Caminando sin rumbo, Dick había llegado hasta el pueblo. Miró en todas direcciones, desorientado, sin saber adónde ir o qué hacer. Comenzó a deambular por las calles de Kirrin.

    Una hora después, cansado de aquel sinsentido, comprendió que sólo le quedaba regresar a “Villa Kirrin”… Aunque la simple idea de enfrentarse de nuevo a sus compañeros, le martirizaba. Enfurecido consigo mismo, pegó un fuerte puntapié a una farola próxima.

    - ¡EH!

    Dick dio media vuelta en el acto, alarmado.

    En la carretera, alguien le hacía señas desde un Riley. El muchacho se acercó al vehículo, reconociendo así al sargento Rogers. Éste le preguntó, arqueando las cejas:

    - ¿Va todo bien?

    - Sí, señor… todo bien.

    - De acuerdo. Pero, entonces, no deberías emprenderla a patadas con un bien público, ¿no crees? –le regañó el joven policía.

    Dick se ruborizó intensamente y notó que se le encogía el estómago: lo último que necesitaba era ser detenido por las Fuerzas del Orden.

    - Yo… lo siento mucho, señor. Ha sido un arrebato estúpido. No volverá a suceder –barbotó el chico, bajando avergonzado la mirada.

    Cuando volvió a levantarla, comprobó que el sargento Rogers le observaba con simpatía.

    - Está bien, te creo. Todos tenemos un mal día de vez en cuando –y dicho esto, abrió la puerta y bajó del coche.

    Una vez en la acera, el policía extrajo una pitillera de su chaqueta y le ofreció a Dick:

    - ¿Fumas?

    El muchacho estuvo a punto de declinar el ofrecimiento… pero, de repente, imaginó la cara que pondría Julián si le viera fumar. Y cambió radicalmente de parecer:

    - Gracias.

    El sargento le alargó un cigarrillo: era de marca extranjera, con una franja roja dibujada. A pesar de no haber fumado nunca antes, al cogerlo entre los dedos, Dick sintió que su memoria se removía inquieta, como si un recuerdo pugnara por salir a la superficie.

    Después, el hombre prendió con presteza la llama de un mechero zippo, y encendió ambos cigarros. A continuación, dio una larga calada al suyo. Dick le imitó.

    Tuvo que reprimir una arcada cuando un sabor tan desagradable como inesperado le alcanzó la garganta, además de sentir que se ahogaba: tosió tan fuerte para expulsar el humo de sus pulmones, que los ojos se le llenaron de lágrimas. El policía le preguntó, dubitativo:

    - ¿Te encuentras bien?

    Dick afirmó con la cabeza, sin parar de toser. Con testarudez, dio una segunda y cautelosa calada. En esta ocasión, si bien tampoco la disfrutó, aguantó bien el tipo.

    Cuando el sargento Rogers terminó su cigarrillo, que se había fumado plácidamente, le invitó a subir al coche:

    - Vamos, te llevaré a casa.

    Dick tomó asiento como copiloto y el hombre comenzó a conducir. En la radio sonaba la voz de un cantante americano, que el locutor del programa había presentado como Elvis Presley.

    - ¿Puedo preguntarte qué hacías ahí sólo, y por qué te desahogabas con esa pobre farola? –tanteó el sargento.

    - Oh, una discusión entre hermanos… nada importante –contestó Dick con vaguedad, pues no quería entrar en más detalles: empezaba a pensar que el joven policía era inusualmente entrometido.

    - ¿Julián? –preguntó el sargento, mirándole de soslayo. Dick asintió de mala gana. El sargento añadió, conciliador-: Los hermanos mayores, a veces, pueden llegar a ser excesivamente paternalistas.

    - No se lo puede ni imaginar… –no pudo evitar replicar Dick, con un suspiro, y el sargento se echó a reír.

    Dick, más relajado, se acomodó en su asiento. Se sentía a gusto y comprendido con aquel policía, al que parecía caerle en gracia, a pesar de su molesta curiosidad. Además, le trataba como a un adulto… La sangre volvió a hervirle en las venas al recordar cómo se había sobrepasado Julián.

    Antes de arrancar, el sargento le había regalado un segundo cigarrillo, que ahora Dick hacía rodar entre sus dedos, meditabundo… Un sudor frío le recorrió la espalda cuando, por fin, el recuerdo tomó forma en su mente.

    Esperad un momento, había dicho Julián. Y se había agachado para recoger algo de entre la hierba. ¿Qué es? , había preguntó Jorge, y su primo se lo había mostrado. 

    Un cigarrillo a medio consumir: el mismo que Dick sostenía en esos momentos.

    El muchacho fijó la vista, completamente desenfocada, en la carretera.

    - ¿Cómo está vuestra abuela? ¿Se va a recuperar? –se interesó de pronto el sargento Rogers, si es que era su verdadero nombre.

    - No es abuela mía. Pero sí, creo que se recuperará –respondió Dick en un tono monocorde, sin mirarle. Ni siquiera se sorprendió de que supiera aquello.

    El sargento apartó su propia vista de la carretera, y le observó atentamente. Dick no se atrevía ni a respirar. Intentó con toda su alma fingir normalidad, pero su lenguaje corporal le delataba.

    El hombre, entonces, giró el volante para salir del carril y parar en el arcén. Sin mediar una palabra, introdujo la mano dentro de su chaqueta, pero en lugar de la pitillera sacó un revólver. Y con escalofriante serenidad, apuntó a Dick a la cabeza.

    Dick pegó un violento respingo y se lanzó sobre la manija de su puerta, intentando abrirla frenéticamente. Pero fue en vano: el policía se había cuidado de encerrarle dentro del coche, echando el cierre de seguridad.

    Rogers le agarró del hombro y tiró de él con energía, obligándole a soltarla. Luego le giró hacia sí y le encañonó el arma contra la mejilla. Dick apretó los dientes con fuerza, para evitar sucumbir al llanto: jamás, en toda su vida, había estado tan aterrorizado.

    - De veras que lo siento, chico: me caes bien –le aseguró, sin retirar el revolver-. Pero mis camaradas y yo no podemos permitir que eches a perder nuestros planes.

    Al oír la palabra “camarada”, Dick exclamó con voz aguda:

    - ¡Es un espía soviético!

    - Eres listo… tanto o más que el soberbio de tu hermano –comentó Rogers con cierta admiración. Apartó el arma de su cara pero la mantuvo en el aire, sin dejar de apuntarle-. ¿Debo suponer que conoces el término “Guerra Fría”?

    - Se dice que estamos participando en una guerra encubierta, como aliados de los Estados Unidos, contra el Comunismo –murmuró Dick, tembloroso-. Eisenhower aún mantiene una estrecha relación con Churchill por ese motivo.

    - Efectivamente. Por suerte para nosotros, Churchill ya no dirige este país: el nuevo Primer Ministro, Eden, no está a la altura de “Bulldog” –se regocijó el espía. Y continuó diciendo-: En cualquier caso, no quiero discutir de política contigo precisamente. No… ya que has descubierto mi secreto, vas a ayudarme.

    - ¡Jamás trabajaré para usted! –escupió Dick las palabras con rabia.

    - Me temo que no tienes elección… si deseas seguir con vida, claro –especificó Rogers desapasionadamente.

    - La condena por traición a la Patria, en tiempos de guerra, es la muerte…  No veo la diferencia –arguyó Dick, mostrando una entereza que estaba muy lejos de sentir.

    - Tienes agallas, no te lo voy a negar –le concedió Rogers -. Sin embargo, creo que tengo una buena razón para convencerte…

    Sin bajar el arma en ningún momento, con su mano libre, extrajo del bolsillo de su pantalón lo que a Dick le pareció un trozo de tela roja. El muchacho, al segundo siguiente, reconocía la prenda y gemía espantado.

    Era el pañuelo de Jo.

    - Así es: tenemos a tu prima en nuestro poder –asintió Rogers satisfecho, al ver que el chico había entendido la indirecta-. Y si quieres volver a verla, deberás estar dispuesto a colaborar.

    Dick levantó la mirada rápidamente y parpadeó con perplejidad… ¿su prima? Hasta donde él sabía, su prima se encontraba sana y salva en “Villa Kirrin”.

    Súbitamente, comprendió con claridad meridiana lo ocurrido: una vez más, el increíble parecido físico entre Jo y Jorge, mal que le pesara a esta última, había llevado a los raptores a concurrir en equivocación. Y una vez más, enemigos del tío Quintín pretendían utilizar a su hija como moneda de cambio.

    ¡Jo había sido secuestrada! Su Jo… Desde el primer instante en que vio el pañuelo rojo, Dick supo que sería capaz de cualquier cosa, incluso cosas que jamás habría creído posibles… con tal de recuperarla. Mirándole directo a los ojos, preguntó al espía:

    - ¿Qué tengo que hacer?

    Rogers asintió complacido:

    - Bien… ya nos vamos entendiendo –y añadió-: Tu tío guarda en su arcón ciertos documentos, que ha dejado bajo la custodia de tu hermano: queremos que nos los entregues.

    Dick, contra su voluntad, había palidecido… ¡Robarle su trabajo a tío Quintín! El fruto de años de investigación, de su esfuerzo e inteligencia... Un trabajo que era Secreto de Estado, ponerlo en manos de enemigos de la Gran Bretaña…

    Decidió jugárselo todo a una última carta, para evitar la tragedia:

    - Mi tío se llevó consigo todo su trabajo…

    - No, chico, ibas muy bien… no lo estropees ahora –le reprendió Rogers, como haría un maestro con su alumno.

    - Pero es la verdad… –insistió Dick.

    - ¡Que no me mientas! –le gritó el hombre, acercando el revolver a un escaso centímetro de su cara: el muchacho se echó hacia atrás asustado, hasta dar con su espalda en la ventana-. Olvidas que he vigilado “Villa Kirrin” día y noche. Olvidas que estuve allí la noche que pedisteis ayuda a la Policía: tenéis pinchado el teléfono y micrófonos en más de una habitación. Sabemos todo lo que ocurre dentro de esa casa… Todo –recalcó con una sonrisa retorcida y burlona.

    Dick creyó comprender a qué se refería… y enrojeció de furia y vergüenza, al saber violada su intimidad.

    - Escúchame bien –continuó hablando el espía-: esta noche, a las doce en punto, deberás esperar en la cancela del jardín, con todos los papeles que puedas hallar dentro del arcón… Absolutamente todos, ¿me oyes? Nos los entregarás, y una vez que hayamos verificado que son los documentos que queremos, dejaremos a la chica en libertad. ¿Lo has entendido?

    - Sí –apenas susurró Dick.

    Tras esto, Rogers desbloqueó las puertas y le indicó con un gesto de su mano armada que saliera fuera, diciendo:

    - Y ahora, bájate de mi coche… ¡Largo!

    Dick se apresuró a cumplir la orden. Nada más expulsarle del vehículo, el espía pisó a fondo el acelerador y se alejó de allí, dejando tras de sí un rastro de rueda quemada. Dick, que temblaba con cada fibra de su cuerpo, le vio perderse en la distancia.

    Sólo entonces, se dejó caer al suelo de rodillas, y apoyándose sobre las palmas de las manos, vomitó.

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