Sonaba Rock around the clock cuando Dick sintió que Jo se desvanecía entre sus brazos.

    - ¡EH! –exclamó al tiempo que se apresuraba a sujetarla. Jo se apoyó en él, mareada-. ¿Te encuentras bien?

    La muchacha asintió con la cabeza sobre su hombro, tomando aire. Había sido sólo un pequeño vahído, y muy pronto se sintió recuperada. Se apartó ligeramente de él y dijo sorprendida:

    - No sé qué me ha pasado… ¡por un momento, temí caerme al suelo!

    Dick rió entre dientes y comentó:

    - Creo que el ponche se te ha subido un poco a la cabeza, pequeña Jo…  Eso, ¡y que me has hecho dar más vueltas que un molino!

    Jo se rió casi sin fuerzas. Era cierto que había bailado sin descanso, girando sobre sí misma una y otra vez, sin soltar la mano de Dick ni un solo instante. Nunca había escuchado una música parecida, pero hacía que se le movieran solos los pies. Dick a duras penas había conseguido seguirle el ritmo, tal era su desbordante entusiasmo.

    - Necesito salir a tomar el aire –anunció Jo, que de pronto acusaba el calor.

    - ¿Quieres que te acompañe?

    - No, no es necesario. No tardaré –aseguró la muchacha. Le costó un pequeño esfuerzo soltar la mano de Dick, y le satisfizo comprobar que él también era reticente a desprenderse de la suya.

    Jo abandonó la estancia y Dick, agotado, se dejó caer en el sofá. Se apartó el pelo de la frente, perlada de sudor. Al segundo siguiente, Ana le pedía que bailara con ella. Su hermano replicó:

    - Dame un respiro, Ana. ¡No soy tan joven como tú!

    -¡Siempre tan exagerado! –rió Ana, tirándole del brazo-. Vamos, Dick, no te hagas de rogar y baila con tu hermana pequeña.

    Dick, con un suspiro, se puso nuevamente en pie y dijo en son de burla:

    - A sus órdenes… ¡Vaya con la mosquita muerta!

    Ana volvió a reír, si bien le advirtió:

    - No me provoques, Dick… ¡que ya sabes que puedo convertirme en un tigre!

    - Lo que tú digas, Tigre –repuso él con una mueca, y se ganó un fuerte pellizco.

    Julián regresaba en aquel momento del salón, donde había ido a servirse otro vaso de ponche. Berta se acercó prontamente a su lado:

    - ¿Quieres bailar, Julián?

    - No, Berta, gracias –negó Julián, correcto, pero sin dignarse a mirarla.

    Berta, a lo largo de aquella noche, no había podido pasar por alto la frialdad con que Julián se dirigía a ella. La muchacha, por más que se rompía la cabeza, no alcanzaba a dilucidar qué había hecho para merecer su educada indiferencia. Julián siempre la había tratado con cálido afecto.

    - ¿Qué ocurre, Julián? ¿He hecho algo que te ha disgustado? –le preguntó Berta con ansiedad.

    Julián se ablandó ante su tono de sincera angustia. Decidió ser sincero:

    - La verdad, Berta, es que esta noche no me gustas mucho… Con ese peinado de mujer y la cara pintarrajeada, cuando eres sólo una niña, estás sencillamente ridícula.

    Los ojos de Berta se inundaron de lágrimas al escuchar sus desapasionadas palabras, que la hirieron en lo más profundo de su ser. Con un brusco movimiento de cabeza, apartó la mirada y se alejó de él. De repente, el inmenso cariño y devoción que siempre había sentido por Julián, se habían trocado en rechazo y rencor.

    Berta se refugió en el lavabo, donde derramó grandes lágrimas. Al contemplarse en el espejo, tuvo de reconocerse a sí misma que Julián tenía razón. Se deshizo el recogido y limpió todo rastro de maquillaje, lavándose la cara con abundante agua.   

    Minutos después volvió a la sala de estar. Le pareció que Julián deseaba disculparse, pero ella no le dio la oportunidad, pasando de largo. Aquel era el gran defecto de Berta: ¡era muy orgullosa! Y Julián la había humillado injustamente.

   Ana y Dick eran los únicos que seguían bailando. El muchacho, exhausto, elevaba cómicamente los ojos al techo, en gesto de súplica. Berta sonrió a pesar de su desdicha: ¡era tan espontáneo aquel chico! Era imposible sentirse infeliz a su lado. Y no tenía nada que envidiar a su hermano en apostura, reflexionó la muchacha, mientras le observaba con repentino interés.

    Entonces… Berta cometió una gran tontería, que desencadenó el triste final de una velada maravillosa. Acercándose a ellos, tocó a Dick en el hombro, y le preguntó con seductora dulzura:

    - ¿Me concedes un último baile?

    - Dios mío, ¡de verdad que no puedo más! –se quejó él, alarmado.

    - ¡Por favor! –pidió Berta, mostrándole la mayor de sus sonrisas.

    - Uf… Bueno, está bien –cedió Dick.

    Julián contemplaba a su hermano bailar con la muchacha americana. Se arrepentía de haber sido tan duro con Berta, y se culpaba por haberla herido. Le habría pedido perdón en cuanto regresó, pero ella le había ignorado olímpicamente.  

    Berta reparó en que Julián la observaba, y devolviéndole la mirada con desafío, se arrimó a Dick más de lo que se consideraría decente, e incluso le acarició la cabeza. Julián sabía que aquella falta de decoro era su manera, inmadura y reprochable, de castigarle; pero eso no evitó que sintiera una fuerte punzada en el estómago.

    Pero no sólo Julián había sido testigo de la vergonzosa treta. .. Jo había aparecido en el umbral, y se había quedado lívida. Al instante siguiente, enrojecía de ira. Ciega de celos, caminó en línea recta hacia Berta y hundió ambas manos, como garras, en su cabello. Y tiró de él con furia salvaje, apartándola de Dick.

    Berta lanzó un agudo y prolongado chillido de dolor, y se llevó sus propias manos al pelo, intentando soltarse. Pero Jo la tenía bien enganchada y tiraba con toda la fuerza de su rabia.

    Julián, que había corrido en su auxilio, agarró a Jo por las muñecas, teniendo que hacer tal presión para que soltara a su presa, que temió rompérselas. Finalmente, el joven lo consiguió, separándola de Berta, en medio de los desgarradores sollozos de esta última, que se habían oído de una punta a otra de la casa.

    Cuando sus tíos Quintín y Fanny, junto con Elbur Wright, llegaron corriendo a la habitación, alertados por el llanto de Berta, se encontraron con una escena extraordinaria: Julián tenía abrazada a Jo por la espalda, y ella se retorcía como una anguila. Los rizos le caían sobre los ojos, que tenían un brillo de locura. Berta, llorando a lágrima viva, se apoyaba en la pared mientras se masajeaba el cuero cabelludo. Ana, a su lado, trataba en vano de consolarla. Jorge estaba, simple y llanamente, en estado de shock, sujetando a Tím por el collar: el perro se había sobrexcitado y su dueña hacía grandes esfuerzos por controlarle. Y por último, Dick: el muchacho contemplaba con absoluto y total espanto a Jo, como si la viera por primera vez en su vida.

    Tía Fanny se llevó las manos a la cara, horrorizada ante semejante cuadro, y tío Quintín vociferó, colérico:

    - ¿QUÉ DEMONIOS HA OCURRIDO AQUÍ? ¡Julián! ¡Exijo ahora mismo una explicación!

    Julián abrió la boca y boqueó, como un pez fuera del agua, pues no tenía palabras para expresar lo ocurrido. Sabía qué había provocado que Jo atacara a Berta de aquella forma, pero… ¿cómo iba a explicárselo a su tío?

    Mientras tanto, el Profesor Wright había corrido junto a su amada hija y la había acogido entre sus brazos. Berta se agarró a su padre como un náufrago a una tabla de salvación, y lloró aún más fuerte sobre su hombro. Elbur acarició a su hija y le susurró tiernas palabras para tranquilizarla, pero cuando levantó la vista, ésta era dura como el acero.

    - ¡Quintín! ¡Esto es intolerable! ¡Es evidente que esta…! -el americano señalaba a Jo y no encontraba palabras para describirla. Acertó a decir-: ¡…esta salvaje ha atacado a mi Berta!

    Tía Fanny gimió, descompuesta:

    - ¡Julián! ¿Es eso cierto?

    Su sobrino no fue capaz de negarlo y su silencio fue interpretado como un “sí”.

    Julián hubiera deseado aflojar sus brazos en torno a Jo, ¡pero ella no se calmaba! No paraba quieta, como un caballo encabritado, y el joven temía que si la soltaba volvería a lanzarse sobre Berta.

    En un descuido de Julián, Jo consiguió liberarse y aprovechó la ocasión para huir. Dick, de inmediato, corrió tras ella. Al pasar junto a Julián, su hermano intentó detenerle, pero él se desasió y siguió en pos de la chica.

    Jo había alcanzado al vestíbulo, y ya se disponía a abrir la puerta, cuando notó que alguien la agarraba del brazo y tiraba con fiereza, obligándola a encarase con él.

    - ¿TE HAS VUELTO COMPLETAMENTE LOCA? –le gritó Dick. Jo jamás le había visto tan furioso.

    La muchacha intentó escapar de él, pero Dick la zarandeó hasta que le castañearon los dientes.

    - ¡Contéstame, maldita sea! –volvió a gritarle.

    - ¡Suéltame, me haces daño! ¡Que me sueltes! –chilló Jo a su vez, luchando por zafarse.

    Jo no soportaba estar presa… Había sido una niña maltratada y todo su ser se rebelaba, igual que un animal, contra cualquier forma de sumisión física. Fuera de sí, dejó escapar un chillido salvaje al tiempo que su brazo, elevado en el aire, caía velozmente con la palma abierta: la bofetada resonó como un latigazo.

    Dick, completamente desprevenido, giró la cara con la inercia del impacto. Cuando la contragiró, Jo vio la marca de sus dedos bien visible en la mejilla del chico. Él también levantó su propia mano, dispuesto a devolverle el golpe, pero Jo gimió y se cubrió el rostro con su brazo libre, para protegerse.

    Algo se rompió dentro de Dick, ante aquel gesto de indefensión de Jo, y se horrorizó de sí mismo. Lentamente bajó la mano y abrió la otra, soltando a Jo.

    La muchacha, entonces, rompió a llorar, y abriendo la puerta escapó a todo correr por el sendero del  jardín, en dirección a la playa. Dick, desde el umbral, la siguió con la mirada hasta que la oscuridad se la tragó. Regresó a la sala de estar.

    Todos los rostros se volvieron hacia él, expectantes. Ana ahogó una exclamación, al descubrir la huella del bofetón en su cara. Pero Dick, ignorándola, anunció con gravedad:

    - Debo ir a buscar a Jo. Disculpadme –y sin más, se marchó por donde había venido.

   

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