- ¡ATRÁPALO, TÍM! –le ordenó Jorge en el acto. Y la muchacha corrió a la puerta principal y la abrió de un enérgico tirón, dejando salir al perro.

    Tím, con los dientes por delante, se lanzó a la persecución del intruso con toda la velocidad que le permitían sus patas, llenando el silencio de la noche con sus furiosos ladridos. Julián y Dick, sin perder un segundo, corrieron tras él, y Jorge les hubiera seguido si Ana no la hubiera frenado, colgándose de su brazo:

    - ¡No, Jorge, por favor, no vayas! –suplicó a su prima, que no conocía el miedo. A ella, en cambio, la visión de aquel rostro de mirada cruel la había trastornado.

    Tío Quintín salió hecho una verdadera furia de su despacho, gritando:

    - ¡HACED CALLAR A ESE PERRO! ¡Fanny! –llamó a su esposa, que alarmada por los gritos, bajaba rápidamente las escaleras desde el piso superior-. ¿Acaso un hombre no puede trabajar tranquilo en su propia casa? ¡No pienso consentir…!

    - ¡Padre! – interrumpió Jorge, arrojándose a su encuentro-. ¡Alguien estaba espiando la casa desde el jardín! ¡Tím va tras él!

    -¡Oh, Cielo Santo, Quintín! –gimió tía Fanny, juntando las manos en gesto de plegaria.

    Pero el leal perro no había conseguido atrapar al intruso: un coche, con los faros apagados, le esperaba en el camino, protegido por la más absoluta oscuridad. Julián y Dick habían oído de pronto, salido de la nada, el rugido de un motor y al instante dos potentes y cegadoras luces habían caído sobre ellos, deslumbrándolos. Vieron al desconocido alcanzar el vehículo, y aún no había acabado de montarse en él cuando éste se puso en marcha, al máximo de revoluciones.

    Tím, a punto de ser arrollado por el coche, se apartó de su trayectoria justo a tiempo. Pero Julián hubo de apartar él mismo a Dick, de un violento empujón: su hermano se había quedado paralizado por el imprevisto fogonazo de luz, igual que un gato.

    - ¡CUIDADO! –chilló Julián, y ambos cayeron al arcén, rodando por el suelo.

    Tím aún corrió tras el coche muchos metros, ladrando desaforadamente, pero muy pronto el auto se perdió en la distancia, y el ensordecedor rugido de su motor se fue apagando hasta desaparecer por completo.

    - ¡TÍM! –llamó Jorge corriendo hasta la cancela. El perro acudió a la llamada de su ama, y la muchacha se acuclilló y le rodeó el cuello con los brazos-. ¡Mi querido Tím! ¿Estás bien?

    - ¡Julián, Dick! ¿Dónde estáis? –les llamó Ana, todo lo alto que le permitía su dulce voz, desde el umbral de “Villa Kirrin”.

    - ¡Estamos aquí! –respondió la voz de Julián desde el camino. Ana dejó escapar un sollozo de alivio.

    Pronto, todos los habitantes de la casa volvieron a encontrarse dentro, temblorosos pero a salvo. Los dos chicos se habían manchado las ropas de tierra en su caída. Julián estaba ileso, pero Dick se había cortado el antebrazo con una afilada piedra y goteaba sangre.

    - Dick, querido, estás sangrando –observó su tía Fanny, y mandó a Jo por el botiquín.

    La chica fue a por él y enseguida regresó. Ella misma curó a Dick, que extendió el brazo con mansedumbre, dejándose hacer. Mientras Jo retiraba los restos de tierra con un paño húmedo, Dick contemplaba con ternura la morena y rizada cabeza inclinada. Entonces Jo derramó el alcohol sobre la herida ya limpia, para desinfectarla, y Dick apretó los dientes con fuerza.

    Tía Fanny se acercó a la mesita donde reposaba el teléfono, y lo descolgó.

    - ¿Se puede saber a quién llamas a estas horas, Fanny? –exigió tío Quintín, muy sorprendido.

    - A la Policía –replicó sucintamente su mujer.

    Menos de media hora después, dos policías habían acudido a la llamada y les interrogaban. Uno de ellos, de mediana edad, alto y con bigote, era el inspector Wilkins, y hacía años que le conocían. Era un hombre serio, que imponía gran respeto, pero de trato bondadoso. El otro, joven y bien parecido, les era desconocido y se presentó como el sargento Rogers.

    - ¿Cómo se llama usted, señorita? –preguntaba el sargento.

    - Jo.

    - Me refiero a su nombre completo –le explicó, con gentileza.

    - Ah, Josephine Lawrence.

    El joven policía apuntó el nombre en su libreta y se dirigió a Dick:

    - ¿Y usted?

    - Richard Barnard.

    El sargento estaba escribiéndolo cuando oyó a Jo espetar, tan sorprendida que no pudo callarse:

    - ¡Pero si te llamas Dick Kirrin!

    - Dick es el diminutivo de Richard, tontina –le explicó Dick, con una divertida mueca-. Y Kirrin es un sobrenombre, así nos conocen aquí, porque era el apellido de soltera de tía Fanny. Pero mi verdadero apellido es Barnard. También Jorge se apellida así, porque tío Quintín y nuestro padre son hermanos.

    El joven sargento siguió preguntando y apuntando el resto de nombres, y entonces el inspector Wilkins habló:

    - Bien. Lo primero es saber si hay algún motivo por el que alguien querría allanar la casa. ¿Lo hay, Profesor? –preguntó girándose hacia él.  

    - Soy un conocido científico, inspector –replicó tío Quintín, que se sentía muy fastidiado y consideraba aquella visita una pérdida de tiempo-. Siempre existe la amenaza de que alguien quiera hacerse, por la fuerza, con mi trabajo. Es un riesgo de mi profesión que tengo asumido.

    El inspector Wilkins asintió con la cabeza, comprendiendo. Continuó preguntando:

    - ¿Y hay ahora mismo, en esta casa, documentos de relevancia al respecto?

    - Así es –le confió tío Quintín, de mala gana.

    - Entonces, quizás debería entregárnoslos, y la Policía los custodiara hasta que descubramos quién ha intentado robarlos –intervino el sargento Rogers.

    - Verá, joven, no me importa lo que usted crea –empezó tío Quintín, con tal frialdad que el sargento enrojeció. Los chicos miraron al policía con simpatía y compasión: sabían, por propia experiencia, lo mucho que podía amedrentar su tío-. No pienso entregarles mi trabajo. Es Información Clasificada, y no se la confiaría ni a la mismísima Scotland Yard.

    - En cualquier caso, Profesor, no estaría de más tomar medidas de seguridad. Entre ellas, sacar los documentos de la casa –terció el inspector Wilkins, con amabilidad-.  Así no expondrá a su esposa,  a su hija, o a usted mismo, a un peligro innecesario, ni vivirán otro susto como el de esta noche.

    El inspector acertó al apelar a su deber como esposo y padre, pues el semblante de tío Quintín se ensombreció de preocupación.

    - Hum… sí, ciertamente no me preocupa mi seguridad, pero he de pensar en… -se interrumpió a sí mismo y levantó la mirada. Su mujer, su  hija y sus tres sobrinos le contemplaban en solemne silencio. Incluso aquella chiquilla, la nueva cocinera (¿cómo se llamaba?), dirigía hacia él sus grandes ojos. El corazón de tío Quintín se contrajo de repentina angustia, al pensar que pudieran sufrir algún daño-. Sí, buscaré la manera de sacar los documentos de la casa, inspector –le prometió.

    El inspector Wilkins sonrió, triunfal.

    Los dos policías se levantaron de sus respectivas sillas, y el inspector Wilkins ofreció:

    - Si le parece bien, Profesor, en los próximos días, uno de nuestros coches patrullará día y noche alrededor de “Villa Kirrin”, sólo por si acaso.

    - Es muy considerado por su parte, inspector, gracias –aceptó tía Fanny de inmediato, pues había visto cómo su marido abría la boca con expresión contrariada.

    - Tengan mi tarjeta –dijo el sargento Rogers, y se la tendió a Julián. El joven la aceptó, dándole las gracias-. Si notaran algo sospechoso, o necesitaran ayuda, no duden en avisarme –le pidió, con cierto tono de súplica.

    - Por supuesto, sargento –repuso Julián, sonriendo. Le había causado muy buena impresión aquel joven policía.

    El inspector Wilkins reconoció entonces a Jo, y una enorme sonrisa se dibujó bajo su tupido bigote. Le dijo:

    - ¡Bueno, Jo! Me alegra mucho volver a verte. Estás hecha ya toda una mujercita.

    Jo le dedicó una sonrisa que era más bien una mueca. No le había gustado su entonación condescendiente. En realidad, seguía sin sentirse en absoluto cómoda en presencia de la Policía… De niña le habían enseñado a evitarla y a temerla. Y es muy difícil desprenderse de un sentimiento cuando ha arraigado tan hondo.

    Sin embargo, el inspector Wilkins recordaba con cariño a aquella valiente e inteligente pilluela, que había encerrado, ella sola, a toda una banda de secuestradores, entre ellos su propio padre.

    A la izquierda de Jo, estaba Dick. El inspector también se acordaba de él: cuando había insinuado bondadosamente que Jo, ahora huérfana, debía ir a un reformatorio, la niña había chillado, presa del pánico: “¡No quiero ir al Hogar para Niñas Malas!”, y aquel muchacho había exclamado que no lo consentiría, declarando que él mismo encontraría a alguien que quisiera adoptarla… Entonces Juana, la cocinera, había afirmado: “alguien como yo”.

    El veterano policía regresó al presente y, tocando la visera de su gorra a modo de saludo, se despidió de la familia y partió junto con su joven subordinado.

    Tía Fanny cerró la puerta tras ellos y echó todos los cerrojos.

    - Comprobad todas las puertas y ventanas, Julián –pidió a su sobrino mayor-. Esta noche, por mucho calor que haga, no ha de quedar ni un solo resquicio abierto.

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