- ¡Jo! ¿Qué te han hecho? –le preguntó Dick ansiosamente, nada más quedarse a solas.

    - No mucho, no te preocupes –le tranquilizó ella, sonriéndole: le miraba como si ningún mal pudiese alcanzarla, mientras él estuviera a su lado. Dick se sintió conmovido hasta lo indescriptible.

    Sin dejar de rodearla con sus brazos, llevó a Jo hasta el catre y, con suavidad, la obligó a sentarse. Y le pidió que le contase todo lo ocurrido.

    Jo empezó a relatar su historia: como Julián había subido a su habitación del ático la noche anterior y la terrible petición que le había hecho; como ella había, finalmente, creído sus palabras y decidido regresar con Molly; y como, mientras esperaba en la parada del autobús, había sido capturada por dos desconocidos.

    - Perdí el conocimiento al intentar huir de ellos, me golpeé la frente. Lo siguiente que recuerdo es despertarme aquí, sobre este mismo catre –le continuó explicando. Dick había palidecido al escuchar que, durante un lapso de tiempo, Jo había perdido la consciencia-. El hombre del pelo rojo subió a hablar conmigo: ¡me di cuenta, entonces, de que me habían confundido con Jorge!

    - ¿Y no les dijiste que se habían equivocado de chica? –le preguntó Dick, profundamente admirado por su valentía.

    - ¡Claro que no! –exclamó la muchacha, pues la duda le había ofendido-. Si se lo hubiera dicho, habrían intentado de nuevo raptarla. Jorge habría hecho lo mismo por mí… Igual que lo hizo por Berta –le recordó este hecho del pasado. Y añadió-: Además, estoy segura de que no me habrían soltado de todos mo…

    No pudo acabar la frase porque Dick, movido por un irrefrenable impulso, le tomó la cara entre las manos y la besó una y otra vez en los labios: ¡qué valiente, qué leal era, y que gran corazón tenía la pequeña Jo!

    Cuando la soltó, Jo pudo comprobar que el chico había enrojecido. Riendo nervioso, se disculpó:

    - Lo siento… me he dejado llevar.

    Jo sonrío de oreja a oreja, dándole a entender que estaba más que encantada. Dick, con las mejillas aún encendidas, carraspeó y la animó a seguir:

    - Continúa: ¿qué te dijo ese hombre?

    - Me hizo preguntas.

    - ¿Qué clase de preguntas?

    - De todo tipo… y yo no supe contestarle ninguna.

    - ¿Por ejemplo?

    - Me preguntó qué sabía acerca de la Carrera Espacial.

    Dick enmudeció. Arqueando las cejas, dijo:

    - ¿La qué?

    - La Carrera Espacial –repitió Jo, obediente.

    Dick se mordió el labio inferior. La afirmación de Jo encajaba con la inverosímil información que él había leído en los documentos de su tío, pero… ¿acaso era posible que el hombre pudiera viajar al espacio? ¿Y que fuera justamente el despistado, malhumorado, y sin embargo genial, de tío Quintín quien hubiera dado con la clave? Si así era, el mundo, tal y como ellos lo conocían, cambiaría para siempre…  Sería un acontecimiento sin precedentes en la Historia de la Humanidad.

    La melodiosa voz de Jo le devolvió a la realidad:

    - Dick, ¿qué ocurre?

    Dick sacudió bruscamente la cabeza, como si una abeja hubiera zumbado en su oído.

    - Nada… ¿Qué más te reveló ese hombre? ¿Sabes cuáles son sus intenciones?

    Jo meneó su propia cabeza, negando. Aunque añadió:

    - Cuando se fue, pegué la oreja a la puerta, y les escuché discutir, al hombre pelirrojo y al policía: hablaban en ruso…

    - ¿Cómo sabes que hablaban en ruso? –la interrumpió Dick, asombradísimo.

    - Oh… El panadero de Greyton suena muy parecido a ellos cuando habla inglés, y nació en Rusia –explicó Jo con absoluta sencillez.

    - ¿Y pudiste entenderles? –preguntó Dick boquiabierto, que creía posible cualquier cosa de aquella chica única y fascinante.

    - ¡Qué va! –se rió Jo de él-. Pero discutían muy acaloradamente: Rogers parecía estar en desacuerdo con él.

    Dick asintió, registrando aquella información en su memoria. Y al hacerlo, rescató otra información más vital aún:

    - ¡Jo! Escúchame bien –la muchacha le prestó toda su atención-: justo tras la fachada posterior de la casa, hay una pequeña puerta que forma parte del enverjado. No tiene echado el cerrojo, y está completamente cubierta por la maleza: dudo mucho que estos hombres sepan de su existencia…

    - ¿Cómo sabes eso? –se interesó Jo.

    - Eso no importa ahora –repuso Dick-. Lo importante es que si, por cualquier motivo, nos separásemos y tú consiguieses salir de la casa, debes encontrar esa puerta, huir a través de ella, y buscar ayuda inmediatamente… ¿me has entendido?

    - ¡Pero no podría irme sin ti! –objetó ella.

    - Tendrás que hacerlo, Jo –replicó Dick con firmeza-. Y deberás llegar hasta la granja más cercana y desde allí llamar a la Policía.

    - ¿Y cómo sabes que podemos confiar en la Policía? –preguntó Jo frunciendo el ceño-. ¡El sargento Rogers ha resultado ser “malo”! –añadió utilizando, sin querer, el adjetivo de su niñez.

    - La Policía es buena, Jo. El Inspector Wilkins es un hombre honrado y confío por completo en él. Rogers es un policía corrupto y un espía, y eso es la excepción –le explicó Dick con paciencia-. Y ahora, prométeme que harás todo lo que te he pedido –Jo frunció los labios y no contestó-… ¿Jo?

    - Te lo prometo –se rindió Jo finalmente, y Dick le apretó cariñosamente el brazo. Tras esto, guardaron silencio.

    La luz de la luna llena, que se abría paso por el boquete del tejado, inundaba la habitación, como si en lugar de la avanzada madrugada fuera el anochecer. El astro redondo y plateado relucía en el firmamento, sobre sus cabezas, y los dos jóvenes la contemplaban hipnotizados. Comenzaban a acusar realmente el frío, y se echaron por encima la delgada y grisácea manta.

    No mucho después, temblaban. La manta apenas conseguía retener algo del calor que perdían sus cuerpos. Él la atrajo aún más hacia sí, para transmitirle parte de ese calor. Se mantenían inmóviles, cual estatuas, y en un silencio sólo quebrado por sus respiraciones.

    En cierto momento, Dick dio una cabezada y Jo soltó una exclamación de sorpresa. Él despertó al punto, asustado. Se miraron y Dick suspiró, pesaroso. Propuso:

    - Quizás deberíamos intentar dormir –le costaba articular las palabras. Notaba la mandíbula entumecida y como los dientes chocaban entre sí.

    Jo asintió y se tumbaron sobre el camastro, encogidos sobre sí mismos. Ella lo hizo de espaldas a él y Dick le rodeó la cintura. La sensación de aquel pequeño cuerpo contra el suyo, hizo que una placentera calidez le tibiara la sangre… Supo que no se debía meramente al calor. Estiró aquella raquítica manta lo más que pudo, en un intento por cubrirles a ambos por entero. Cerró los ojos y esperó a que el sueño volviera a invadirle.

    Se encontraba ya medio dormido, cuando la querida voz de timbre infantil rasgó el silencio:

    - Te quiero muchísimo.

    Dick abrió los ojos, perdido el sueño. El corazón le dolía en su salvaje galope. Esperó a que ella dijera algo más, pero no lo hizo. Tras un agónico minuto, comprendió que lo había soñado… Pero entonces volvió a escuchar aquellas mismas palabras, claramente:

    - Te quiero muchísimo, Dick.

    El muchacho dejó escapar un pequeño gemido, arrebatado de amor. Sintió la garganta seca al hablar, y su voz sonó ligeramente ronca, cuando respondió:

    - Yo también a ti, pequeña Jo.

    Y al pronunciar aquellas palabras, supo que así era, que la amaba.

    Jo se giró cuidadosamente sobre el lecho, hasta quedar frente a frente con él. Le miró directamente a los ojos, en la penumbra. Él le mantuvo valientemente la mirada durante un instante eterno. Por fin, se besaron como si no hubiese un mañana. Ya no sentían el frío. Perdieron la noción de todo cuanto les rodeaba, y de las circunstancias que les habían llevado hasta ese momento y lugar.

    Cuando separaron sus labios, Jo se inclinó sobre Dick y le susurró al oído. Dick enrojeció como nunca en su vida y rompió a reír, aunque en realidad estaba aterrado. Ella, que no podía haber hablado con mayor seriedad, le miraba estupefacta por su reacción.

    - ¿Por qué te ríes? –le preguntó dolida.

    La risa de Dick se fue apaciguando, y si bien temblaba, la besó con delicadeza. Le explicó:

    - Porque, lo que me has pedido, era lo último que esperaba oír aquí y ahora.

    - Pues no veo por qué… Al fin y al cabo, vamos a morir.

    - No vamos a morir, Jo. No digas tonterías –la reprendió el chico con ternura.

    Hubo un largo instante de silencio, hasta que ella volvió a susurrar, con timidez:

    - ¿Es que acaso no lo deseas?

    - Lo deseo más que nada en este mundo, Jo –respondió él con total franqueza.

    - Entonces… ¿por qué no? –volvió a susurrar Jo, sin comprender, pero esperanzada al saberse correspondida.

    Dick le acarició la mejilla con sus dedos helados. Y susurró a su vez:

    - Porque soy un perfecto caballero inglés… Pero, sobre todo, porque tú sigues siendo una niña.

    Jo alargó su pequeña y morena mano, y también le acarició. Dick sintió como su corazón se dilataba de amor.

    Pero, de pronto, tomó cruda conciencia de la situación en la que se hallaban. Y comprendió que la afirmación de Jo no había sido, quizás, tan descabellada… El terror de aquella revelación hizo presa en él.

     Jo, que leyó en sus ojos su repentina angustia, le echó los brazos al cuello, impulsivamente.

    - Oh, Jo…  –suspiró Dick agradecido, sintiéndose en comunión con ella.

    - Yo siempre te he querido, Dick – le habló Jo en su oído-. Desde que te conocí. Yo era una niña vagabunda, maltratada por su padre y obligada por él a hacer cosas terribles. Pero tú te acercaste a mí y me cuidaste. Me defendiste cuando los demás me despreciaban, y me perdonaste cuando te decepcioné, porque resultó ser verdad todo lo malo que Julián, Ana y Jorge creían de mí. Me alimentaste cuando estuve hambrienta, y me diste dinero a escondidas. Me buscaste un hogar cuando me quedé sola y debí haber ido a un reformatorio… Fuiste la primera persona en quererme desde que murió mi madre. Y ahora, años después, has puesto tu vida en peligro sin dudarlo, por intentar salvar la mía… Oh, Dick, jamás podré pagarte todo cuanto te debo.

    Dick la apretó muy fuerte contra sí, como si pretendiera fundirse con ella, emocionado. Jo ocultó el rostro en su pecho, en perfecta unión. Escuchó que Dick murmuraba para sí mismo:

    - Oh, Dios... qué muerte más dulce.

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