Dick descolgó su chaqueta del perchero y abandonó “Villa Kirrin”. Al cruzar la cancela que separaba el jardín de su tía Fanny del camino de tierra, recibió un susto de muerte al sentir cómo una mano desconocida se posaba sobre su brazo. Lanzó un grito.

    El joven sargento Rogers retiró su mano en el acto, disculpándose:

    - ¡Tranquilo! Soy yo. Lamento haberte asustado.

    Dick, cuyo corazón latía desenfrenado en su pecho, dijo:

    - ¡Sargento Rogers! ¿Qué hace aquí?

    - Estaba haciendo mi ronda nocturna, cuando he visto a una muchacha salir huyendo de la casa… Parecía muy alterada. ¿Va todo bien? –preguntó preocupado.

    A Dick, que prácticamente había olvidado que la Policía vigilaba “Villa Kirrin”, desde aquella noche en que descubrieron un rostro en la ventana, le extrañó que el sargento patrullara a pie en lugar de hacerlo en coche.

    - Va todo bien, señor –respondió a su pregunta-. Ha sido sólo una pelea… Ahora mismo iba a buscarla y traerla de vuelta –aunque había disfrazado en exceso la verdad, no creía que lo ocurrido fuera de la incumbencia del joven policía.

    El sargento Rogers arqueó levemente las cejas, creyendo comprender de pronto, y se permitió una sonrisa cómplice.

    - Comprendo –dijo escuetamente. Dick se sintió muy molesto, pues adivinaba lo que el sargento había interpretado.

    El policía se despidió finalmente de Dick, y éste se dirigió a paso ligero hacia la playa. No tardó en llegar, ni tampoco en localizar a la pequeña figura sentada en la arena, completamente sola, que apoyando los brazos sobre las rodillas, se convulsionaba por los sollozos.

    El joven se acercó despacio y se sentó a su lado. Sin mediar palabra, le echó sobre los hombros su propia chaqueta y Jo se arrebujó dentro de ella, aterida de frío. Durante unos minutos, se mantuvieron en un silencio únicamente roto por el sonido de las olas al romper en la orilla. Jo se limpió las lágrimas a manotazos y sorbió por la nariz.

    - No vuelvas a levantarme la mano en tu vida, ¿me oyes? –dijo Dick con suave firmeza-. Porque, si lo haces, no respondo de mí mismo. Fuiste la primera y única chica a la que he pegado jamás, y juré que serías la última. Y deseo con toda mi alma cumplir esa promesa.

    Jo se mantuvo en silencio, sin duda recordando  la vez en que se conocieron y él le había devuelto el puñetazo, confundiéndola con un chico.

    - ¿Por qué atacaste a Berta? –preguntó Dick entonces. Su voz estaba teñida de incomprensión y decepción.

    Jo se tomó un segundo para responder. Luego, dijo con voz tenue:

    - Porque te estaba tocando –y le miró a los ojos, con tal rendición, que Dick apartó los suyos, sobrepasado por el amor que Jo le profesaba.

    Otro largo minuto de silencio siguió a la inesperada confesión. Dick no sabía qué decir al respecto, ni si debía decir algo. Se sentía completamente desbordado. Desbordado por la situación, por los sentimientos de Jo… y por sus propios sentimientos.

    Siempre había sentido un cariño especial por aquella chica atrevida, valiente, de modales poco finos, con sus locas maneras y su afecto incondicional. Para él era, sencillamente, la pequeña Jo.

    Sin embargo, en las últimas semanas, algo fundamental había cambiado. Por primera vez en su vida, Dick se sentía profundamente atraído por ella. Y ese sentimiento, más y más fuerte a cada día que pasaba, le causaba más miedo que dicha.

    Se hallaba nadando en aquellos turbulentos pensamientos, cuando sintió el cuerpo de Jo apretándose contra él, como un gato buscando calor.

    - Dick… –susurró Jo su nombre. Él la miró: su rostro estaba a escasos centímetros del suyo; podría haberle contado todas las pecas de la nariz, si hubiera querido. Un par de lágrimas estaban prendidas en sus largas pestañas, como gotas de rocío.

    Dick cerró los ojos un instante… y los abrió de golpe al sentir la dulce presión que ejercían los labios de Jo sobre los suyos.

    El joven dejó escapar un pequeño gemido, sobrecogido de asombro y ternura. Cerró de nuevo los ojos, abandonándose al beso. Nunca antes había besado a una muchacha, y encontró la experiencia sumamente agradable. Le parecía inaudito que Jo hubiera tomado semejante iniciativa. Definitivamente, ¡podía decirse que aquella chica tenía valor!

    Jo tomó su rostro entre las manos y cambió la naturaleza del beso. Ahora le besaba de manera tan voraz, que le cortaba la respiración. Dick, instintivamente, la imitó, hasta que sintió inflamarse tanto que la apartó bruscamente de sí, aterrado. Le suplicó:

    - Jo, por favor, no me hagas esto…

    Temblando, se puso en pie y se alejó un par de metros. Jo, atónitamente rechazada, le miraba en contrapicado desde la arena.

    - Deberíamos… deberíamos regresar –farfulló Dick, luchando por recobrar el dominio de sí mismo.

    Los ojos de Jo eran dos profundas lagunas de tristeza, pero se puso en pie a su vez. Al hacerlo, Dick descubrió un enorme morado en su rodilla derecha.

    - ¿Cómo te has hecho ese cardenal? –le preguntó.

    - Me caí… No sé correr con estos estúpidos zapatos –explicó Jo, que iba descalza y los llevaba en la mano-. Además, he estropeado el vestido de Ana –añadió con pesar, mostrándole un gran roto, pues la tela se había rasgado en su caída.

    - No te preocupes por eso ahora –le aconsejó él con amabilidad.

    Regresaron juntos y en completo silencio a la casa. Jo cojeaba y apretaba los dientes, aguantando estoicamente el dolor; pero lo cierto es que había perdido el juego de la rodilla, cada vez más inflamada. Dick tuvo que disminuir el ritmo de sus pasos, para mantenerse a su altura.

    Cuando llegaron a la cancela del jardín, Jo apenas podía dar un paso más y estaba muy pálida. Dick, que se había mantenido a una prudente distancia, suspiró y dijo:

    - Yo te llevaré: agárrate fuerte a mí.

    Pasó su brazo derecho por la espalda de Jo y el izquierdo por detrás de sus piernas, y la levantó en el aire. La muchacha le echó los brazos al cuello y se sujetó bien a él, apoyando la cabeza en su hombro, agradecida.

    Jorge, que escrutaba el exterior desde la ventana, les vio llegar por el sendero y acudió enseguida a abrirles. Julián, Ana y Tím la siguieron.

    Ante el asombro mayúsculo de sus compañeros, Dick rebasó el umbral con Jo en brazos, como una pareja de recién casados. Apenas cruzó una mirada con Julián y subió hasta el piso superior. Siempre con Jo a cuestas, recorrió el rellano y, por último, la estrecha escalera hasta el ático, donde dormía la muchacha. Una vez allí, la depositó sobre su cama.

    Jo se tumbó completamente vestida sobre el lecho, apoyó la cabeza en la almohada y cayó profundamente dormida. Dick la arropó con una manta y la contempló en su sueño. Jo dormía con los labios entreabiertos y el joven se sintió nuevamente sacudido por el deseo. Se marchó en el acto.

    En la planta baja, al pie de la escalera, le esperaban sus hermanos, su prima y su tía Fanny. Esta última, que aparentaba estar muy nerviosa, le informó con seriedad:

    - Dick, tu tío desea verte mañana en su despacho, a primera hora –su sobrino asintió con la cabeza, apesadumbrado-. Será mejor que nos vayamos todos a la cama, ha sido una noche muy…larga –se dirigió a los otros.

    Jorge y Ana murmuraron un “buenas noches”, y subieron a su dormitorio. Tím las seguía, muy comedido, sabedor de que aquella noche se requería que pasara desapercibido: realmente, era un perro muy inteligente. Tía Fanny se reunió con tío Quintín en su despacho, y sólo quedaron Julián y Dick. Elbur Wright y Berta habían regresado a su hotel.

    A Dick no le sorprendió que Julián le observara con fijeza, pues suponía que le interrogaría acerca de lo acontecido. Sin embargo, no esperaba la variedad de expresiones que pintaron su rostro, en rápida secuencia: incredulidad, sobresalto, reproche y la más absoluta desaprobación.

    Sólo tres palabras salieron de boca de Julián, con helada severidad:

    - Lávate la cara.

    Y tras aquella desconcertante orden, él también subió las escaleras.

    Dick, perplejo, se miró en el espejo del recibidor… y el corazón le dio un vuelco al descubrir carmín en sus labios. Rojo hasta la raíz del cabello, se frotó con fuerza hasta hacer desaparecer la humillante marca.

    Una vez en su dormitorio, Dick se desvistió  y puso el pijama evitando en todo momento el contacto visual con Julián. Su hermano, sin dirigirle la palabra, se metió en la cama y le dio la espalda. Dick se metió en la suya y apagó la luz. Poco después, llegaban a él los suaves ronquidos de Julián.

    Dick, por el contrario, no lograba conciliar el sueño. Le preocupaba haber sido llamado al despacho de su tío Quintín. El terror que su tío le había inspirado cuando niño, regresaba a él con energía renovada. Estaba convencido de que despediría a Jo, y Dick no podía culparle por ello. Tampoco se sentía capaz de rebatir dicha decisión: el comportamiento de la muchacha no tenía excusa ni perdón.

    Además, el recuerdo de lo ocurrido en la playa, volvía a él una y otra vez… y todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies, le cosquilleaba de placer.

    En la habitación vecina, algo despertó a Ana. La muchacha se mantuvo muy quieta, agudizando el oído, con el corazón golpeando con fuerza su caja torácica… Entonces, escuchó un sonido ahogado, proveniente de la cama de Jorge. Ana apartó las sábanas y se acercó a su prima, susurrando:

    - Jorge, querida… ¿estás llorando?

    El cuerpo de Jorge, oculto bajo la manta, se movía con violentas sacudidas, y cuando los ojos de Ana se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que las lágrimas rodaban por sus mejillas.

    - ¡Oh, Jorge! ¿Qué te apena? ¡Cuéntamelo! –le dijo Ana, abrazándola, preocupadísima.

    Tím trataba también de consolar a su adorada ama, lamiéndola sin cesar y gimiendo como un cachorro: sufría mucho cuando Jorge se sentía desgraciada. Ésta sacó con dificultad un brazo de entre la ropa de cama, y rodeó con él al perro:

    - ¡Mi querido Tím!

    Al escuchar su voz, Ana comprendió que su prima no estaba llorando en absoluto… ¡estaba muerta de la risa! Jorge, que intentaba sin éxito reír en silencio, cloqueaba como una gallina, convulsionada por los espasmos y llorando de pura hilaridad. Ana la contemplaba a medio camino entre la estupefacción y el enfado.

    - ¡Jorge! ¿Se puede saber qué te hace tanta gracia?

    - ¡Oh, Ana! Es que cada vez que recuerdo… -Jorge se interrumpió ante un nuevo ataque de risa. Ana la sacudió, exasperada, y se calmó un tanto-: … cada vez que recuerdo a Jo tirando del pelo a Berta… Cada vez que veo esa imagen en mi cabeza… ¡Ha sido el mejor cumpleaños de mi vida! –afirmó antes de estallar en otra carcajada.

    - ¡Oh, Jorge, eres imposible! –le riñó Ana indignada, y acto seguido regresó a su cama.

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