A la mañana siguiente, sin más dilación, Julián se presentó en el despacho de su tío Quintín y le explicó su pequeño hallazgo y sus sospechas.

    - Agradezco tu preocupación, Julián, pero es innecesaria –replicó su tío, cuyo semblante no se había alterado al escucharle-. No queda absolutamente nada en la Isla de aquel experimento. Si alguien ha ido allí con semejante propósito, pierde el tiempo. Hace años que entregué los resultados al Servicio de Inteligencia, y el laboratorio subterráneo fue destruido.

    - Quizás buscaban otra cosa. Información sobre tu trabajo actual, por ejemplo –especuló Julián con obstinación.

    Tío Quintín frunció el ceño, considerando dicha posibilidad.

    - Pudiera ser… Ahora mismo estoy colaborando con los Estados Unidos en un importantísimo proyecto, que podría cambiar el curso de la Historia… Por supuesto, es Alto Secreto, y no puedo decirte ni una palabra más al respecto –terminó tajantemente.

    - Ni yo quiero saberlo. No me gustaría tener al MI6 vigilándome –aseguró Julián con una sonrisa. La expresión de su tío se relajó y sonrió a su vez, apreciando la broma.

    Julián se despidió y se levantó de su asiento. Antes de abandonar la estancia, echó un último vistazo en derredor. Todo estaba tal y como él recordaba: los estantes repletos de tubos de ensayo y otros instrumentos desconocidos; la vieja chimenea con el reloj eduardino sobre la repisa; el imponente escritorio tras el cual su tío, eminente científico, aparecía nuevamente inmerso en su trabajo, rodeado de montañas de papeles con anotaciones indescifrables.

    Y sobre la chimenea, los ocho paneles de madera, repartidos en cuatro y cuatro. Uno de ellos, el segundo de la hilera superior, era movible y ocultaba la palanca que abría el Pasadizo Secreto que unía, bajo tierra, “Villa Kirrin” con la granja de los Sanders. Julián se vio a sí mismo con doce años, retirando la pesada alfombra que cubría el suelo e iluminando con su linterna la entrada al túnel.

    El joven salió al jardín en busca de sus compañeros. Encontró a Jorge y a Ana trabajando en el pequeño huerto de su tía Fanny. Jorge, que siempre había detestado las tareas domésticas, no sólo se mostraba más dispuesta que antes a ayudar a su madre, sino que, para su propia sorpresa, disfrutaba con la horticultura.

    Ana, por su parte, estaba muy hermosa con su sombrero de paja, que había adornado con flores de lavanda, protegiéndola del sol. Elegía con cuidado los tomates más rojos y grandes, desprendiéndolos de su rama. Haría con ellos una deliciosa ensalada.

    Tím también estaba en el jardín, brincando alegremente, olisqueando todo cuanto encontraba a su paso y persiguiendo mariposas.

    - ¿Dónde está Dick? –preguntó Julián a las dos chicas, extrañado de no hallarle con ellas.

    Jorge señaló por encima de su hombro y dijo:

    - La última vez que le vi, estaba ayudando a Jo a tender la colada.

    Julián enarcó las cejas, atónito, y rodeando la casa anduvo por el jardín hasta llegar a la puerta de la cocina. Estaba abierta, y sentados en el escalón su hermano y Jo reían mientras desgranaban guisantes de sus vainas, vaciándolas en un cuenco.

    - ¡Hola, Ju! –saludó Dick, con la risa aún bailándole en los labios. Los ojos le brillaban y tenía las mejillas encendidas de rubor. Estaba ligeramente despeinado, con el flequillo cayéndole sobre la frente.

    - Hola, Julián –saludó Jo, con su cantarina voz de ascendencia galesa. Ella también se mostraba particularmente risueña. Había desplegado el pañuelo rojo que solía llevar anudado al cuello, y se había cubierto la cabeza con él.

    Soplaba una brisa que mecía con dulzura la ropa tendida en sus cuerdas. Julián arrugó la frente con desaprobación: no le gustaba que Dick ayudara a Jo en tareas tales como tender la colada o desgranar guisantes. Aquel era trabajo de Jo, que a fin de cuentas recibía una retribución económica por ello. Además, era evidente que tenerle alrededor distraía a la muchacha. Julián pensó que tendría que hablar a solas con Dick.

    - Vengo de hablar con el tío Quintín –le explicó a su hermano-. No parece concederle importancia a que alguien haya estado en la Isla.

    - Te lo dije –apuntó Dick satisfecho-. Lo más probable es que unos excursionistas hayan…

    El muchacho no pudo acabar la frase porque, mientras hablaba, Jo había cogido un puñado de guisantes y, sigilosamente, había tirado del cuello de su camisa y los había vertido por su espalda, haciéndole pegar un brinco y un alarido. Jo huyó en el acto fuera de su alcance, riendo como loca su travesura.

    Dick se sacó la camisa por fuera del pantalón y manteó los faldones hasta que cayó el último guisante.

    - ¡Tú, monito, como te pille te voy a frotar la cara en el barro! –y corrió tras ella, dispuesto a cumplir su amenaza.

     Jo chilló alarmada, pero sin parar de reír, y zigzagueó entre las sábanas blancas. Dick la persiguió, apartando la ropa a manotazos y haciéndose un lío con ella, hasta que por fin atrapó a la chica, haciéndola caer en la hierba.

    Julián, que observaba la escena, meneó la cabeza para sí mismo, con preocupación. Aquella absurda idea que había asaltado su mente en la playa, el día que Jo les había acompañado, volvía a inquietarle… y ya no le parecía tan absurda. Suspiró y se atrevió a formular la pregunta en su cabeza: ¿estaba Dick enamorándose de Jo? De pronto, se sintió muy arrepentido de haber animado a tía Fanny a contratarla.

    Aquella tarde tomaron el té en el jardín. Era muy agradable disfrutar de una buena taza de té acompañada de bollos de nata, respirando el olor del campo. Tío Quintín, como venía siendo costumbre, estaba tan ocupado que había pedido que le llevaran el té a su despacho.

    En un momento dado, tía Fanny se dirigió a su hija:

    - Jorge, querida, pronto será tu cumpleaños, y me gustaría hacerte una pequeña fiesta para celebrarlo.

    Jorge, que estaba sorbiendo su té, levantó la vista de inmediato. Parecía espantada ante la idea.

    - ¿Una fiesta? ¡Oh, madre, no, por favor! –le suplicó.

    El dulce rostro de tía Fanny se entristeció. Amaba a su hija, y hacía mucho tiempo que había aceptado que no era una chica corriente. Pero jamás comprendería por qué tenía que hacerlo todo tan difícil… Incluso algo tan simple como una fiesta de cumpleaños.

    - Jorge, cumples diecisiete años, es una fecha muy especial para una jovencita. Así que, por favor, dale ese gusto a tu madre –suplicó a su vez tía Fanny, con un deje de desesperación.

    - ¡Sí, Jorge, permítenos celebrar tu cumpleaños! –exclamó Ana entusiasmada, a quien le encantaban las fiestas y los vestidos bonitos. Cogió la mano de Jorge y la apretó con cariño.

    Pero su prima mostraba tal expresión de sufrimiento, que Julián y Dick se echaron a reír.

    - ¡Ánimo, Jorge! –dijo Dick-. ¡Será divertido! Brindaremos en tu honor y yo, que soy un poco más viejo que tú, te transmitiré mi sabiduría.  

    Todos rieron sus palabras, incluso Jorge, que relajó sus facciones y dejó escapar un suspiro, aceptando la derrota:

    - Está bien… Os dejaré celebrar mi cumpleaños.

    - ¡Buena chica! –la elogió Julián, dándole una suave palmada en la espalda.

    El resto del día pasó apaciblemente. Después de la cena, los cuatro jóvenes se reunieron en la sala de estar, para compartir un último rato de esparcimiento.

    Julián se acomodó en el sofá con una novela en su regazo. Ana encendió la radio. Dick y Jorge se sentaron a la mesa para echar una partida de cartas: ambos eran muy aficionados a este tipo de juego. Tím se había acurrucado sobre la alfombra y dormitaba con una oreja levantada, atento al menor ruido, como siempre.

    Dick cogió el mazo de cartas y empezó a barajar. Preguntó:

    - ¿Qué te apetece, Jorge? ¿Una partida de “Snap”?

    - De acuerdo –asintió Jorge-. ¿Nos apostamos algo?

    - Interesante propuesta –apreció Dick, complacido.

    - ¿Por qué siempre tenéis que estar apostándoos algo, vosotros dos?–terció Ana con disgusto.

    - ¿Sabes, Jorge? Me gustaría mucho recuperar aquel cortaplumas que me ganaste en la Granja Finniston, ¿lo recuerdas? –dijo Dick.

    Jorge echó la cabeza hacia atrás y estalló en una carcajada.

    - ¿Que si me acuerdo? ¡Cómo disfruté subiéndole el desayuno a aquel mocoso mimado! ¡Qué criatura más despreciable, ese Junior Henning! Francamente, Dick, no sé cómo osaste dudar de que me atrevería a hacerlo.

    - Tienes toda la razón –le reconoció Dick con justicia-. Y eso que derramarle el café caliente por encima, y que Tím le tirara de la cama, no estaba en los planes… Pero no nos desviemos del tema: ¿apostamos de nuevo ese cortaplumas?

    Jorge volvió a reír y confesó:

    - Lo siento mucho, Dick… Pero la verdad es que hace tiempo que lo perdí.

    - ¡Oh, Jorge! ¡Qué poco cuidado tienes siempre con tus cosas! –le reprendió Ana.

    - Dejaos de tonterías y jugad de una vez. Nadie va a apostar nada –intervino Julián con autoridad, levantando los ojos de su libro.

    - Lo bueno de crecer contigo, Julián, es que cuando ingrese en la RAF para el servicio militar, no voy a notar la diferencia –soltó Dick, con helada suavidad.

    Jorge y Ana le miraron con ojos redondeados de asombro, ante semejante impertinencia. Aquel comportamiento era muy impropio de Dick, que aunque a veces pecara de burlón, jamás era grosero. Además, siempre había compartido con Julián una profunda amistad, más allá de la simple relación entre hermanos.

    Respiraron aliviadas cuando, al instante siguiente, Dick se disculpó con sinceridad:

    - Perdóname, Ju, me he pasado de la raya.

    Julián asintió con la cabeza, aceptando su disculpa, pero en su fuero interno se sentía herido: era la primera vez que Dick le replicaba de aquella forma. Se preguntó si sería una prueba más del cambio que intuía en su hermano.

    Como si sus pensamientos se hubieran materializado, Jo entró en ese momento en la habitación. Había terminado de limpiar la cocina.

    - ¿Qué hacéis? –les preguntó.

    - Jugar una partida de “Snap” –le sonrió Dick, repartiendo las cartas sobre la mesa-. ¿Te apuntas?

    - No sé jugar –respondió Jo, pero apoyó las manos sobre los hombros de Dick y juntó su mejilla contra la de él, para ver las cartas que el chico había ordenado en abanico.

    Comenzaron a jugar, levantando las cartas de su pila correspondiente y gritando “¡Snap!” de tanto en cuando, hasta que la baraja se agotaba, y otra vez vuelta a empezar. Jo, que era lista como una ardilla, aprendía el juego sobre la marcha. Dick comentó que la muchacha le traía suerte y añadió, muy ufano:

    - ¡Me siento como un gánster!

    Todos rieron el chiste. Todos, excepto Julián… que permanecía inusualmente callado aquella velada, concentrado en su libro, pero sin retener ni una sola línea. Fue precisamente él quien, de repente, vio algo en la ventana que hizo que el corazón le dejara de latir, para acto seguido galopar en su pecho. Se levantó de un salto y gritó:

    - ¿EH, QUIÉN ANDA AHÍ?

    Sus hermanos y su prima se levantaron automáticamente de sus asientos, terriblemente asustados, y Jo dio un par de pasos atrás. Todos ellos miraron también a la ventana, y Ana profirió un agudo chillido de terror.

    Al otro lado del cristal, en el jardín, un rostro les observaba en la oscuridad.

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