Cuando, a la mañana siguiente, Ana bajó a la cocina, no se sorprendió de encontrar allí a su tía Fanny encendiendo los fogones. La joven se aclaró la garganta y saludó con suavidad:

    - Buenos días.

    Su tía, que en aquel instante colocaba la cafetera al fuego, levantó la mirada y le sonrió, diciendo:

    - Buenos días, querida. ¿Habéis dormido bien? ¿Dónde está Jorge?

    - Sacó a pasear a Tím. No tardará en volver.

    Tía Fanny asintió con la cabeza. A pesar de su sonrisa, Ana reparó en que mostraba evidentes signos de cansancio y que sus bondadosos ojos reflejaban gran preocupación. Se acercó a ella y, gentilmente, la obligó a tomar asiento.

    - Yo me encargare del desayuno –se ofreció, y su tía le palmeó cariñosamente la mano, en agradecimiento.

    Justo en el momento en que un estridente pitido, seguido del escape de vapor a presión, anunciaba que el café estaba listo, Julián se presentó en la cocina precediendo a Dick. Nada más ver a sus hermanos, Ana supo que algo andaba mal entre ellos.

    Julián, inusitadamente serio, dio los buenos días con sobriedad y se sirvió una humeante taza de café. Dick, que aquella mañana aparecía ojeroso y pálido, apenas fue capaz de amagar una sonrisa. Ambos se movían por la cocina evitando intencionadamente la interacción con el otro, notó  Ana con creciente aprensión.

    Jorge y Tím entraron por la puerta trasera a la vez que Ana, sartén en mano, repartía generosas raciones de huevos revueltos y tocino. Tím, sediento, trotó hasta su cuenco, rebosante de agua fresca, donde hundió felizmente el hocico.

    Pronto todos estuvieron sentados alrededor de la mesa de madera donde, ocasionalmente, desayunaban. Reinaba un incómodo silencio, sólo interrumpido por el entrechocar de cubiertos. Aunque en mente de todos, nadie mencionó la ausencia de Jo ni una sola vez.

    Dick casi no había probado bocado cuando apartó de sí su plato, dando por terminado su desayuno. Ana, muy sorprendida, le preguntó:

    - ¿No quieres más? Pero si ni siquiera has tocado el tocino…

    - No tengo hambre –se excusó él.

    - ¿Qué no tienes hambre? –repitió Jorge, en el colmo del asombro. Y añadió burlona: -¿Estás enfermo?

    Dick sonrió levemente, apreciando la pulla, pero no respondió. Tía Fanny, que un minuto antes había abandonado la estancia con la bandeja para tío Quintín, reapareció con las manos juntas sobre el regazo.

    - Dick –pronunció su nombre. Éste alzó la vista en el acto-. Tu tío te espera en su despacho –le anunció pausadamente.

    Dick, sintiendo la boca seca, se levantó y siguió a su tía. Al llegar, la mujer llamó con los nudillos a la puerta y giró el pomo, al tiempo que invitaba a su sobrino a pasar. Le sonrió para infundirle ánimos. Dick quiso corresponder aquel  gesto alentador, pero no tuvo fuerzas para curvar los labios. Una vez dentro, oyó la puerta cerrarse a su espalda. Su tía se había quedado fuera.

    El primer sobresalto fue comprobar que su tío no estaba solo… Al otro lado del escritorio se encontraba Elbur Wright. Dick no había contado con la presencia del americano.

    - Siéntate –le ordenó tío Quintín, con aquel tono amenazante que le caracterizaba, señalando la tercera silla de estilo victoriano. El joven obedeció-. Supongo que sabes por qué estás aquí.

    - Sí, señor.

    Su tío, haciendo un gesto impaciente con la mano, le incitó a que comenzara a hablar. Dick, muy nervioso, intentó desesperadamente reordenar sus pensamientos. 

    - Bueno, es difícil de explicar, pero… creo que Jo atacó a Berta por celos –confesó el muchacho, sintiéndose enrojecer.

    - ¿Cómo dices? –preguntó su tío, creyendo haber oído mal.

    - Que Jo atacó a Berta porque estaba celosa –repitió Dick, mortificado.

    - ¿Celosa de quién, de Berta? –quiso saber tío Quintín, que no comprendía nada en absoluto.

    Dick, que a cada instante enrojecía más y más, se quedó callado. ¿Cómo iba a explicar, delante del Profesor Wright, que Berta se le había insinuado y que ese era el motivo de que Jo la hubiera atacado?

    Su tío, exasperado, dio un fuerte palmetazo sobre el escritorio, exigiendo así que continuara, cuando alguien llamó a la puerta.

    - ¿Y AHORA QUIÉN ES? –tronó tío Quintín, provocando que Dick pegase un respingo.               

    La puerta giró sobre sus goznes, y un redondo y hermoso rostro asomó por detrás de la misma. Era Berta.

    Parecía haber perdido varios años de golpe: había peinado su dorado cabello en dos trenzas y elegido un sencillo, casi infantil, vestido de algodón. Su voz tembló ligeramente al preguntar:

    - ¿Puedo pasar?

    La expresión de tío Quintín era de sumo enfado ante semejante interrupción, sin embargo, antes de que pudiera decir una sola palabra al respecto, su colega exclamó:

    - ¡Berta! ¿Qué haces aquí? ¿Ocurre algo?

    La muchacha, sin responder, anduvo hasta su padre. Con cierta teatralidad, abrió la boca y empezó, dirigiéndose a tío Quintín:

    - Profesor, si me lo permite, quisiera pedirle perdón por los trastornos que pude causarle anoche…

    - ¿Pero qué estás diciendo, hija mía? –interrumpió su padre, ofendido al ver que su amada hija pretendía cargar con la culpa-. ¿Cómo puedes afirmar una cosa así? ¡No pienso consentirlo! ¡Fue esa chica salvaje quien…!

    - No, Pops, tú no lo comprendes –le cortó Berta a su vez-. Fue mi reprochable comportamiento lo que desencadenó todo… No, no me pidas que te explique a qué me refiero, porque estoy demasiado avergonzada… Sencillamente no puedo contártelo –balbuceó, sonrojándose con violencia.

    - No estoy defendiendo a Jo, te lo aseguro–continuó Berta, tajante. Inconscientemente, se llevó una mano a la cabeza, allí donde Jo le había tirado brutalmente del pelo-. Sí, no justifico lo que hizo y dudo que pueda perdonarla algún día… Pero quiero mucho a su madre, la señora Lawrence, que desinteresadamente me acogió y escondió en su casa, exponiéndose con ello a un grave peligro. Cuidó de mí como de su propia hija, y siempre le estaré enormemente agradecida. Sé que todo este asunto le partiría el corazón… Por ello, Profesor –se volvió de nuevo a tío Quintín-, le pido que no despida a Jo. Dele una segunda oportunidad. Hágalo por mí.

    Un silencio de absoluta perplejidad llenó la habitación cuando Berta hubo terminado su soliloquio. Dick observaba aturdido a la muchacha, sintiendo que el corazón se le dilataba de admiración, pues había demostrado una desmesurada generosidad. ¡Buena chica, Berta!

    - Verás, Martha –replicó tío Quintín, quien jamás había logrado aprenderse su nombre, ya que lo encontraba extravagante y estúpido-. Me temo que lo ocurrido es demasiado grave para pasarlo por alto y que, por tanto, no puedo permitir que siga trabajando en mi casa…

    - ¡Pops, por favor! –imploró entonces Berta a su padre-. ¡Convence al Profesor! ¡Si no lo haces por mí, hazlo por la señora Lawrence! Le dijiste que estarías en eterna deuda con ella, y le prometiste estar siempre a su disposición… ¡Este es el momento de devolverle el favor!

    Tío Quintín no estaba acostumbrado a ser abiertamente desairado, ¡mucho menos por una chiquilla, por muy hija de Elbur que fuera!, y estaba a punto de bramar que no pensaba tener en consideración absurdas peticiones y lamentos; cuando el Profesor Wright, que había escuchado atentamente a Berta, y sentido que las entrañas se le retorcían de dolor al recordar aquellos  terribles días en que había temido por la vida de su única y queridísima hija, dijo:

    - Quintín, te aseguro que yo deseo más que nadie que esa muchacha que tienes por cocinera sea despedida sin miramiento alguno; pero mi Berta tiene razón: le debo un gran favor a su madre…

    - ¡Ooh, Pops, qué marravilloso eres! –exclamó Berta, abrazando emocionada a su padre y depositando un beso en su frente.

    Tío Quintín, ceñudo como nunca, no parecía dispuesto a dar su brazo a torcer, y todo podría haber acabado de forma muy diferente si tía Fanny, muy oportuna, no hubiera llegado en aquel preciso momento.

    - Quintín, querido, Jo está aquí. Cuando tú quieras –le dijo con una entonación significativa.

    Tío Quintín se relajó con la mera visión de su esposa, y su frente se desarrugó ligeramente.

    - En seguida, Fanny –le respondió. Y volviendo sus ojos a Dick, añadió: - Puedes irte, muchacho.

    Dick, como impulsado por un resorte, se levantó de su asiento presto a marcharse, antes de que su tío cambiara de opinión.  Berta le acompañó, abandonando también el despacho.

    En el pasillo, ambos jóvenes se encontraron cara a cara con Jo.

    Había cambiado su habitual uniforme blanco por un suéter beige y una falda marrón de tablas, que sentaban muy bien a su delgado cuerpo. Calzaba, además, medias y sus zapatos de los domingos. Se notaba que había cuidado su aspecto a fin de causar la mejor impresión posible. Levantó la vista, fija hasta entonces en el suelo, y les miró desafiante. Sin embargo, bajo aquella capa de osadía, Dick pudo vislumbrar que estaba muy asustada.

    Tía Fanny abrió la puerta y pidió a Jo que entrara. La muchacha cuadró los hombros y, muy digna, caminó hasta el umbral. En el último momento, miró por encima de su hombro y dirigió una mirada suplicante a Dick, casi de socorro, pero él, para su propia vergüenza, desvió la suya en lugar de reconfortarla.

    En cuanto la puerta se hubo cerrado por última vez, Dick se giró hacia Berta:

    - Berta, no tengo palabras para agradecerte…

    - No me lo agradezcas –atajó Berta con dureza. Él enarcó las cejas, sorprendido por su reacción-. No lo he hecho por ella, sino por Molly. Si por mí fuera, le habría pedido a tu tío que la pusiera en la calle sin más dilación. Es una criatura horrible y salvaje  –sentenció con profundo rencor.

    Aquel descarnado discurso dejó desarmado a Dick, si bien podía comprender cuán herida se sentía Berta, lo que convertía su intercesión por Jo en un acto aún más noble, si cabe.

    Berta, más desahogada, relajó sus facciones y añadió, enigmáticamente:

    - No estropees tu amistad con Julián, no merece la pena.

    Y tras la desconcertante frase, Berta le besó fugazmente en la mejilla y se alejó.

    Fue Julián quien, horas después, guiaba la vieja tartana hasta la Estación de Kirrin: el señor Wright y Berta regresaban a Londres.

    El joven ayudó al científico americano a subir las maletas y colocarlas en la rejilla portaequipajes. Después, ambos descendieron al andén.

    - Gracias por todo, hijo –se despidió Elbur Wright, dándole un vigoroso apretón de manos. Había recuperado parte de su acostumbrada jovialidad.

    - Ha sido un placer, señor.

    - Espero volver a veros a todos muy pronto –aseguró el americano con su fuerte acento.

    - Yo también lo espero, señor. Buen viaje.

    El señor Wright apenas había girado sobre sus talones cuando Julián preguntó:

    - ¿Le importa que hable un segundo a solas con Berta?

    - Por supuesto que no –accedió el hombre, sorprendido. Y a su hija: - Iré buscando nuestros asientos.

    Cuando su padre desapareció de la vista, Berta volvió su arrebolado rostro hacia Julián, expectante ante lo que éste tuviera que decirle.  El joven, muy sereno, dijo sin rodeos:

    - Berta, lamento mucho mis palabras de anoche. Fui grosero y desconsiderado, y estuve fuera de lugar. Te pido sinceramente perdón.

    - Me hiciste daño –susurró Berta. La barbilla le temblaba y sus ojos brillaban, húmedos.

    - Lo sé, y no era mi intención. Lo siento muchísimo, Berta. Créeme.

    Berta dejó escapar un leve sollozo y Julián abrió los brazos, para acogerla entre ellos. La muchacha se apretó contra él y le abrazó fuertemente a su vez. Un momento después, más tranquila, Berta se separó y se limpió las lágrimas.

    - Mírate –le señaló Julián entonces, sonriendo-. Hoy sí que eres tú. Sin maquillaje ni disfraz. Y estás realmente guapa.

    Berta sonrió de oreja a oreja, aunque no pudo evitar decir:

    - Una simple colegiala.

    - Querida Berta, tú no tienes nada de simple –se rió Julián-. Y no hay nada de malo en ser una colegiala. No quieras hacerte mayor antes de tiempo. Tienes muchos años por delante para convertirte en mujer. En una mujer excepcionalmente hermosa, me atrevería a añadir.

    Berta abrió mucho los ojos al escuchar el inesperado halago, que la hizo enmudecer.

    - Sé lo que has hecho hoy por Jo –dijo Julián entonces, y su voz adoptó un tono más serio-. Y estoy muy, pero que muy orgulloso de ti. Ya no queda ni rastro de la pequeña, y consentida, niña americana que acogimos en “Villa Kirrin” aquel verano…  ¡Está claro que supimos meterte en cintura! –añadió con paternal burla, y se rió ante la ofendida exclamación de Berta.

    La muchacha le dio un nuevo y rápido abrazo, y Julián le acarició la cabeza en un último gesto de cariño.

    - ¿Nos volveremos a ver? –le preguntó Berta agarrándose al estribo del vagón.

    - Ten por seguro que sí –le prometió él sin dejar de sonreír.

    El revisor de la estación hizo sonar con fuerza su silbato, llamando a los pasajeros más rezagados al tren. La máquina se puso en marcha, lentamente primero y cogiendo más y más ritmo después. Una de las ventanas fue bajada y Berta asomó por ella, agitando su brazo en el aire a modo de adiós. Julián la imitó, y siguió moviendo su propio brazo hasta que el tren se perdió en la lejanía.

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