- ¿Puedo mirar?

    - Por supuesto, señorito Jorge.

    Jorge pegó un ojo al catalejo y cerró el otro, y enfocó la lente hasta que apareció una imagen nítida y en miniatura de su adorada isla. El recuerdo de aquellos días en que acudía a casa del viejo guardacostas, para descubrir en la distancia a Tím dentro de la torre que su padre había construido, golpeó con fuerza su memoria.

    Aquella mañana Julián se había levantado resuelto a tener unas palabras con Jo, pero era día de mercado y la muchacha había bajado al pueblo a hacer sus compras. El joven no había mencionado el incidente en la cena a su tía Fanny, cuando ésta había llamado la noche anterior: la abuela de Jorge estaba fuera de peligro, pero era pronto para conocer el alcance de las lesiones. Aun así, el pronóstico médico era alentador.

    Había sido una decisión espontánea el visitar al anciano. Todos los veranos se acercaban a la pequeña casita junto al faro, al menos una vez. Solían encontrar a aquel entrañable hombre en el interior de su cobertizo, entonando alegres canciones marineras, enfrascado en la construcción de algún nuevo juguete para su nieto.

    - ¡Este cuadro es precioso! –comentó Ana subyugada. Señalaba una pintura que representaba Kirrin en la lontananza, con el azul mar de fondo, al amanecer.

    - Lo es, ¿verdad? –corroboró el hombre-. ¡Me lo regaló vuestro viejo amigo Martin!

    - ¿Martin? –repitió Julián frunciendo el ceño-. ¡Ah, se refiere a Martin Curton!

    - Cierto. Olvidaba que aquel gánster, que tenía por tutor legal, le obligaba a hacerse pasar por su hijo. Pobre muchacho  –suspiró el guardacostas, aunque una sonrisa se abrió en su ajado rostro y dijo-: Sin embargo, vuestro tío cumplió su promesa y le matriculó en la Escuela de Bellas Artes. Cada Navidad recibo una felicitación suya. Sí, es un gran chico. ¿Seguís en contacto? –preguntó a Julián.

    - Lamentablemente no –confesó él-. Pero me alegra oír que cumplió su sueño: tenía muchísimo talento.

    El viejo asintió dándole la razón. De pronto, recordó algo:

    - ¡Oh, casi lo olvido! Ayer, un periodista, me preguntó si conocía a vuestro tío.

    - ¿Un periodista? –repitió Julián con extrañeza.

    - Eso me dijo, sí. Extranjero, según creo: hablaba inglés con un acento que no supe reconocer; no parecía de la Commonwealth. Me explicó que estaba realizando un reportaje sobre la región, y que había oído que un científico de notable reputación vivía por los alrededores. Deseaba hacerle una entrevista. Quería saber cuándo regresaría de Dorchester.

    Se hizo el silencio y los cuatro jóvenes se miraron entre sí, alarmados. ¿Cómo podía saber aquel desconocido, no sólo que tío Quintín había abandonado “Villa Kirrin”, sino dónde se encontraba? Debía ser, sin duda alguna, uno de los hombres que querían hacerse con sus secretos. Quizás, incluso el rostro que había aparecido aquella noche en la ventana…

    - ¿Y qué le contestó? –preguntó Jorge con apremio.

    - La verdad: que no sabía que el Profesor estuviera de viaje, y por tanto desconocía su regreso.

    - ¿Y cómo se puso en contacto con usted? –preguntó a continuación Julián, desconcertado.

    - Oh, bueno, estaba haciendo fotos al faro. Ya saben, para el reportaje –siguió recordando el anciano con orgullo.

    Jorge estaba que echaba chispas ante la maldad de los enemigos de su padre, engañando al viejo e inocente guardacostas para obtener información.

    - En momentos como éste me gustaría fumar… ¡podría encender un puro con tan sólo acercarlo a tus mejillas, Jorge! –se burló Dick, y su prima le miró con expresión de querer romperle el catalejo en la cabeza. 

    Más tarde, se despedían del anciano y almorzaban unos suculentos bocadillos, regados con limonada fresca, en la plaza del pueblo. Hacía un espléndido sol, que les calentaba la nuca y los brazos, mientras cerca de ellos los vendedores ambulantes desmantelaban sus puestos del mercado. No se toparon con Jo, que debía haber regresado ya.

    Efectivamente, la muchacha se encontraba en “Villa Kirrin” cuando ellos mismos volvieron a casa, entrando por la puerta de la cocina.

    - Jo, me gustaría hablar contigo –le dijo Julián sin más tardar, con voz seria pero amable.

    Jo, que estaba cortando los ingredientes para una ensalada, se limpió las manos en el delantal y repuso con tranquilidad:

    - Está bien: yo también quería hablar contigo, Julián.

    Aquella respuesta cogió a Julián a contrapié, que preguntó allí mismo:

    - ¿De qué se trata?

    - Dejo el trabajo.

    Los cuatro contemplaron a Jo mudos de asombro. La muchacha, ajena a su desconcierto, explicó:

    - Hace días que lo pienso y no tiene sentido seguir alargándolo. Sencillamente, no puedo quedarme: ya no soy bienvenida en esta casa.

    Al pronunciar estas palabras, desvió fugazmente la mirada hacia Dick, mas en seguida volvió a centrarla en Julián. Este último la miraba a su vez, confuso pero pensativo.

    - No sé qué decirte, Jo… Ni que decir tiene, que eres más que bienvenida en esta casa –le parafraseó. Y le recordó así, entre líneas, la consideración que habían tenido sus tíos manteniéndola en su puesto, a pesar del grave error que había cometido. Jo no dijo nada al respecto.

    - Creo que, en cualquier caso, deberías esperar a su vuelta para renunciar, si aún lo deseas –continuó el joven-. Ellos cuentan contigo para llevar la casa, y no es el mejor momento para dejarles en la estacada… Sería una forma muy fea, por tu parte, de corresponderles.  

    Jo vaciló… Comprendía que Julián estaba en lo cierto, y que la señora había sido demasiado buena con ella para, ahora que más la necesitaba, fallarle de esa manera.  Pero lo que Julián no podía saber, era lo mucho que estaba sufriendo. De no ser así, la muchacha ni se habría planteado dejar su empleo.

    - Yo… lo siento de veras, Julián, pero te repito que no puedo quedarme –musitó Jo por fin.

    Julián se frotó los ojos con los dedos pulgar e índice, en un gesto de cansancio. Entonces suspiró y le dijo:

    - Bien... como tú quieras, Jo. Puedes irte. Sin embargo, comprende que no diré nada a mis tíos hasta su regreso. Bastantes preocupaciones tienen ya.

    Jo se mostró de acuerdo con esta condición, y acordó con Julián que a la mañana siguiente partiría a Greyton.

    Aquella noche, Jorge y Ana ayudaron a Jo a preparar la cena. Todos se sentían apenados por la marcha de la pequeña cocinera, que no dejaba de ser una buena amiga, y por las circunstancias que la habrían movido a ello.

    La cena transcurrió con cordialidad y Jo fue invitada a la mesa. Tím parecía intuir que se estaban despidiendo de ella, pues se sentó a su lado y apoyó la cabeza en su regazo, mirándola con sus grandes y acuosos ojos pardos. La muchacha le acariciaba distraídamente detrás de las orejas.

    - Ha sido una cena exquisita, Jo, como siempre –le alabó Ana cuando llegaron al postre, cogiéndole una mano a ras del mantel-. Te vamos a echar mucho de menos.

    A Jo se le formó un nudo en la garganta, emocionada. Paseó la mirada por sus rostros, y cuando llegó al de Dick tuvo un sobresalto: el muchacho la contemplaba con infinita tristeza. Jo apartó los ojos, y por un instante se arrepintió de su decisión… Pero se obligó a sí misma a recordar por qué la había tomado, y su corazón se endureció con renovado ímpetu.

     Más tarde, todos habían subido a acostarse excepto Jo, que debía limpiar la cocina, y Dick, que había expresado su deseo de quedarse leyendo. Julián, antes de retirarse a su dormitorio, encargó a su hermano que comprobara todas las puertas y ventanas.

    Dick así lo hizo, y cuándo calculó que sus hermanos y su prima dormían, se dirigió a la cocina, con el corazón en un puño.

    Jo, descalza sobre las losas del suelo, fregaba los cacharros en la pila. Dick anduvo un par de pasos y ella se giró al oírle. Entrecerró los ojos y preguntó en tono beligerante:

    - ¿Qué quieres?

    Dick se acercó a su lado y preguntó a su vez, con delicada amabilidad:

    - ¿Puedo ayudarte?

    - No –replicó Jo, tan cortante que el muchacho quedó paralizado.

    Ella, arremangada hasta los codos, volvió a hundir los brazos en el agua jabonosa y siguió con su interrumpida tarea. Dick, con desaliento, dudó si dar media vuelta y marcharse, pero finalmente cogió un paño y comenzó a secar una cazuela. Vio que Jo le observaba de reojo, pero que no se oponía.

    Los dos jóvenes fregaron y secaron en silencio hasta que la pila quedó vacía. Dick, entonces, posó su mano derecha sobre la izquierda de Jo, pero la muchacha la retiró en el acto, como si le hubiera mordido una víbora, y le espetó furibunda:

    - ¡NO ME TOQUES!

    Dick dio un paso atrás, desolado por su violenta reacción. Avanzó nuevamente hacia ella, y esta vez fue Jo quien se apartó.

    - Jo, por favor, no te vayas –le suplicó el chico.

    - ¿Para qué? ¿Para que puedas seguir despreciándome? –replicó ella rápidamente.

    A Dick se le cayó el alma a los pies. Barbotó:

    - No digas eso, Jo…  No es verdad.

    - ¡Sí que lo es! –le contradijo Jo, y sus ojos brillaban con lágrimas de ira-. No me has perdonado lo que le hice a tu preciosa Berta. No me hablas, ni tan siquiera me miras… Me tratas como a la criada que soy –Dick se encogió sobre sí mismo, como si Jo le hubiera atestado un golpe-. ¡No puedo soportarlo ni un día más! –concluyó exaltada.

    Jo le dio la espalda, pues las lágrimas habían empezado a caer por sus mejillas, sin que pudiera evitarlo. Oyó la voz de Dick, cargada de emoción:

    - Si te vas, seré yo quien no podrá soportarlo.

    El corazón de Jo se paró un segundo en su pecho, para empezar a correr desbocado justo después. Giró sobre sus talones, ansiosa por leer en su rostro el mismo amor que había impregnado sus palabras.

    Se sintió mareada de júbilo.

    Casi al unísono, se arrojaron el uno en brazos del otro, y sus labios se encontraron con urgencia. Jo enredó los dedos en su cabello, y él la estrechó tan fuerte contra sí, sintiéndola tan pequeña y frágil, que pensó que de apretar más le rompería los huesos.

    Tras un momento eterno, se separaron y apoyaron sus frentes una contra otra, cerrando los ojos. Jo le acarició la mejilla y él dejó escapar un gemido.

    - ¿Por qué te has portado tan mal conmigo? –susurró Jo de repente.

    Dick abrió de nuevo los ojos, y se separó de ella lo suficiente para enfocar bien su cara.  

    - ¡No quería que te despidieran, Jo! –exclamó, sorprendido por tener que explicar lo evidente-. Debía poner distancia entre ambos por tu bien… Y por el mío también.

    - ¿Por el tuyo? –repitió Jo sin comprender.

    Dick bajó la mirada, sin encontrar las palabras esta vez. ¿Cómo podía explicarle, sin herirla, que había vivido sus sentimientos por ella como algo malo en sí mismo, por el simple hecho de ser Jo quien era? Se sentía inmensamente avergonzado.

    Por fortuna, ante la demora en su respuesta, Jo pareció perder interés en la cuestión y tiró de su barbilla para besarle de nuevo.  

    De pronto, un ruido les sobresaltó, provocando que se apartaran en direcciones opuestas precipitadamente, creyéndose descubiertos.

    Sin embargo, seguían solos en la cocina. Dick permaneció rígido como un gato dispuesto a soltar, forzando el oído al máximo, esperando detectar un nuevo ruido que no llegó.

    Cuando constataron que no había peligro, ambos jóvenes suspiraron de alivio y se rieron, cómplices. Dick comentó, risueño:

    - Deberíamos irnos a dormir, antes de que realmente tengamos problemas.

    Jo asintió con la cabeza, aunque lo último que deseara en aquel instante fuera separarse de él. Nada más empezar a andar, sintió que Dick le cogía la mano. El joven le preguntó con ansiedad casi infantil:

    - Te quedarás… ¿verdad, Jo?

    - Sí. Haría cualquier cosa que me pidieras, Dick, ya lo sabes –respondió ella, con total adoración. Y él se la apretó cariñosamente.

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