Los cuatro primos desconocían qué había sucedido cuando Jo había tenido que vérselas a solas en el despacho de tío Quintín. Únicamente sabían que Jo había salido de allí conteniendo a duras penas el llanto, y pasado el resto del día en su habitación del ático; y que al día siguiente había regresado a sus habituales obligaciones.

    Poco a poco, “Villa Kirrin” fue retornando a su anterior normalidad. Tío Quintín trabajaba furiosamente, encerrado en sus dominios; tía Fanny llevaba a cabo sus actividades cotidianas –gestionar la casa, asistir a las reuniones del pueblo y ayudar al párroco en obras benéficas -, y ellos Cinco disfrutaban del perezoso correr de unos días cargados de sol, playa y campo.

    Podría haber parecido que nada había cambiado desde la noche del cumpleaños de Jorge, de no ser por pequeños detalles… Ahora Jo cargaba sola con el pesado barreño de ropa limpia y mojada, que debía tender en el jardín, y pelaba patatas y desgranaba guisantes sin que nadie se ofreciera jamás a ayudarla. Cuando acababa su jornada, subía silenciosamente a su dormitorio, donde pasaba en soledad lo que quedaba de día, pues no era ya invitaba a compartir aquellas horas de descanso. El primer día libre del que dispuso, tras retomar su puesto de cocinera, lo invirtió en visitar su hogar en Greyton, en lugar de permanecer en Kirrin. Pero el cambio más drástico de todos, fue el que se obró en Dick.

    El muchacho, cuya relación con Jo había sido inapropiada a ojos de Julián poco tiempo atrás, por ayudarla en sus quehaceres y en el aspecto romántico de la misma; ahora se comportaba como si la chica, prácticamente, ni existiera. Aquella actitud resultaba harto chocante en Dick, que la había tratado siempre como una igual, a pesar de la evidente diferencia de clases entre ambos, y cuya debilidad por Jo siempre había sido un secreto a voces.

    Julián no podía evitar sentirse aliviado al ver que su hermano había decidido guardar las distancias con Jo. Su preocupación por Dick había ido en aumento hasta que ésta había alcanzado su punto álgido la noche de la fiesta, cuando se había sentido hervir de indignación al comprender lo ocurrido en la playa. Por tanto, en su fuero interno, aplaudía aquella nueva conducta.

    Jorge, por su parte, observaba con extrañeza el cambio operado en su primo, si bien su poca empatía hacia Jo le impedía compadecerse de ella. Ana, por el contrario, sí se sentía apenada por la joven cocinera, que había caído tristemente en desgracia. Además, si la intuición no le fallaba, comenzaba a sospechar qué motivaba el comportamiento de Dick. 

    La Policía había concluido, por fin, su patrullaje alrededor de la casa, considerando que ya no existía peligro. Irónicamente, aquel mismo día tío Quintín había encontrado en su despacho un maletín que aseguraba no pertenecerle.

    - ¿De quién es esto? –había interpelado con dureza a sus tres sobrinos y a su hija, mostrándoselo-. ¿Cuál de vosotros ha entrado en el despacho sin mi permiso? ¡Sabéis de sobra que tenéis prohibido…!

    - Padre, ¿no es ese el maletín del Profesor Wright? –le había interrumpido Jorge con calma, que además de compartir el mismo genio, jamás se arredraba ante su padre.

    Tío Quintín lo había abierto entonces… hallando en su interior los valiosos documentos que había transportado consigo hasta Londres, y entregado a su colega americano. Su expresión de pasmo había sido tal, que Dick se había puesto rojo del esfuerzo por aguantar la risa.

    - ¡Oh, Quintín! –se había lamentado tía Fanny, meneando la cabeza-. Después de todas las molestias que se ha tomado el inspector Wilkins… ¡estamos igual que al principio!

    - Querida Fanny, como bien comprenderás, no es culpa mía que Elbur tenga tan poco cuidado –había gruñido su marido-. ¡Olvidar su maletín en cualquier parte, con los papeles dentro! Habrase visto… ¡Qué irresponsabilidad!

    Los cuatro jóvenes se miraron entre ellos, divertidos y molestos a partes iguales: si había alguien descuidado hasta la irresponsabilidad, cuando se traía entre manos asuntos mundialmente importantes, ese era tío Quintín.

    Así fue como los documentos, que tantos quebraderos de cabeza habían dado, regresaron de nuevo a la casa. Sin embargo, no fue hasta una semana después que se iniciaron los acontecimientos…

    Sid Jones aún recordaba, como si fuera un maravilloso sueño, la magnífica velada que había disfrutado en “Villa Kirrin”. Habían pasado ya varios años, pero Sid no se cansaba nunca de contar, a quien estuviera dispuesto a escucharle, los pormenores de aquella sublime experiencia: cómo había sido atraído al interior de la casa por Julián, y había quedado boquiabierto al ver a Dick arrebatarle su gorra y el fajo de periódicos, y montarse resueltamente en su bicicleta; y cómo después había sido convidado a la cena más inolvidable de su vida, cortesía de la buena de Juana (jamón, huevos, patatas fritas, tartaleta de mermelada… y un flan de chocolate que le hacía salivar sólo con mencionarlo), para terminar con una partida de cartas de la que había sido claro ganador.

    Sí… las gentes del pueblo estaban más que hartas de oír aquella historia.

    En el presente, Sid no era ya el “chico de los periódicos” de Kirrin, sino el cartero. Había guardado en un cajón su aplastante gorra de Servicio Especial, que solía llevar ladeada sobre la cabeza y de la que tan orgulloso se sentía; y la había sustituido por la perteneciente a su uniforme oficial de Correos.

    Sid rodó hasta la puerta de la cocina y llamó. Aquel día iba adelantado en su plan de jornada, y confiaba en que Juana le invitaría a café y bollos de chocolate, pues la cocinera conocía su pasión por aquellos dulces. Pero la enorme sonrisa se le congeló en los labios cuando fue una muchacha desconocida, y no Juana, quien le abrió la puerta.

    Jo contempló al joven cartero de arriba abajo: no tendría más años que ella, y su cara redonda tenía cierta expresión bobalicona. Por algún motivo, parecía contrariado.

    - ¿Qué deseas? –preguntó la muchacha, con poca o ninguna delicadeza.

    - Traigo un telegrama urgente para la señora –replicó Sid, pomposo.

    - La señora no está. Yo se lo entregaré –repuso Jo, y extendió su mano derecha.

    Sid vaciló, no sabiendo si fiarse de la chica… parecía una gitana. Le extrañaba que alguien así trabajara en “Villa Kirrin”; no obstante, por su atuendo debía ser la nueva doncella. Sid se puso de puntillas, intentando ver más allá de Jo, al tiempo que preguntaba:

    - ¿No está Juana?

    - No –replicó Jo con sequedad-. ¿Vas a darme ese telegrama o qué?

    Finalmente, Sid se lo tendió de mala gana. Entonces Jo, sin más ceremonia, le cerró la puerta en las narices. Sid, atónito, pestañeó un par de veces, y acto seguido dio media vuelta echando humo hasta por las orejas. Subió a su bicicleta y pedaleó, alejándose de la casa, sin imaginar siquiera que aquella chica maleducada había estado escondida en el jardín, la misma noche de su tan recordada velada.

    Cuando tía Fanny regresó, encontró en el recibidor aquel telegrama. Estaba enviado desde Dorchester, la capital del condado, donde vivía su anciana madre. Tras leerlo rápidamente, se llevó una mano a la boca para ahogar la exclamación de espanto. Irrumpió en el lugar de trabajo de su esposo, temblando como una hoja.

    Momentos más tarde, ambos adultos reunían a los chicos para informarles de lo ocurrido.

    - Jorge, querida –le dijo tía Fanny tomando su mano, con lágrimas en los ojos-. Es tu abuela Grace… ha sufrido un ataque.

    Jorge palideció, más por la pena que le causaba el dolor de su madre que por su abuela, a quien apenas había tratado.

    - Cuánto lo siento, Mamá… -se condolió Jorge, abrazándola y llamándola por el apelativo de su infancia.

    Julián, Dick y Ana se miraron entre sí, impotentes. El primero se acercó a su tía y le acarició el brazo, preguntando con seriedad:

    - ¿Hay algo que podamos hacer, tía Fanny?

    Su tía se recompuso un instante, para responder:

    - No, queridos míos… Os lo agradezco, pero me temo que no hay nada que podáis hacer.

    - Nos volveremos a Londres, con nuestros padres –propuso Julián, expresando en voz alta el pensamiento de sus hermanos-. No queremos ser una carga más para ti, dadas las circunstancias –pero ella negó con la cabeza:

    - No, deseo que os quedéis. Haréis compañía a la pobre Jorge, mientras su padre y yo estamos fuera. Tomaremos el tren a Dorchester esta misma tarde.

    Así pues, mientras tía Fanny preparaba el equipaje con ayuda de las chicas, tío Quintín llamó a Julián y a Dick.

    - Esta es la llave de mi arcón –explicó a Julián, entregándosela-. En él se encuentra todo lo concerniente a mi último trabajo. Es de suma importancia que la lleves siempre contigo, Julián, o que la guardes en un lugar seguro. No puedes hacerte ni la menor idea del valor de lo que hay ahí dentro –enfatizó cada palabra.

    Julián asintió con gran solemnidad, jurándose a sí mismo no separarse de aquella llave. Se sentía infinitamente halagado por la confianza que su tío Quintín depositaba en él, y tenía el firme propósito de estar a la altura.

    - Os llamaré en cuanto pueda, hoy y todos los días, hasta nuestro regreso –les prometió tía Fanny al despedirse, antes de quebrársele la voz. Era evidente que desconocía qué iba a encontrarse a su llegada, pero que imaginaba el peor de los escenarios.

    Tras la marcha de sus tíos, lo primero que hizo Julián fue buscar un buen escondite para la pequeña y dorada llave. Su mesita de noche tenía un doble fondo, y decidió que era el lugar idóneo.

    - Es imposible que alguien la encuentre –le mostró Julián a Dick el cajón trucado-. La llevaré encima durante el día, en todo momento, y cuando duerma la esconderé aquí.

    - ¿Qué crees que contendrá el arcón? –le preguntó Dick con curiosidad-. Podríamos echarle un vistazo.

    - ¡No seas idiota! Ni tú, ni yo, ni nadie va a fisgar en ese arcón, ¿entendido? –le espetó Julián, escandalizado.

    - ¡Yo no pretendo fisgar nada! –se defendió Dick, dolido por la acusación-.Sólo digo que me gustaría ver, con mis propios ojos, en qué anda metido tío Quintín.

    - Sí… como el verano que trabajó en la isla y la localización de su laboratorio era todo un misterio, y tú no parabas de preguntarle una y otra vez, hasta que te pegó un grito –se burló Julián.

    Dick le dedicó una mueca. Entonces, mirando a su hermano con suspicacia, adujo:

    - Tú lo sabes, ¿verdad? En qué está trabajando. Sé que siempre es algo que va a cambiar el destino de la Humanidad y toda la pesca, pero en esta ocasión es diferente… parece más Alto Secreto que nunca.

    - Sí, yo también lo creo. Razón por la cual, precisamente, yo no sé nada –le replicó Julián con otra mueca-. Tío Quintín, lo único que me contó, fue que es un proyecto en común con los Estados Unidos. Aparte de eso, sé lo mismo que tú. Vamos, busquemos a las niñas.

    Horas más tarde se encontraban los cuatro en el jardín, jugando con Tím. Estaban tan entretenidos que el atardecer les cogió desprevenidos, así como el sonido del gong anunciando que la cena estaba lista.

    Resultaba embarazoso, incluso ridículo, estar solos a la mesa sin sus tíos, siendo servidos por Jo. Dick, Jorge y Ana estaban tensos. Julián, sin embargo, sentado a la cabecera, parecía cómodo y tranquilo.

    Jo colocó la sopera sobre el mantel: había preparado crema vychissoise. La joven cocinera les miró, a la expectativa. Fue la siempre bondadosa Ana quien rompió el hielo: con una cálida sonrisa, dijo:

    - Yo tomaré un cazo. Gracias, Jo.

    Jo le sirvió y a continuación hizo lo propio con Jorge, que musitó un escueto “gracias”.

    Cuando le tocó el turno a Dick, éste tendió su plato a Jo en silencio, sin dignarse a mirarla. La muchacha apretó tanto los labios en silenciosa furia, que perdieron todo color; no obstante, agarró el plato y vertió un cazo enrasado. Y esperó a que Dick le indicara si era o no bastante.

    Pero el muchacho seguía con la vista fija en el mantel, y no reparó en su espera. Jorge le propinó un codazo para llamar su atención. Dick, por fin, levantó la mirada, y al comprender dijo, lacónico:

    - Ah, sí… Otro cazo más, por favor.

    Enfurecida y humillada, Jo le devolvió el plato, con tanta violencia que el puré le salpicó la cara y la camisa, y le gritó:

    - ¡SÍRVETE TÚ MISMO!

    Tras esto, se desanudó el delantal y lo lanzó con rabia contra el suelo, antes de huir del comedor. Todos dieron un respingo en sus respectivas sillas, y Ana dejó escapar una exclamación ahogada. Estaban tan anonadados por el acceso de ira de Jo, que durante un instante fue como si el tiempo se hubiera detenido. Dick se limpió con la servilleta los restos de vychissoise del rostro y de la ropa. 

    - Bueno, ¡esto es el colmo! –reaccionó por fin Julián, poniéndose en pie, indignado.

    - Siéntate, Julián, por favor –le rogó Dick, agarrándole del brazo, evitando así que su hermano saliera tras de Jo.

    - Suéltame, Dick –le ordenó Julián con autoridad-. En ausencia de los tíos Quintín y Fanny, yo respondo de Jo, y te aseguro que no pienso tolerar semejante comportamiento. ¡Está completamente descontrolada!

    - Me lo merecía, Julián –repuso Dick con sencillez-. No la culpo por lo que ha hecho. Olvídalo. Y ahora, por favor, siéntate –repitió su ruego, con tal vehemencia que Julián cedió, volviendo a tomar asiento:

    - Está bien. Pero mañana hablaré con ella, Dick, te guste o no. Esto no puede quedar así –le advirtió. 

    En ese momento, Tím irguió las orejas, atento, y tras un corto ladrido corrió, igual que Jo, fuera del comedor.

    - ¡Tím, vuelve aquí ahora mismo! –le llamó Jorge sorprendida, pero Tím no le hizo caso.

    Mientras tanto, en su habitación del ático, Jo andaba frenética de un lado para otro. Con un aullido de rabia, pegó una fuerte patada a su cama, desfogándose en gran medida. Entonces se dejó caer sobre ella y hundió el rostro en la almohada, abandonándose al llanto.

    Una vez saciada la ira, sólo quedaba lugar para el dolor… un dolor indescriptible e insoportable. Jo, desconsolada, no comprendía cómo Dick podía haberse vuelto en su contra de aquella manera… sobre todo, después de lo que habían compartido en la playa. Dick lo era todo para ella, y por eso su indiferencia le infundía más daño que la mayor de las torturas.

    El sonido de las patas de Tím sobre el piso, alertó a Jo de su presencia. La muchacha, con sorpresa, levantó la cabeza y contempló al perro. Tím se le acercó solícito y le lamió las ya de por sí húmedas mejillas, gimiendo apenado: quería muchísimo a Jo.

    Jo exhaló un suspiro, profundamente conmovida:

    -¡Mi buen Tím! Tú aún me quieres, ¿verdad? –y él ladró asintiendo, y la volvió a cubrir de lametones.

    Jo rodeó a Tím con su delgados y morenos brazos, y lo aupó hasta quedar también tendido sobre la colcha. Sabía que Jorge se pondría hecha una fiera si descubría al perro durmiendo en su cama, pero no le importaba lo más mínimo. En aquellos instantes, Jo necesitaba más que nadie sentir contra sí el cuerpo grande, caliente y reconfortante del viejo Tím. Volvió a recostarse, encontrando gran consuelo en su compañía. Muy pronto, sintió que el sueño la invadía.

Comentarios
* No se publicará la dirección de correo electrónico en el sitio web.
ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO