En efecto… ¡era Berta! Y también Lesley… y Jane. Todos contemplaron a la muchacha americana, sin recobrarse aún de aquella inesperada sorpresa. Allí estaba, una versión mayor de la Berta que habían conocido, con su larga y rizada melena dorada, sus grandes ojos azules y su cutis de porcelana.

    Era la única hija del científico Elbur Wright, colega de tío Quintín. Tiempo atrás, habían colaborado juntos en un importante proyecto. Pero la Policía había recibido un alarmante soplo, y contactado con el americano: se planeaba el rapto de su hija Berta, y se le exigirían los planos como pago del rescate. El Profesor Wright, viudo, amaba a su hija más que a nada en este mundo, y había realizado una curiosa petición a tío Quintín: que la escondiera en “Villa Kirrin”. En caso contrario, entregaría los codiciados planos sin dudarlo un instante.

    Y Berta no sólo había sido enviada a Inglaterra desde los Estados Unidos, sino además “transformada” en chico: le habían cortado el pelo, vestido como a un muchacho y llamado por su segundo nombre, Lesley, que casualmente se pronunciaba igual que Leslie, la versión masculina del mismo.

    Sin embargo, a pesar de todas aquellas medidas, el engaño había sido descubierto… y Berta había vuelto a correr grave peligro. Por sugerencia de Juana, había sido enviada a casa de Molly Lawrence, su prima, bajo la falsa identidad de una niña llamada Jane. Y así la había conocido Jo, quien, por cierto, no podía sufrir a Berta.

    Tía Fanny fue la primera en abrazarla:

    - Berta, querida, ¡qué alegría volver a verte!

    - Yo también me alegro mucho de verte, tía Fanny –respondió la muchacha, llamándola tal y como la propia señora le había enseñado. Quería mucho a tía Fanny, que era dulce, maternal y había cuidado de ella como de una hija.

    - ¡Berta, qué sorpresa! ¿Por qué no nos dijiste que vendrías a Kirrin? –le preguntó Ana extrañada.

    Berta, a la vuelta del verano en que pudo ser raptada, había ingresado en Gaylands, el internado femenino en el que estudiaban Jorge y Ana. Tenía quince años: un año menos que Ana y dos menos que Jorge, por lo que apenas se veían en el colegio. Sin embargo, Berta era muy popular en Gaylands, tanto por su nacionalidad americana, que le confería cierto exotismo, como por su innegable belleza.

    - ¡Es que ha sido una decisión de última hora! –explicó Berta con una gran sonrisa -. Me encontraba con Pops en Londres –así llamaba Berta a su padre-, cuando vuestro tío contactó con él. Y al saber que os encontrabais aquí, supliqué a mi Pops que convenciera al Profesor para haceros una visita. ¡Deseaba tanto volver a veros! –y al decir esto, dirigió sus ojos a Julián.

    Julián le devolvió la mirada: sentía un gran cariño por Berta, a quien había tenido que meter en cintura, pues era mimada y estaba acostumbrada a imponer sus deseos. Pero ella, lejos de odiarle, había sentido un gran respeto por aquel muchacho alto, fuerte y sensato; y le había querido como al hermano que nunca tuvo.

    -¡Oh, nena, es marravilloso volver a verte! –dijo Dick entonces, haciendo reír a sus hermanos y a la mismísima Berta; le encantaba imitar su acento americano.

    Jorge, en cambio, se mantuvo seria, molesta por el revuelo que había provocado la llegaba de Berta: la chica americana no era santo de su devoción, pues la encontraba cursi y “niña de papá”. Tampoco le perdonaba que, disfrazada de chico, hubiera parecido físicamente más un muchacho que la propia Jorge. Y el colmo había sido su atrevimiento al llevarse a “Villa Kirrin” a Sally, su tonta perrita de lanas, aquel verano.

    - Oye, ¿no te habrás traído a Sally, verdad? –preguntó Jorge con cierta agresividad, cayendo de pronto en la cuenta. ¡Por culpa de aquel estúpido animal había sido ella secuestrada, en lugar de Berta!

    - No –respondió Berta secamente. Ella tampoco sentía gran simpatía por Jorge-. Ya no tengo a Sally… murió la Navidad pasada –y sus ojos se anegaron de lágrimas.

    - ¡Oh, Berta, cuánto lo siento! –se condolió Ana.

    Sus hermanos también miraron tristes a Berta: tenían un bonito recuerdo de aquella graciosa, pequeña y feroz perrita, a la que el viejo Tím había seguido como si fuera su más fiel esclavo.

    Jorge, que aquella respuesta era lo último que esperaba oír, apoyó todo su peso sobre un pie, y luego sobre el otro, turbada. Mientras, los demás lanzaban acusadoras miradas a la pobre Jorge.

    - Bueno, ya basta, no quiero estar triste –resolvió Berta con valor, secándose las lágrimas. Les dedicó una húmeda sonrisa-. Me sentía muy feliz de volver a Kirrin, con todos vosotros. ¡Y deseo seguir estándolo!

    Y entonces, de repente, ¡Berta reconoció a Jo!

    - No puede ser… ¿eres tú, Jo? ¡Jo! –exclamó la muchacha americana, notablemente sorprendida-. ¿Trabajas aquí? –pues Jo vestía su acostumbrado y blanco uniforme.

    - Sí –replicó Jo con fastidio. Había sentido verdaderos celos cuando Dick le había llamado “nena”.

    - ¿Ya no está Juana? –preguntó Berta, dirigiéndose a tía Fanny.

    - Ahora mismo no, Juana se está tomando unas vacaciones –le explicó ésta, dulcemente-. Jo está ocupando su lugar mientras tanto.

    - Oh –dejó escapar Berta: era evidente que no le gustaba en absoluto el cambio. Recordaba con cariño a Juana, la cocinera… y con temor a Jo, que le había llamado cobarde y le había hecho llorar nada más conocerla.

    Tío Quintín, que se impacientaba con suma facilidad, exclamó irritado en ese momento:

    - ¡Basta ya de cháchara! No pienso pasarme todo el día aquí plantado, en el vestíbulo, perdiendo mi valioso tiempo. Si me necesitas, Fanny, estaré en mi despacho. Elbur, si eres tan amable de acompañarme…  

    Dicho esto, los dos sabios se encaminaron al despacho y tío Quintín cerró la puerta tras de sí, con un sonoro portazo: había olvidado por completo que era el cumpleaños de su única hija.

    Tía Fanny sonrió cálidamente a Berta, que había enrojecido, y dijo:

    - Disculpa a mi marido, querida, el cansancio le pone muy irascible y últimamente ha trabajado en exceso. ¿Tienes hambre? –le preguntó-. Jo ha preparado un magnífico desayuno, pues es el cumpleaños de Jorge. Esta noche celebraremos una pequeña fiesta, y tú serás nuestra invitada de honor.

    Berta dejó escapar un pequeño chillido de alegría:

    - ¡Ooh, una fiesta en “Villa Kirrin”! ¡Es demasiado marravilloso para ser verdad! Es decir, si Jorge desea invitarme… -dudó, recordando súbitamente el poco aprecio que le tenía la anfitriona.

    - Por supuesto que lo desea. ¿Verdad, Jorge?

    El tono de voz de tía Fanny no dejaba lugar a una réplica negativa. Julian, Dick y Ana miraron a su prima, divertidos por la expresión alarmada de ésta, a quien su madre había puesto entre la espada y la pared. Jorge carraspeó, incómoda, y no le quedó más remedio que responder:

    - Hum… Sí, claro que estás invitada…

    - ¡Gracias, Jorge! –exclamó Berta, enormemente agradecida.

    Tía Fanny acompañó a Berta al comedor y Jo regresó a su cocina. Ellos Cinco, mientras tanto, se reunieron en la salita de estar. Jorge se dejó caer en una silla, y apoyando los brazos sobre la mesa, ocultó la cara entre ellos. Cuando habló, su voz sonó amortiguada:

    - ¡Una fiesta con Jo y Berta! ¡Menudo cumpleaños! –levantó la cabeza y miró a sus primos con enfado-: ¡Sólo podría ser peor si hubierais invitado a esa horrible Enriqueta, que conocimos en la Escuela de Equitación!... No lo habéis hecho, ¿verdad? –preguntó ansiosamente.

    Los tres hermanos rompieron a reír con ganas. Conocer a Enriqueta, o Enrique, como se hacía llamar, había sido para Jorge como “encontrarse con la horma de su zapato”. Al igual que se prima, Enrique deseaba con toda su alma haber nacido varón. Por supuesto, eso le había valido la enemistad de Jorge, que si bien se sentía muy satisfecha de hacerse pasar por chico, ¡no se sentía inclinada a aconsejárselo a nadie más! Finalmente, tras la aventura vivida juntas en el Páramo Misterioso, Jorge y Enrique habían limado sus diferencias… más o menos.

    - Has sido muy generosa invitando a Berta, ¡estoy muy orgulloso de ti! –le alabó Julián, apretándole con cariño el hombro. Jorge sonrió, más animada: valoraba mucho la aprobación de su primo mayor.

    Más tarde se encontraban de nuevo camino de la playa, con la intención de pasar allí lo que restaba de día. En esta ocasión, Berta les acompañaba.

    Berta, que vivía en California en una preciosa casa con piscina, había crecido prácticamente bajo el agua y era una excelente nadadora, a la que ni siquiera Jorge se atrevía a retar. Julián, sin embargo, aceptó competir contra ella, ganándola por muy poco.

    - ¡Por los pelos! Me has hecho sudar –dijo a la chica americana.

    La muchacha se rió. Parecía una sirena, pensó Julián, con el sol arrancando destellos a su largo cabello, que flotaba sobre el agua. Se zambulló y nadó de regreso a la orilla. Julián, que se preguntaba sinceramente si no le habría dejado ganar a propósito, la siguió.

    Al caer la tarde, regresaron a la casa, y Berta y su padre se despidieron hasta la cena: debían pedir una habitación en el pueblo e instalarse.

    Una vez se hubieron marchado, tía Fanny sonrió a los cuatro jóvenes y dijo:

    - Ahora quiero que subáis arriba y os pongáis bien guapos… Porque, cuando bajéis, ¡os estará esperando una maravillosa fiesta!

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