Dos de los hombres bajaron del coche y se acercaron al portón, iluminando su camino con sendas linternas. Dick no podía verlo, pues estaban de espaldas a él, pero imaginaba que estaban manipulando los candados. Efectivamente, poco después, las pesadas y largas cadenas caían al suelo con un espeluznante sonido de grilletes. Los dos individuos abrieron en libro las dos enormes y oxidadas hojas de la puerta, y Rogers condujo el vehículo dentro de la finca.

    Dick recordaba, como si fuera ayer, el día en que ellos Cinco habían salido de excursión en bicicleta, y se habían topado con aquella excéntrica casa de campo en ruinas. Ahora, de noche, presentaba un aspecto infinitamente más desolador. La maleza crecía en desorden por todo el recinto ajardinado, dándole un aspecto salvaje, y la luz de la luna se derramaba por doquier, formando largas sombras y claros. Una solitaria y vacía fuente, que en su día debió expulsar un hermoso chorro de agua al cielo, se erguía en mitad de aquel tenebroso jardín, a punto de caerse a pedazos.

    Rogers aparcó a los pies de la entrada principal y bajó del coche. El otro hombre que había quedado dentro junto con Dick, le indicó que siguiera su ejemplo propinándole un empujón en el hombro. El muchacho, a regañadientes, obedeció.

    Una vez fuera, aquel hombre volvió a empujarle para obligarle a andar. Esta vez Dick no se calló:

    - ¡Ya vale! ¡Sé andar sin necesidad de empujones!

    - No me levantes la voz, chico –gruñó el individuo, molesto por su osadía. Rogers, sin embargo, parecía apreciar su coraje, pues Dick vio que sonreía.  

    Un estruendoso chirrido a su espalda, le hizo pegar un respingo: los otros dos hombres cerraban el portón desde el interior. Cuando hubieron clausurado de nuevo el recinto, dieron media vuelta y anduvieron hasta ellos. Entonces, los cuatro hombres y Dick, subieron los escalones de la entrada y penetraron en la casa.

    Dick, escoltado por aquellos individuos, no pudo evitar maravillarse: aunque ciertamente en ruinas y cubierta de polvo y telarañas, Wilton House era una auténtica mansión. La planta baja estaba compuesta por una sala cuadrada que distribuía el piso en varias habitaciones, y en la que acababa una exuberante escalinata en curva. Del techo del edificio colgaba una gran lámpara de araña, de cristal. Y al caminar, los suelos de mármol hacían eco de sus pasos.

    Los hombres iluminaban en rededor suyo con sus linternas: lógicamente, no había electricidad en la casa, pensó Dick. Subieron los peldaños de la escalinata hasta el piso superior.

    Al llegar arriba, se dirigieron hacia una puerta en concreto, por debajo de la cual se escapaba un resquicio de luz. Sin llamar de antemano, Rogers abrió aquella puerta.

    Dentro de la habitación, alrededor de una mesa camilla desnuda, otros cuatro hombres jugaban a las cartas. Una partida de póquer, probablemente, ya que en el centro de la mesa había una pila con billetes de una libra y monedas de medias coronas, chelines y peniques, esparcidas. El humo del tabaco que fumaban llenaba el aire, volviéndolo denso e irrespirable. Dick tosió fuertemente, provocando que los jugadores levantaran la mirada.

    Los hombres, ante la visión de un adolescente en mitad de la noche (¡y en pijama!), quedaron atónitos. Uno de ellos, de cabello y barba rojos y aspecto feroz,

se levantó de su silla y, revólver en mano, bramó:

    - ¡Qué significa esto! ¿Quién es?

    - Tranquilo, Jefe. Es el chico del que te hablé. El sobrino de Barnard –le calmó Rogers.

    El individuo frunció el ceño, sin parecer plenamente convencido, pero bajó el arma. Dick, puesto que Rogers le había llamado “Jefe”, se dirigió a él de inmediato:

    - ¿Dónde está mi prima? Necesito comprobar que está bien.

    - No ha parado de repetir esas mismas palabras, una y otra vez, como un loro –explicó Rogers, con una mueca.

    El hombre de cabello rojo se rascó la peluda barbilla, pensativo. De pronto, chasqueó los dedos e hizo un gesto a Rogers. Éste, sin preguntar, se marchó de la habitación.

    Un minuto más tarde se oían acercarse dos pares de pisadas. Antes de que hiciera acto de presencia, Dick sabía que una de ellas pertenecía a Jo.

    La muchacha, si bien con el pelo revuelto y llena de rasguños, parecía ilesa. Vestía una camisa roja y una falda escocesa a juego, junto con su pañuelo del mismo color atado al cuello, que Rogers le había devuelto. A pesar de tener la ropa manchada y arrugada, Dick la encontró preciosa a sus ojos. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para reprimir el impulso de tomarla entre sus brazos.

    Jo, por el contrario, sí que intentó saltar a ellos, pero Rogers, que la tenía retenida, se lo impidió. Dick, temeroso de que Jo echara por tierra el plan que había tramado en su mente, se apresuró a decirle:

    - ¡Jorge! ¿Estás bien?

    Jo, comprendiendo al instante lo que el muchacho se proponía, sonrió casi imperceptiblemente, y participando en el engaño, asintió con la cabeza.

    El hombre pelirrojo hizo un nuevo gesto a Rogers, y este último, tirando de Jo, se la volvió a llevar consigo.

    - ¡NO! –chilló Dick sin poder contenerse, e intentó ir tras ella. Podía oír las protestas de Jo, que no pensaba marcharse sin presentar batalla, y a quien Rogers debía de estar llevándose a rastras.

    El Jefe de la banda se interpuso entre Dick y la puerta, y con su manaza cubierta de vello rojo, le paró en seco golpeándole en el pecho, con tanta fuerza, que le dejó sin resuello. Y le dijo:

    - Bien, ya la has visto: no le falta ni un solo pelo de la cabeza.

    Tenía un acento extraño, que nada tenía en común con los países de habla inglesa, tal y como les había explicado el viejo guardacostas.

    Esperaron a que Rogers regresara. Entonces, limpiaron la mesa de cartas y dinero, y sobre la superficie de madera, el hombre que se la había arrebatado, colocó la mochila de Dick: el jefe se lanzó a por ella como un lobo hambriento. Sin perder un segundo, sacó el fajo de papeles que había dentro y comenzó a voltear las hojas febrilmente.

    Aquel hombre de cabello rojo inquietaba en grado sumo a Dick. Le recordaba a Van Gogh, el famoso pintor holandés, y debía de estar igual de loco, se dijo el chico, mientras le veía devorar con una avidez turbadora los documentos de tío Quintín. 

    Tardó más de lo que cabría esperar en hojearlo todo, pero por fin acabó. Espetó a sus esbirros, señalando a Dick:

    - Encerradle con la chica.

    - ¿Qué…? ¡No! –exclamó el muchacho, al tiempo que dos de los hombres, uno a cada lado, le cogían de los brazos. Y a continuación, mirando a Rogers, le acusó con el dedo-: ¡Prometiste que la soltarías!

    - ¿Eso hiciste, Wallace? –se interesó el Jefe, divertido-. ¿Tu madre no te enseñó que no debes hacer promesas que no puedas cumplir?

    Todos los presentes, a excepción de Dick y el propio Rogers, rieron el comentario con crueldad. Cabizbajo e infeliz, Dick se dejó guiar fuera de la estancia.

    Los dos hombres que le habían agarrado, le condujeron  por un segundo tramo de escaleras al tercer y último piso. Giraron a la derecha y allí abrieron una puerta cuya llave, muy grande y antigua, se encontraba en la cerradura.

    Nada más abrirla, una ráfaga de aire helado golpeó a Dick en el rostro: en aquella habitación el techo se había hundido. Aquel era el enorme hueco por donde habían visto entrar y salir a los grajos.

    Jo, que atisbaba a través de la gruesa cortina que cubría en cascada el ventanal, miró por encima de su hombro y literalmente se abalanzó sobre Dick. El muchacho la acogió entre sus brazos, besándole con ardor en lo alto de la cabeza.

    Los hombres habían quedado pasmados ante unas muestras tan íntimas de afecto… si se tenía en cuenta que los dos jóvenes eran, supuestamente, primos. No obstante, no hicieron comentario alguno. Y ya se estaban marchando cuando Dick llamó su atención:

    - ¡No pueden dejarnos aquí! Estamos prácticamente al raso, y esto está en mitad de los páramos: las temperaturas, durante la noche, pueden ser mínimas incluso en agosto… ¡nos helaremos de frío!

    Uno de ellos se encogió de hombros, y señalando un rincón, donde reposaba un catre, replicó:

    - Ahí tenéis una manta.

    Y sin mayor preocupación, les encerró dentro.

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