Jorge había rellenado una vez más la bolsa de hielo, y se la tendía ahora a Julián para que se la aplicara sobre el hematoma.

    - Te ha dado un buen puñetazo… -comentó al ver que su primo reprimía un gesto de dolor.

    Después de que Dick, repentinamente, despareciera como una exhalación, había sido preciso tranquilizar a Ana, antes incluso de atender a Julián. Le habían dado una tisana, que la muchacha se había tomado a sorbos entre hipidos de sollozo. No tardó mucho en calmarse ni en quedarse dormida sobre el sofá del salón, lugar donde se encontraban.  

    - Practica boxeo en St Chistopher, tiene un buen gancho de derecha –explicó Julián. Suspiró y añadió con pesadumbre-: Todo esto es culpa mía, Jorge… Nunca, jamás, debí dar el visto bueno a la idea de contratar a Jo.

    - Fue idea de Juana y mi madre estaba de acuerdo. Tú tenías tus reservas y fue Ana quien te convenció, como un acto de caridad –le recordó Jorge con justicia-. Además, quién iba a imaginar que ocurriría… lo que ha ocurrido –concluyó, incapaz de mencionarlo siquiera.

    - Eso es lo peor de todo, que yo sí lo vi venir –repuso Julián entristecido.

    - ¿De veras? –preguntó Jorge, genuinamente sorprendida.

    - Sí… y debí haber tomado cartas en el asunto mucho antes –dijo su primo, recordando la noche del cumpleaños de Jorge.

    Ambos guardaron silencio tras este último comentario. De pronto, escucharon el chirrido de la puerta principal, y al momento siguiente Dick apareció en el umbral del salón.

    - Dios mío… -dejó escapar Jorge al verle.

    El muchacho presentaba un aspecto ciertamente lamentable: tenía la ropa arrugada y las perneras del pantalón manchadas de tierra, el cabello despeinado, el rostro de un color ceniciento y la mirada extraviada. Con dificultad, la centró en su hermano:

    - Julián, no encuentro palabras para expresarte cuánto lo siento… Sé que no me lo merezco, pero espero que puedas perdonarme.

    Julián, únicamente, apretó los labios en respuesta. Dick, encajando con humildad su silencio, continuó:

    - Si no os importa, voy a meterme en la cama… No me siento muy bien –y dicho esto, corrió más que ando hasta el lavabo, no pudiendo controlar las náuseas por más tiempo.

    Julián y Jorge, que le escucharon desde allí, se miraron entre sí.

    - Jorge… ¿estás dormida?

    - Ahora ya no –gruñó la voz de Jorge en la oscuridad.

    Ana encendió su lamparita. Estaba desvelada: los acontecimientos vividos aquel día, que había transcurrido penosamente largo, habían dejado una fuerte impresión en ella. Dick, que había caído enfermo, había pasado el resto del día convaleciente, sin querer probar bocado. Los demás apenas habían hablado y en la casa se respiraba una atmósfera sombría.

    Jorge la miraba enfurruñada por haberla despertado, mientras Tím, enroscado a sus pies como siempre, se rascaba furiosamente una oreja con la pata.

    - No me puedo dormir… Demasiadas emociones –se excusó Ana tímidamente, apoyándose sobre un codo.

    Jorge se apoyó asimismo sobre el codo, replicando:

    - Sí, yo aún no consigo creérmelo… ¡Dick y Jo! –exclamó con auténtico disgusto.

    Quería muchísimo al cargante, burlón, risueño y vivaz de su primo. Y la idea de perderle por una chica (¡por Jo, para más escarnio!) se le antojaba insoportable. Para Jorge era una prueba más del principio del Fin, que tanto había temido al inicio del verano.

    - Yo ya lo sospechaba –reconoció Ana.

    - ¿Tú también? –protestó Jorge recordando la afirmación de Julián, horas antes.

    - Bueno, salta a la vista… La forma en que se miran el uno al otro, la dulzura con la que se hablan, la complicidad tan especial que hay entre ellos… Una amistad tan íntima sólo puede ser amor –explicó Ana con entonación ensoñadora. Jorge, en cambio, resopló con desprecio:

    - ¡Qué tontería!

    Ana, acostumbrada a los desplantes de su prima, no la contradijo.

    - Todo este supuesto enamoramiento de Dick es odioso y estúpido… -se quejó Jorge entonces.

    - Pues a mí me parece muy romántico, como Romeo y Julieta –susurró Ana con una sonrisa.

    - ¡Por favor! –protestó Jorge de nuevo, tapándose los oídos con la almohada.

    Ana contuvo la risa. De pronto, un ruido se oyó en la quietud de la noche.

    - ¡Jorge! ¿Has oído eso? –gimió asustada.

    - ¿Oír el qué? –preguntó esta, apartando la almohada.

    - ¡Ese ruido! Venía de abajo, a nuestros pies. No has debido oírlo porque tenías las orejas tapadas –razonó Ana.

    - ¿Del despacho de mi padre? –preguntó Jorge, puesto que era la habitación inmediatamente inferior a la suya-. Algún mueble debe de haber crujido, dilatado por el calor.

    - ¿Y si ha entrado alguien en la casa? –insistió la vocecita de Ana.

    - ¡Pero qué boba eres! Tím la hubiera echado abajo con sus ladridos, si alguien la hubiese allanado –se burló Jorge-. Vamos, intentemos dormir de una vez. Si no, mañana no seré capaz de despertarme hasta el mediodía.

    Dick contuvo la respiración, rezando a Dios para que el profundo quejido que acababa de hacer el arcón al abrirse, no hubiera despertado a los otros.

    Había dormido prácticamente todo el día. Había sido un sueño plagado de pesadillas, de las que despertaba sobresaltado y empapado en sudor. Normalmente dormía muy inquieto, pero no hasta ese punto. Julián solía bromear preguntándose en voz alta qué soñaría su hermano, y comentando que debía ser la persona con más pesadillas de todo el Reino Unido.

    Sus compañeros, creyéndole enfermo, le habían dejado descansar sin importunarle en toda la jornada. Ana le había subido una bandeja con comida tanto a la hora del almuerzo como de la cena, pero Dick la había rechazado amablemente. La devastadora angustia que le consumía, le había cerrado el estómago. Su hermana, en ambas ocasiones, se había marchado preocupada por él.

    Había sido una verdadera tortura ver pasar lentamente las horas, a solas con sus pensamientos, que giraban por completo en torno a Jo, sin atreverse a preguntar siquiera si le habrían hecho daño… El muchacho sentía que estaba alcanzado los límites del sufrimiento.

    Y por fin había llegado la noche.

    Dick fingía dormir cuando Julián había subido a acostarse. Tras desvestirse, como todas las noches, había guardado la llavecita dorada en el doble fondo del cajón. Dick había escuchado como crujía su cama al meterse dentro. Poco después, Julián roncaba con suavidad.

    Dick había esperado prudentemente a que el sueño de su hermano fuera más profundo, pues no quería correr un riesgo innecesario. Hasta una hora entera había estado con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad. Entonces, con sigilo, se había levantado de su lecho, abierto el cajón y robado la llave.

    Con el corazón latiéndole dolorosamente en el pecho, había bajado las escaleras sin hacer el menor ruido, pues calzaba zapatos de suela de goma. Encima del pijama, se había puesto un jersey. Había abierto la puerta del despacho y penetrado dentro.

    El despacho de tío Quintín, iluminado por la luz de la luna, que estaba completamente llena, ofrecía un aspecto fantasmagórico. Sin pararse a contemplar los diversos tubos de vidrio y matraces redondos, Dick se había dirigido directo al arcón.

    La pequeña llave había entrado en la cerradura sin ofrecer resistencia, y apenas chirriado al girarla. Haciendo fuerza con los brazos, Dick había levantado la tapa… y un delatador quejido de bisagras había resonado en  mitad de la noche.

    Al borde del infarto, Dick miraba al techo, esperando escuchar de un momento a otro revuelo en la planta superior: justo sobre su cabeza, se encontraba la habitación de las chicas. Sin embargo nada semejante ocurrió, y dio gracias al Cielo por su buena estrella.

    Le temblaban tanto los dedos cuando metió las manos en el arcón, que apenas pudo agarrar una hoja. Había llevado consigo su mochila y una linterna, cuya luz acercó al papel:

National Aeronautics and Space Administration (N.A.S.A)

“For the Benefit of All”

U.S.A

 

    - Santo Dios… -musitó para sí.

    La Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio, “Para el Beneficio de Todos”, de los Estados Unidos de América… ¿Qué diantres era aquello? Dick blasfemó en un susurro, al comprender, muerto de miedo, que aquel era el lío más grande en el que se había metido nunca.

    Sacó más hojas del arcón: compendios interminables de fórmulas matemáticas y física gravitacional, que le sonaban vagamente de las clases de Ciencia del colegio. Detallados gráficos y curvas exponenciales. Párrafos que afirmaban cosas sólo posibles en una novela de Jules Verne, y cuyas letras bailaban ante sus ojos desorbitados.

    Devolvió todos aquellos documentos al arcón, y llevándose las manos a la cabeza se tiró del pelo, desesperado como jamás recordara.

    - No puedo, no puedo hacerlo…

    Y de repente, un recuerdo perdido en su memoria.

    Tenía quince años. Enfrente de él una Jo de apenas trece, resplandeciente de limpieza tras un baño y vestida con un viejo pijama de Ana, mojaba trozos de pan en un tazón de leche caliente y los engullía deprisa. La niña acababa de confesarles, a Julián y a él, no sólo que había sido ella quien había dejado entrar a los ladrones que habían desvalijado el despacho del tío Quintín; sino quien había drogado a Tím, además de participar en el rapto de Jorge.

    El muchacho se había sentido disgustado por su sangre fría, pero al mismo tiempo la compadecía y admiraba por su extremo valor. Entonces, había reparado en los moratones y magulladuras que la niña presentaba por su culpa, y le había pedido sinceramente perdón. Y ella le había mirado como un esclavo a su rey.

    No me importa, haría cualquier cosa por ti, había replicado la niña, eres bueno. 

    Dick, despacio, abrió los dedos y soltó los mechones de cabello que había agarrado.

    Te quedarás… ¿verdad, Jo?

    Sí. Haría cualquier cosa que me pidieras, Dick, ya lo sabes.

    Con determinación, respiró hondo y metió absolutamente todo lo que contenía el arcón, tal y como le habían ordenado, dentro de su mochila. A continuación volvió a dejarlo cerrado con llave y abandonó el despacho.

    Abrió con infinito cuidado la puerta de entrada y salió al jardín, bajando hasta la cancela. Justo cuando llegó a ella, el viento trajo consigo las campanadas del reloj de la iglesia, anunciando la medianoche. Había llegado el momento de la verdad.

    No tuvo que esperar mucho: pegó un brinco cuando los dos faros de un coche se encendieron de golpe en el camino, y se encendieron y apagaron hasta tres veces seguidas, a modo de contraseña. El muchacho, deslumbrado, cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos la negrura de la noche, como boca de lobo, se había tragado al coche.

    Se acercó con precaución al lugar, y poco a poco su vista fue adaptándose, hasta reconocer el vehículo. El conductor encendió un mechero y se acercó la llama al rostro: era el anteriormente conocido como Sargento Rogers. Le indicó el asiento de atrás:

    - Sube.

    Dick obedeció.

    Nada más tomar asiento, la diminuta luz del techo iluminó la escena, descubriendo así a otros tres hombres dentro: uno de copiloto, y otros dos atrás con él. El chico ahogó una exclamación.

    - Los documentos, ¡rápido! –le ordenó Rogers con sequedad.

    - ¿Dónde está… mi prima? –acertó a recordar Dick, que abrazaba firmemente su mochila.

    - Primero los documentos. Tenemos que verificar que son los que buscamos, ese era el trato.

    - No mientras no tenga pruebas de que está bien…

    El hombre que se encontraba sentado a su lado, sacó un revólver, harto de aquella pérdida de tiempo. Dick no tuvo más remedio que entregarle la mochila. Aquel hombre inspeccionó rápidamente su contenido, y luego confirmó su autenticidad a sus compañeros, asintiendo con la cabeza.

    - Perfecto. Vámonos –anunció Rogers arrancando la máquina.

    - ¿Qué está haciendo? ¡Prometió que la dejaría en libertad cuando comprobara los papeles! –exclamó Dick alarmado.

    - Si tienes suerte, eso será lo que ocurra. Pero no antes de que los hayamos estudiado detenidamente. Mientras y no mientras, tú te quedas con nosotros.

    Dick abrió la boca para protestar enérgicamente, pero entonces el hombre que le había arrebatado la mochila, le atestó un codazo en las costillas. Y le dijo con arrullo, como un gato relamiéndose:

    - Esa primita tuya es una preciosidad, tan pequeñita y tan morena.

    Dick tuvo deseos de matarle allí mismo, con sus propias manos. Empezó a decir:

    - ¡Cómo te atrevas a ponerle un solo dedo encima…!

    Los hombres rompieron a reír a mandíbula batiente, mofándose de él:

    - ¡Eres todo un gallito! ¿Eh?

    El pobre Dick, que temblaba de pura ira, tuvo que aguantar las burlas y zarandeos de aquellos indeseables durante el resto del viaje.

    El trayecto, si bien no debió durar más de quince minutos, se le hizo interminable. Finalmente, el coche paró delante de una gran puerta oxidada, que cerraba un recinto enverjado. Enormes cadenas, y no menos grandes candados, precintaban la puerta. Dick quedó boquiabierto al reconocer el lugar.

    Habían llegado a Wilton House.

 

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