido nunca. Y aunque creyera, sinceramente, que su hermano y ella no debían emparejarse; le pesaba haberla herido.

    De pronto, como si una fuerza invisible tirara de él, Julián giró el rostro hacia la cama contigua: estaba vacía. Se levantó de su propia cama en el acto, y buscó arriba y abajo, por todas partes, a su hermano. Al pasar por delante del dormitorio de las chicas, constató, no sólo que tampoco estaba allí, sino que éstas dormían plácidamente. Y entonces, movido por un mal presentimiento, entró de nuevo en su habitación y abrió el cajón de la mesita, retirando el doble fondo.

    La llave del arcón también había desaparecido.

    Julián estaba tan anonadado, pues recordaba a la perfección haberla guardado, como cada noche antes de deslizarse entre las sábanas; que tardó un breve instante en reaccionar… Inevitablemente, entró en pánico: ¡alguien había robado la llave! ¡La llave que su tío Quintín le había confiado recalcando, con toda intención, la importancia de lo que custodiaba! La llave cuyo escondite sólo otra persona conocía… La persona que no había amanecido en su cama aquella mañana.

    ¿Era posible que Dick se la hubiera llevado?

    Pero… ¿para qué?, se preguntó Julián, esforzándose en pensar con lógica, a pesar de su desasosiego. Una horrible idea surcó su mente, susurrándole: “para castigarte”.

    Imposible, rechazó Julián con lealtad, Dick podía tener sus defectos, pero la mezquindad no era, ni por asomo, uno de ellos. Era muy honrado y nada rencoroso, y hasta la más pequeña de las mentiras le desagradaba. Además, ya le había castigado suficientemente… pensó Julián, palpándose de forma mecánica el pómulo amoratado.

    Decidió despertar a las chicas y hacerles partícipes de lo ocurrido. Con firmeza pero con calma, tomó a Jorge por el hombro y la zarandeó:

    - Jorge… ¡Jorge, despierta!

    Su prima gruñó pero se frotó los ojos, para espabilarse. Parpadeó un par de veces antes de decir:

    - Ju… ¿qué pasa? Es muy temprano –comprobó la hora en su reloj de pulsera.

    - La llave de tu padre ha desaparecido –anunció Julián con voz grave.

    - ¿La llave de mi padre? –repitió Jorge estúpidamente, aún adormilada.

    - Sí, la pequeña llave dorada del arcón donde tiene todo su trabajo, y que me pidió que salvaguardara.

    - ¡Cielos! –exclamó Jorge, despertando a Ana, y comprendiendo de golpe la gravedad del asunto. Se sentó sobre el colchón. Tím, junto a ella, tenía las orejas plenamente erguidas, pues su instinto perruno le había puesto alerta.

    - Y no sólo eso –le previno Julián, con un tono que parecía decir: “y aquí viene lo peor”-: Dick tampoco está.

    - ¿Acaso crees que ambas cosas tienen relación? –replicó Jorge con inquietud.

    - No creo que sea una casualidad –fue lo único que respondió.

    Se hizo el silencio en el dormitorio.

    - Debo encontrar a Dick –resolvió Julián, de repente.

    - ¿Pero dónde puede estar? ¡Ayer mismo estaba enfermo! No se levantó de la cama en todo el día –intervino Ana, muy preocupada, apretando una mano entre la otra. Pero su hermano mayor ya salía por la puerta. Jorge y Ana se miraron entre sí, y al unísono se levantaron de sus respectivas camas, siguiéndole.

    Julián bajó al piso inferior y se dirigió al mueble del vestíbulo, donde abriendo uno de sus diminutos cajones, encontró el teléfono y la dirección que Juana había dejado a tía Fanny: Pasaré el verano en Greyton, en casa de mi prima.

    - ¿Vas a llamar a Jo? –dedujo Jorge, con sorpresa.

    Julián le contestó con un leve asentimiento, al tiempo que cogía el teléfono, lo descolgaba y se lo llevaba a la oreja. Al momento siguiente, su expresión se había nublado, y devolvía el aparato a su mesita.

    - No hay línea. El cableado debe de haberse caído… otra vez –les explicó contrariado. Los postes telefónicos de Kirrin les daban, de tarde en tarde, ese problema.

    Julián frunció el ceño, considerando las opciones. Ana le preguntó, inteligentemente:

    - Crees que Dick ha ido a verla, ¿verdad?

    - Sí… no se me ocurre ninguna otra explicación –repuso Julián.

    - ¿Pero por qué marcharse sin avisar? –terció Jorge.

    - Debió pensar que yo intentaría impedírselo.

    - ¿Sin dejar una nota siquiera? Eso no es propio de Dick –insistió Jorge.

    - Dick ha hecho muchas cosas impropias de él, estos días… Nada puede sorprenderme ya –replicó Julián con cierta dureza. Y Jorge no supo qué más alegar.

    Finalmente, Julián se decidió:

    - Está bien: iré yo mismo, en persona, a Greyton. Y les traeré de vuelta.

    - ¿También a Jo? –supuso Ana con suavidad.

    - Sí, a los dos –le confirmó Julián, suavizando también su voz. Ana, sin decir palabra, le echó los brazos a la cintura y le abrazó con fuerza.

    Media hora más tarde, se encontraban en el mismo lugar, vestidos, aseados y desayunados; y Julián listo para tomar el autobús. Se despidió de las dos chicas y ya iba a cerrar la puerta tras de sí, cuando Jorge le llamó:

    - Ju… -éste la miró. Jorge tragó saliva, y con un hercúleo esfuerzo, pronunció bajito estas palabras-: llévate a Tím contigo.

    - ¿Qué? –casi gritaron tanto Ana como el mismo Julián.

    Jorge jamás, bajo ningún concepto, se separaba de su amadísimo Tím, a no ser que fuera por la fuerza. La única ocasión en su vida en que lo había cedido (y no precisamente de buena gana), había sido cuando su padre había vivido, él sólo, en la Isla, realizando uno de sus experimentos; y sospechando que corría peligro, le había pedido a su hija la protección del perro.

    - Sólo así Jo sabrá cuánto deseamos que vuelva a casa… Que incluso yo lo deseo –explicó Jorge llanamente, mientras una parte de ella ya se arrepentía de antemano.

    En realidad, no es que Jorge quisiera que Jo regresase, aunque tampoco se oponía; sino que deseaba con tanto fervor que todo volviera a la normalidad entre ellos Cinco, que estaba dispuesta a sacrificarse.

    Julián consideró aquella idea inaudita, encontrándola buena, para su propio asombro. Aun así, dudaba:

    - No me gusta que os quedéis completamente solas.

    - Serán sólo unas horas, no nos pasará nada –le tranquilizó Jorge, sin llegar a imaginar cuán equivocada estaba…

    Dick fue conducido, esta vez, a la planta baja. A la luz del día, aquella casa de campo ruinosa con ínfulas de mansión, resultaba más majestuosa aún, si cabe. Aunque pesados cortinajes tapaban todas las ventanas, protegiendo a los criminales del mundo exterior, los rayos del sol se abrían camino entre los resquicios. Incidían sobre los prismas de la gran lámpara de araña, descomponiendo la luz blanca en los siete colores del espectro.

    El hombre que precedía a Dick abrió una elaborada puerta de roble, de doble hoja, y el muchacho le siguió.

    Aquella estancia había sido el salón, a juzgar por el mobiliario que se intuía bajo las sábanas, ya grisáceas y apolilladas; que lo protegían de los estragos del tiempo y el polvo. Sin embargo, una ovalada mesa de caoba había sido descubierta, y el individuo pelirrojo, “el Jefe”, estaba sentado a la cabecera. Frente a él se encontraban desparramados los documentos de tío Quintín.

    - Siéntate –le ordenó el hombre, señalando la silla inmediatamente a su izquierda.

    Dick, en silencio, tomó asiento. Entonces notó como alguien, a su espalda, le cogía ambas muñecas y las disponía una sobre otra, en cruz, amarrándolas con una fina pero recia cuerda. Giró el cuello por encima de su hombro, para descubrir a su opresor: era Rogers.

    - ¿Esto es necesario? –se indignó el chico.

    - Cierra el pico –le aconsejó Rogers a media voz, y se retiró a un rincón de la habitación.

    Dick forcejeó, intentando aflojar las ligaduras, que estaban excesivamente prietas y le hacían daño; pero fue en vano.

    - ¡Está incompleto! –rugió el Jefe de pronto, sobresaltándole. Había extendido los dedos de ambas manos en abanico, y movía los papeles sobre la pulida superficie de caoba, como un trilero cualquiera-. ¡Faltan las páginas esenciales! ¡No vaciaste el arcón, tal y como te dijimos!

    - ¡Sí que lo hice! –se defendió Dick-.  Lo que traje en la mochila, era todo cuanto había dentro.

    - ¡MIENTES! –bramó el Jefe, golpeando la mesa con el puño cerrado, con gran violencia. Dick no pudo evitar asustarse: aquel hombre, desde el primer momento, le había parecido un loco peligroso.

    - No miento: es la pura verdad –insistió el muchacho con valor. No obstante, el otro se puso en pie y le gritó:

    - ¡HAS INTENTADO ENGAÑARME!

    Y acto seguido, antes de que Dick fuera consciente de lo que se proponía, le agarró brutalmente del pelo y le golpeó la cabeza contra la mesa.

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